Los árboles desnudos tiritan en el despiadado invierno, suspirando por el abrigo de las hojas y tristemente se desangran mientras recuerdan a los frutos que se desprendieron y besaron el suelo en el otoño. La soledad del bosque, la ausencia de los robles y los pinos debido a su conversión en madera para muebles y estatuas de los dioses.
Aves desesperadas reposan en los nidos anhelando a la servil madre que las alimenta. El estómago de la ardilla gruñe porque ha olvidado la ubicación de su nuez.
Yace el pargo atrapado en la constelación de la red e implora retornar al mar para salvar su vida. Yace la ballena encallada en la húmeda playa, moviendo inútilmente el pesado cuerpo mientras se le erosiona la piel.
A lo lejos camina una perra, recién parida y desvaída, con los ojos inundados de líquido salino. ¿Serán gotas del mar o lágrimas causadas por el desarraigo de sus cachorros?
Quizás el sol, en su perenne calentura desee la frescura de los polos. Quizás ellos, por su parte, deseen abrigarse con el cálido manto de la estrella.
Así es esto: El despojado árbol extraña la hojarasca y los frutos, la floresta a su verdor, los pajarillos a su progenitora, el roedor a su semilla, el pez y el enorme mamífero al agua, el canino a su descendencia, el astro al hielo, el frío al calor. Y yo, que no soy ninguna excepción a esta dinámica universal, te extraño a ti.
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