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Explosiones decembrinas


Es inevitable dejar de recordarlo. Cada vez que se aproximan las fiestas de Navidad y Año Nuevo me perturban en la mente las remembranzas de un pasado agridulce, como un retazo de tela con colores alegres pero también con manchas tristes de mi existencia. Desde que sucedió lo que les voy a narrar mi respeto hacia la pólvora es extremo. Como casi todo, a ella se le podría comparar con un cuchillo: con él se puede hacer el bien tajando un tomate, o el mal apuñalando a alguien. Los explosivos ofrecen una excitación a los ojos pero son como una persona gruñona que si se trata inadecuadamente puede convertirse en tu peor enemiga. Por otro lado, es indudable que los recuerdos de la infancia parecen marcar nuestras vidas para siempre. Muchos de nuestros temores, limitaciones y ansiedades se derivan de experiencias vividas en nuestra tierna niñez. La mía fue normal, no pertenecí a la generación de los celulares, por lo tanto deambulábamos gozosos en las polvorientas calles de Las Granjas con los vecinos mientras hacíamos “la boca del dragón” o amarrábamos un alambre a una esponjilla ardiente para hacerla girar y regocijarnos con el aro de fuego que consecuentemente se formaba. Éramos felices bajo la mirada pícara del peligro.

En 1995 ya llevaba a cuestas 10 años de presencia en este mundo. Llegaba la época decembrina y la magia era palpable en el ambiente: los equipos se enorgullecían de sus altos decibeles en las calles al son de la música de Buitrago, Pastor López y el “loco” Quintero; las luces navideñas titilaban decorando ventanales y puertas de las casas y los fuegos pirotécnicos tatuaban el cielo con sublimes patrones multicolores. Neiva no gozaba en aquel entonces de una cantidad desmedida de autos y era costumbre de los ‘Caballeros de Atena’ (cómo nos denominábamos) recolectar dinero para comprar el detonante que volaría al “Año Viejo” sin misericordia alguna. Los míticos personajes hacían alusión a Gerardo quien era “Seiya el Pegaso”, su hermano Alexander el “Dragón Shiryu”, mi hermano Jhon, “Hyoga el Cisne” y quien les escribe representaba a “Shun Andrómeda”, no precisamente por haber mostrado tendencias homosexuales sino porque tenía una extraña fascinación con sus cadenas. Gerardo y Alexander habitaban en la cuadra, que sea dicho se plagaba de infantes en diciembre debido al período de vacaciones, y eran nuestros mejores amigos del barrio. Compartíamos muchos juguetes, jugábamos en la calle, y era típico que quemáramos ‘totes’, ‘rascaniguas’ y ‘triqui traques’ ante la mirada un poco preocupante y desconfiada de nuestros padres.

Cada 31 de diciembre, el ritual de la quema del muñeco era sagrado. Mi hermano y yo solíamos pedir la ropa vieja a nuestro padre, quien era mecánico. Prendas trajinadas durante doce meses de arduo trabajo eran las adecuadas para ser quemadas. El aserrín con que llenábamos el personaje lo adquiríamos donde don Ramón, el carpintero que tenía su taller exactamente detrás de la casa. Por una pequeña suma, la cual obteníamos de lo que nuestros padres nos daban para el recreo o en algunas ocasiones con lo adquirido en el ‘ritual de la cuerda’, don Ramón nos daba tanto aserrín como para hacer un muñeco de Ñoño, el del Chavo del Ocho. Les contaba que Neiva tenía una cantidad ínfima de autos y menor aún de motos en aquel pretérito año. Esto era perfecto para efectuar el ‘ritual de la cuerda’. Atravesábamos un lazo por la carrera sexta y hacíamos detener a los autos y motos para pedirles que nos colaboraran con el Año Viejo. Algunas personas depositaban sus monedas en el improvisado tarro que teníamos, otras decían que no tenían y otras, groseramente, se llevaban la soga por delante.

