A lo largo
de la existencia, el ser humano conoce personas con las
cuales se empeña en develar primero su alma y no la información trivial que las caracteriza. Esta reflexión necesariamente me transporta unos meses atrás al departamento de la Guajira, cuando viajé como voluntario para enseñar la
lengua inglesa a los niños wayuu, aborígenes de la península, cuyas necesidades
básicas eran poco satisfechas.
Lo primero
que me impactó fue el abrazo tierno de la naturaleza. El ambiente era encantador.
Me sentía constantemente estimulado por el concierto de las olas, las cuales
morían en mis pies mientras recorría la playa, por la brisa inagotable y
besucona de mis pómulos, y mis labios resecados por el sol. Los niños wayuu eran
verdaderamente especiales, me sentía útil enseñándoles las particularidades del
idioma extranjero y parecían disfrutar de la mayoría de las actividades que les
proponía.
En el primer
día, todos los voluntarios fuimos convocados a una reunión con el fin de
conocer las reglas y los compañeros con quienes trabajaríamos. El pequeño salón
estaba atestado de personas de toda Colombia, era una diversidad cultural variada. Hubo alguien, no obstante, que me llamó poderosamente la atención. Era morena, como una digna hija del sol, sus expresivos ojos
marrones rendían un bello homenaje a las semillas del café colombiano; y
su cabello, frondoso y caudaloso, era una sublime alegoría al río Magdalena
cuando se conjuga con el Mar Caribe.
Decidí
intencionalmente sentarme al lado de aquella trigueña de piel azucarada.
Terminada la reunión, tomé la iniciativa y sin preguntarle cómo se llamaba
hablamos de la maravilla de enseñar, del regocijo de ser voluntarios, de los
niños que sufren, de la naturaleza y del olor del mar. Fui adentrándome en su
ser de manera tan extraña sin haber demandado su edad, ni sus gustos musicales sino
abriendo el libro de sus temores, logros, alegrías y frustraciones. No era una
mujer de sonrisas comerciales ni de instintos bruscos, sino alguien que desnudaba su espíritu sin medida.
Los días
pasaban y yo me regocijaba no solamente en mi altiva labor sino en la extraña
relación que mantenía con ella. Cada noche, después de nuestras labores en el
campamento, el tiempo era nuestro. Teníamos la posibilidad de charlar en tres
idiomas, lo cual enriquecía la experiencia de un uso significativo de estas
lenguas. Amaba hablarle en francés porque era el idioma de la literatura, de la
ternura y de la espiritualidad para nosotros.
En cierta
ocasión la encontré sollozando sentada en el piso. Lucía un camisón negro el
cual enriquecía la escena de sus bajos espíritus. Me
acerqué sigilosamente y pregunté qué le sucedía. Había discutido con su novio.
Me relató las dificultades vividas con él, especialmente en el plano de la
intimidad. Quise bucear en el mar de su vida y con el temor de pasar por
imprudente le pregunté el porqué de su desazón. Sorprendentemente me respondió
que tenía dificultades para intimar con él. Esto tenía su origen en una situación
desagradable de abuso vivido en su tierna niñez. Lastimosamente, su frustración
había desencadenado en un bajo interés en la interacción con los hombres, creando
cierta apatía hacia la actividad sexual con el prójimo.
Traté de ser lo más comprensivo posible y le mencioné, no sé si infructuosamente, algunas de las virtudes del sexo masculino. Ella se limitó a escucharme pasivamente. Le indiqué luego que se acostara y descansara ya que al día siguiente nos esperaba una ardua jornada de trabajo en el campamento. La mañana siguiente la sorprendió mejor de ánimo.
Durante los
crespúsculos solíamos caminar por la playa, contemplábamos las estrellas que se
enmarañaban como inconmensurables telarañas. La mejor manera de hacer una
introspección de nuestras vidas era mientras las observábamos. Para ella había
cosas que debían permanecer privadas, pero irónicamente cada día la conocía
más: su difícil trabajo y las extenuantes horas laborales, las extensas noches de estudio, las desventuras de su existencia, su desmedido amor por los
animales y la asombrosa capacidad para amar y aceptar a los demás, pero al
mismo tiempo para olvidarlos y alejarlos de su vida rápidamente.
Pasados dos
meses, el final del voluntariado se acercaba y yo experimentaba una dualidad de
sentimientos: Extrañaba mi tierra y mi rutina pero también me embargaba la
tristeza y la desesperanza al saber que nunca más volvería a verla y nuestra
relación se limitaría a la interacción en redes sociales, donde compartiríamos
pensamientos y una que otra foto.
Aquel día
llegó y la nostalgia de dejar mi trabajo temporal se alió perfectamente con la
lluvia rebelde de aquella mañana. Decidimos partir juntos para el
aeropuerto, ya que nuestros vuelos coincidían en horario mas no en destino;
pues nunca supe cuál era la ciudad en que moraba. Su mirada denotaba la imposibilidad de una próxima oportunidad de encuentro.
Antes de separarnos, recuerdo haberle pedido que nos hiciéramos amigos en nuestras redes
sociales. Sin embargo, y aunque parezca increíble, no había preguntado su
nombre…o quizás no lo recordaba, lo había olvidado, como con otra información
superficial de su vida. Superando mis temores me arriesgué a indagarle
disimuladamente:
– ¿Y cómo te
busco? ¿Cómo te llamas?
– ¿Lo
olvidaste? Ya te lo había dicho. Búscame como Sara Fernández – contestó tímidamente mientras nos
fundíamos en un abrazo fraterno. Comenzamos a alejarnos entre la multitud y
fuimos desapareciendo como el humo que se eleva y se esparce en el firmamento.
No he vuelto
a verla, ni a tener el placer de estrechar su mano. Cuando establecemos
contacto en línea, compartimos imágenes de nuestra estadía en aquel lugar
mágico donde coincidimos. Debo confesar que sus fotos las guardo con especial
cariño porque evocan momentos inolvidables del voluntariado. Con ella he
aprendido a ser más sensible y reflexivo, a admirar su belleza de manera
distinta, a trascender de su físico. Más que conocer sobre su vida diaria, me
empeño en explorar su ser interior y en comprender los misterios que
habitan en sus temores, deseos, pasiones, fracasos y alegrías.
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