La aguja del velocímetro bordeaba el límite permitido legalmente. A veces pienso que el tiempo es mi mortal adversario, pues es extraña la ocasión en que llego puntualmente a mi sitio de trabajo. Y como de costumbre, Neiva era bañada por la inclemencia del sol. Eran las 16:25 y debía estar a las 16:30 iniciando mi clase de inglés. El semáforo que percibía a la distancia me saludaba con su verde luz, pero la desilusión se apoderó de mí cuando el foco amarillo me hizo una especie de gesto obsceno. Me vi obligado a detenerme. Otro en rojo, qué mala suerte la mía. Miré alrededor, el hospital, los elefantes blancos de la torre materno-infantil y el estadio, la pancarta anunciando la construcción del intercambiador vial, los indigentes, vendedores, malabaristas…la típica escena que nos entretiene mientras la luz verde nos autoriza a continuar nuestro camino.
Mientras seguía echándome de enemigo al tiempo, maldiciéndolo porque la espera en esa esquina era eterna, se me acercó un hombre, cuya existencia en el mundo rondaba los cuarenta años. Su piel estaba carbonizada por las caricias del astro rey, su cabello castaño lucía desordenado y la notoria ausencia de la parte inferior de su pierna izquierda era reemplazada por una vieja y corroída muleta.
– Buenas patrón, para pedirle una ayudita, soy desplazado por la violencia, perdí la pierna y no tengo pa’ comprarme unas muletas nuevas, ve. Dios me lo bendiga.
Azotado por el afán y la desesperación, simplemente le contesté que no tenía dinero. Se alejó y continuó repitiendo el mismo discurso a otros que esperaban el cambio. Llegué a mi lugar de trabajo con retraso y el día transcurrió normalmente hasta llegada la noche. Al arribar a mi apartamento, y pensando en lo acaecido en aquella jornada, este hombre visitó mis pensamientos y consideré que podría ser una fuente de inspiración muy interesante para mi primera novela. Decidí entonces intentar establecer contacto con el fin de conocer un poco más sobre sus hazañas.
Una semana después, y mientras me dirigía nuevamente a mis clases, encontré de nuevo al señor, y sin la premura del tiempo, pues tenía dos horas de ventaja, me detuve en aquella intersección, estacioné mi motocicleta cerca a La Toma y me dirigí hacia él. Se encontraba pidiendo dinero y mientras la luz daba paso a los conductores, yo lo esperaba en el separador. Cuando terminó su labor se dirigió hacia mí con una mirada inquisidora.
– Señor, ¿usted me puede regalar unos minutos? – le solicité.
Noté que su espíritu se conturbó y se llenó de desconfianza. Al demandarme para qué lo necesitaba, le expresé la intención de indagar sobre su vida con el fin de alimentar mi experiencia sobre el fenómeno del desplazamiento forzado para posteriormente escribir mi obra literaria. Luego, y de manera algo orgullosa, me dijo que las entrevistas con él tenían un valor. Explorando mis bolsillos, encontré un billete de cinco mil pesos, el cual accedí a dárselo con el fin de pagar los derechos exclusivos de la conversación que se avecinaba.
Se llamaba Genaro, era originario de Santander de Quilichao y víctima del conflicto armado, ya que las FARC lo habían obligado a abandonar su vivienda que se localizaba en el casco urbano de este municipio caucano. Tenía sólo 24 horas para hacerlo. Hubo una pausa y un sismo se adueñó de su voz. Noté en su mirada la indignación ante el infortunio del desarraigo y el posterior desmoronamiento de su porvenir luego de tan lamentable suceso.
Años antes del abandono de su tierra, según me dijo, había perdido su pierna izquierda en un campo minado. La compañía de caña de azúcar donde trabajaba lo indemnizó y desde entonces no había encontrado un empleo estable. Decidió venir a Neiva motivado por una oferta laboral en la empresa de aseo de la ciudad, siendo infortunado el desenlace, pues nunca fue contratado. Agobiado por la necesidad de comer y darle refugio a su familia, y después de múltiples intentos fallidos por formalizarse laboralmente, decidió simplemente establecerse en el semáforo a ‘vivir de la caridad’ pidiendo dinero a los transeúntes.
– Me ha tocado voltear oís – me afirmó después de narrar toda su historia.