Gerardo era mayor que Alexander pero temo no recordar por cuántos años. Estudió en el Claretiano, donde también lo hizo su hermano, y desde pequeño mostró un gran interés por la comunicación. Pegaso era el más hablador de los caballeros de Atenea y representaba el grupo, pues su liderazgo y sus excesivas ganas de mostrarse eran notorios entre los cuatro. Su hermano Alexander, el Dragón, era un moreno chaparro, muy divertido y bastante enamoradizo. De los cuatro fue el que más novias tuvo hasta que nos separamos definitivamente. No había niña en la cuadra que no fuera cortejada por nuestro dragón Shiryu. Él era feliz mientras veía a las niñas derretirse al oír sus palabras y halagos. A Alexander le encantaba la medicina. Mi hermano, el cisne Hyoga, era el más ingenioso del grupo. Le encantaba destruir juguetes con el fin de indagar qué era lo que los hacía funcionar. Se interesó por saber cómo trabajaban las cosas. De hecho terminó estudiando ingeniería y es muy bueno en lo que hace. Era muy tímido y le costaba trabajo relacionarse con los demás. Finalmente estaba yo, Shun Andrómeda, un niño muy introvertido pero con un mundo complejo en la cabeza, bruto para las cuestiones del amor y de cortejar a las chicas de la cuadra, solía temblarme todo al dirigirles la palabra. Era alguien que creía que el amor consistía en resolver una ecuación y que pasó mucho tiempo de su niñez y juventud tratando de encontrarla para resolverla.

En los días agonizantes de 1995, el dinero ahorrado de los descansos y el obtenido mediante el ritual de la cuerda fue considerablemente abundante. Recogimos un total de 20.000 pesos, que al precio actual es una suma abundante como para rellenar cinco muñecos. Habíamos decidido personificar al señor Ernesto Samper para quemarlo el 31. Sus escándalos contenidos en el proceso 8000 y su descarada declaración de “todo fue a mis espaldas” lo habían hecho merecedor de tan deshonrroso lugar. En aquel entonces la restricción a la venta de pólvora era mínima, la gente ofrecía de todo tipo en las calles del microcentro de la ciudad y pocos o nulos eran los controles de las autoridades para prevenir la comercialización. No tuvimos necesidad de desplazarnos hasta el centro ya que unas cuadras al sur de mi casa había un almacén donde invertimos los $20.000. Recuerdo haber adquirido 100 totes, 150 rascaniguas, y otra cantidad de artefactos explosivos. El vendedor nos empacó la pólvora en varias bolsas que luego puso en una sola y se la entregó a Gerardo. Pagamos y caminamos hacia el norte, hacia nuestros hogares, dispuestos a rellenar al doctor Samper con los artefactos que acabarían con su existencia el último día del año.

Llegamos a la casa y Gerardo llevaba la bolsa cerca de su pierna derecha. Mi tía nos recibió, abriéndonos la puerta. El muñeco reposaba al fondo del patio y a su lado se hallaba el lazo enroscado y algo húmedo, pues había llovido en la madrugada. Era de mañana y mi madre se encontraba preparando el almuerzo. Inesperadamente, no recuerdo exactamente cómo, pues todo sucedió muy rápido, mi hermano accidentalmente golpeó la bolsa con su puño. Esto provocó una reacción en cadena originada por los totes, que son muy sensibles a los golpes, generando una explosión que nos dejó aturdidos varios segundos. La sala se inundó de humo causando una densa nube. Era como si estuviésemos en un páramo lleno de neblina, solo que éste era caliente en extremo. Todo era confusión, Alexander estiraba sus manos para hacer contacto con alguno de nosotros. Fue lo poco que pude ver debido a que él se encontraba cerca de mí. Mi madre gritaba desesperadamente preguntándonos qué había sucedido y en medio de la confusión nadie dijo nada. La onda explosiva fue tan intensa que personas que vivían tres cuadras a la redonda llegaron a ‘investigar’ sobre el particular.

La nube de humo se fue disolviendo lentamente, lo cual nos permitió vernos con más claridad. John, al estar vistiendo bermudas aquella mañana, tenía las piernas invadidas de pequeños puntos rojos que luego se derramaban en finos chorros de sangre. Su mano derecha también lucía ensangrentada. Los demás vestíamos pantalón y no sufrimos grandes quemaduras. Mi tía también sufrió pequeñas heridas superficiales. Gerardo era quien presentaba la condición más crítica: al ser quien tenía la bolsa a corta distancia de su cuerpo, escuchamos que se quejaba y bramaba del dolor. En sus albos pantalones se garabateó una señal terrible, preocupante, temerosa. Un mapa de sangre se regaba cadenciosamente sobre su entrepierna. En medio de su desespero, mi mamá apagó rápidamente el fogón de la estufa y salió a nuestro encuentro. Sin pensarlo dos veces, detuvo un taxi y nos llevó a los cuatro a la Cruz Roja, centro de salud más cercano al barrio en aquel entonces. Nos chequearon los doctores, a Alexander y a mí nos dieron de alta rápidamente. Minutos más tarde apareció mi tía con John, quienes manifestaron sentirse mejor. Mi hermano por poco pierde su dedo meñique. Fue intervenido en la sala de pequeñas cirugías y lo entablillaron. Le inmovilizaron el dedo, le aplicaron desinfectante y le formularon antibióticos y analgésicos. Seguíamos a la espera de Gerardo. Alexander llamó a su mamá. La señora llegó desarreglada y con una expresión de tribulación en su rostro. Pasaron cuatro horas, el sol ya daba la bienvenida a la tarde. Finalmente salió el doctor cabizbajo, como portador de un terrible desenlace. Preguntó por los familiares de Gerardo a lo cual la mamá respondió. La alejó de nosotros y conversó con ella por quince minutos. En su diálogo, ella lloraba, se agarraba la cabeza, inclinaba su cuerpo y se arrodillaba mientras el médico trataba de darle consuelo. Terminado su informe verbal, se retiró hacia la sala de cirugía dejándola a ella sola, en medio de la sala de espera. Nos acercamos y ella se abalanzó sobre su hijo menor emitiendo una exclamación de lobo aullando:

– ¡Dios mío, mijo, al niño le amputaron el pene! – y continuaron sus lágrimas erosionándole la cara.

La recuperación fue dolorosa para Gerardo. Naturalmente, fue un 31 triste y nunca más quisimos volver a saber de pólvora ni de años viejos. Días después arrojamos al doctor Samper a un vertedero de basura. No se quemó con explosivos sino con el mísero olvido. A Gerardo le tomó bastante adaptarse a la sonda que le instalaron para poder expulsar la orina de su cuerpo. Aún sin considerar la función reproductiva de su órgano, a él le preocupaba más no poder orinar como un niño normal que su dificultad para tener relaciones sexuales a futuro. Desde entonces odió a mi hermano y lo culpó del desafortunado incidente. Tratamos de acercarnos en varias ocasiones pero siempre nos rechazó y nos maldijo. Intentamos explicarle que había sido sin intención, pero para él no lo había sido. Fue así como la comunidad de los Caballeros de Atenea se fue deteriorando poco a poco y la diosa se fue quedando tristemente sola. Ellos se mudaron al barrio Cándido y el contacto cesó definitivamente meses después. Diciembre lo contemplábamos con mucho respeto y había un momento de silencio cada 31 en la noche en el que reflexionábamos sobre el infortunio.

10 años después, y yo con 20 de existencia, volví a ver a Gerardo deambulando por una de las calles de la ciudad tomado de la mano de una mujer. Me había enterado que estaba estudiando comunicación social y su hermano Alexander, medicina. Para sorpresa mía supe, a los pocos días de haberlo visto que...¡se había casado! La mujer con quien caminaba era su esposa, Marcela, según me contaron amigos en común que teníamos. Yo me encontraba sobre la otra acera, y tuve la sensación de que no me vio. Me sentí tentado a hacer algo ridículo que no pude evitar. Me ganó la curiosidad y en varias ocasiones miré su entrepierna, quizás con la idea de encontrar una prótesis adherida. Infortunadamente, la vista no era abultada como en la mayoría de los hombres sino plana como los llanos orientales de Colombia.

Me pregunté cómo haría para complacerla sexualmente. Debía haberse convertido en un experto en manejar sus dedos y su lengua. Debía quizás haber atiborrado a su esposa de consoladores. Qué paradójica es la vida, Gerardo ya tenía mujer y yo no. No pude evitar pensar cómo habría reaccionado aquella dama cuando le confesó que no tenía pene. Ya no solamente le preocuparía su dificultad para orinar, pensé. La edad adolescente había arribado y con ella el inevitable desfile de testosterona. Ahora la preocupación radicaba en complacerla, estimularla sexualmente. No me atreví a acercarme a saludarlo, ni a preguntarle nada. Sólo pensé que el hecho de no tener pene no impide que uno sea feliz, ni tener una pareja e incluso llevarla al altar. Es una historia que siempre produce en mí una mezcla indescriptible de sentimientos, aquellos que chocan como en un colisionador de hadrones: la tristeza con la alegría del amor y el odio con la calma. Cuando miro al firmamento decorado por la luz artificial del fuego, pienso en Atenea, en sus caballeros y en cómo un desafortunado hecho dio pie a su total disolución.


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