La luz había estado en rojo dos veces pero prefirió charlar conmigo; pensando que los cinco mil pesos serían más rentables que levantarse a pedir monedas. En el tercer cambio decidió hacerlo y me solicitó el favor que lo esperara porque no había terminado de contarme su crónica. La luz volvió al estado de detención y Genaro se devolvió al separador. Se disponía a proseguir su relato cuando dos agentes se acercaron a bordo de una motocicleta y solicitaron nuestros documentos. La intranquilidad de Genaro era evidente y consideré la posibilidad de que él tuviese antecedentes legales. Revisaron nuestras cédulas, digitaron los números en sus celulares, nos las devolvieron, agradecieron y se alejaron con la pleitesía del verde que se reflejaba sobre la vía. Le pregunté a Genaro por su inesperada reacción y me manifestó que los odiaba, pues habían sido desconsiderados con él en el pasado. Ante el desentendimiento que su afirmación causaba, le pregunté por qué pero, infortunadamente, no quiso dar ninguna información adicional.
Su quehacer era penoso y doloroso. La muleta y su oxidación eran testigos perennes de la difícil rutina que le tocaba vivir. Cada semáforo en rojo era una nueva oportunidad para obtener algunas monedas. En ese momento reflexioné sobre lo relativo que es el paso por este planeta: para mí, era sinónimo de desesperación y angustia cuando iba apurado a mi trabajo. Para Genaro, el rojo denotaba esperanza, porvenir, sostenibilidad económica. Quise colaborarle, ayudándole a ponerse de pie y a caminar entre los autos y motos, pero bruscamente me alejó de él argumentando que no lo tocara, que él podía hacerlo solo y no requería la ayuda de nadie. Supuse que no quería causar lástima.
Observé a una mujer que se acercaba con un letrero colgante en sus hombros, con faltas de ortografía, donde decía que era desplazada. Venía acompañada de dos niños y una bebé que reposaba en sus brazos.
– Mirá, te presento a mi mujer y a mis hijos – dijo Genaro.
La mujer me saludó con indiferencia; aquella misma que aplica la sociedad, incluido yo, al hacer invisibles a estos seres humanos en las cálidas calles de la ciudad. Su mirada denotaba rencor, quizá por el pesado mazo de su vida. La bebé rompió en llanto producto del hambre que invadía su diminuto cuerpo. La esposa de Genaro la reprendió, como si entendiera a la perfección. Le dijo que había acabado de comer y le puso el pecho derecho en su boca. Instintivamente, la niña succionó y sus lágrimas se transformaron en un plácido silencio que se le manifestó agradablemente en el rostro.
– Genaro, necesito plata. Tenemos hambre. Mostrá a ver qué has recogido…
Tímidamente, sacó de su bolsillo unas monedas y el billete de cinco mil pesos y se los dio. La señora los tomó, se hizo la bendición con el efectivo en la mano, se despidió de nosotros y fue desapareciendo con su descendencia por la Avenida la Toma hacia el centro de la ciudad.
Este alejamiento contrastó con la llegada, nueva y extrañamente, de los dos policías. Ante la mirada despectiva de Genaro y confusa de la mía, los agentes le increparon que dejara de pedir monedas y que empezara a trabajar honradamente. Tenían testimonios que él estaba engañando a la gente de manera descarada y que si lo volvían a ver en algún lugar pidiendo dinero, procederían a llevarlo a la estación.
Ante mi sorpresiva repulsión y luego de comentarles la situación de aquel hombre, los oficiales no paraban de reírse.
– No le crea todas las pendejadas que le dice – afirmaron – hay videos de las maromas que hace el señor para ‘ganarse la vida’.
A Genaro lo invadió el nerviosismo, escupió a uno de los policías y huyó con la dificultad de no tener uno de sus miembros inferiores. Pensé que había sido una desafortunada reacción de su parte, dada su limitada condición física. Pero lo hizo de una manera tan magistral y hábil que rápidamente desapareció de mi vista. Logré verlo nuevamente a tres cuadras de distancia y lanzando con furia la oxidada muleta, se bajó el pantalón y sorpresivamente apareció la parte inferior de su pierna izquierda, la cual estaba perfectamente doblada y atada con cabuyas que desamarró hábilmente. Con la rabia contenida en su interior y exteriorizada en sus palabras, les gritó a los oficiales:
– ¡Qué problema con estos hijueputas que no dejan trabajar!
Y así emprendió la huída hacia el sector del barrio La Libertad. Los policías decidieron no perseguirlo y con tono burlesco me dijeron:
– Ahí tiene a su "desplazado".
Algunos curiosos transeúntes grabaron la escena con sus dispositivos inteligentes. Estos videos merodean en las redes sociales. La inmovilidad de mi cuerpo relataba el estado de estupefacción del hecho acaecido en aquella tarde. A Genaro no lo volví a ver. Quizá sea el morador de un nuevo semáforo en otra ciudad. Aun así, cada vez que me dirijo a mis clases de lengua inglesa y paso por la inolvidable intersección, es inevitable dejar de pensar en él, en esa mezcla de pobreza y engaño que es su vida.
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