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Padre banco

Era bastante. Una semana sin ver a su primogénito se convertía en una dolorosa agonía porque deseaba poder estar con él todos los días de su vida. Hacía dos meses Arturo visitaba a Josué, su hijo interno en prisión por un crimen que, según su progenitor, no cometió. Y muy seguramente era cierto, pues su aura no denotaba intención alguna de haberlo cometido. Los intentos por liberarlo de aquella ignominia habían sido infructuosos y allí estaba, condenado a 25 años de oscuridad. El sábado era, durante 120 minutos, su único momento feliz, pues nada más alegraba su estado de ánimo que verlo, así él se encontrara en el pozo de la infelicidad. 

La fila al exterior del pabellón se perdía en el horizonte pero su alegría crecía proporcionalmente con la cercanía de la entrada. Era una prisión hermosa, amplia y pulcra pero llena de tristeza. Al ingresar, le llamó la atención que los reos poco o nada interactuaban entre sí. Era como si cada quien habitara en una isla donde la comunicación era imposible. Le costó trabajo entender cómo en tan reducido espacio los convictos estaban separados por años luz de distancia. Por su parte, la celda de Josué estaba bellamente decorada con todo lo necesario para él. Sin embargo, la condición inerte de los objetos convertía su estadía en un acto además de injusto, solitario. ¿Cuál sería la razón de proveerle tantas comodidades cuando su espíritu se retorcía en el abandono? Arturo se acercó sigilosamente, como contando los pasos, mientras la dragoneante cerraba la reja. Josué yacía acostado en la cama, con sus extraviados ojos negros observando el pálido y gris concreto del techo, como perdido en su propio cuerpo. Contrario a lo que pensaba Arturo, al acusado lo caracterizaba un aceptable semblante.

La felicidad se manifestó en caudalosos ríos que bajaron por las mejillas de Arturo al establecer contacto visual con su hijo. Se fundieron en filiales abrazos mientras se decían cuánto se amaban y extrañaban. Como Josué lucía sucio, Arturo sacó el pañuelo de su pantalón y le limpió el olvidado y demacrado rostro. Luego drenó sus lágrimas con la misma tela. Josué, por su parte, no paraba de maldecir a los verdaderos culpables de tan atroz crimen mientras continuaba mirando hacia el techo y agarraba fuertemente el crucifijo de madera que descansaba en su pecho.

Arturo le pidió abandonar aquellos pensamientos y le dio ánimo. Le manifestó que su presencia en casa era anhelada y que estaba moviendo cielo y tierra para liberarlo. Para él, su sucesor estaba en una especie de exilio, aquel de la mirada tierna cuando partía al trabajo, de aquellos brazos que encerraban su cuello cuando de sus labores llegaba y de la curvatura de sus labios como consecuencia de las tiernas caricias que le daba. Aunque trataba de ocultarlo, la ausencia de Josué en el hogar convertía a Arturo en un hombre laboralmente exitoso, con más tiempo para él mismo, pero tremendamente infeliz y solitario. Desde el divorcio con su exesposa y la posterior condena de su hijo, su morada se había convertido en un mundo de incontable soledad.

Hablaron sobre lo acaecido en el tiempo que no se habían visto. Arturo le resumió su semana laboral como docente y las dificultades que tuvo con un estudiante que le reclamó airado por una calificación. Josué habló de la buena comida que había recibido. Le propuso a su papá que cantaran, quizá con el fin de hacerle un desquite a la imperante tristeza que caracterizaba sus historias de vida. Era común que Josué se sintiera como un niño cuando Arturo lo visitaba. Su presencia se convertía en un elemento catalizador de tranquilidad; un momento de relajación, de olvido, de burla al inaceptable castigo del que era víctima.

Una vez compartidos los sentimientos de afecto, reflexionaron sobre la inexistencia de la libertad. Llegaron a la conclusión que en realidad ésta no existía, sino que era una utopía de la mente, pues, según su charla, el ser humano era ineludiblemente esclavo de algo o de alguien. No obstante, ningún crimen había oscurecido la vida Josué para que mereciera la privación física de su libertad. Arturo le prometió a su hijo que haría todo lo posible para liberarlo mediante el aporte de pruebas necesarias y la asesoría de un buen abogado. Un espíritu de holgura invadió a Josué mientras sus lágrimas volvían a inundarle el rostro. Su papá lo besó afectuosamente en la mejilla y ante la mirada seria de la dragoneante, que era como una ruidosa alarma marcando el final de las dos horas de visita, se desprendió de él con una caricia en la cara…

Mientras se dirigía a la salida, Arturo pensó en la ironía de sus sensaciones. Ingresar era sinónimo de un regocijo incontenible y abandonar se convertía en desasosiego y en una eterna espera para volver a ver a Josué. Fue cuando recordó que la artífice de aquella restricción había sido la directora. La despreció en su mente por la injusticia de sus políticas carcelarias, pues otros internos tenían mejores privilegios que su hijo. Los intentos por mejorar dicha situación habían sido estériles. Le había enviado numerosas solicitudes pero no obtuvo respuesta satisfactoria. Ella se excusaba en que eran políticas del centro penitenciario y que el interno en cuestión no tendría ninguna clase de trato especial. Lo cierto era que los demás tenían derecho a dos visitas semanales de tres horas cada una. Sin aparente motivo, este tiempo lo había disminuido a Josué. Arturo había decidido no luchar más contra la corriente y en una cita que acordó con la directora, firmó el documento donde se limitó a los 120 minutos semanales. El sábado siguiente, que se veía como en otro continente, le dibujó una señal de esperanza y lo invitó a ver al condenado para abrazarlo, amarlo y esperanzarlo por una pronta liberación.



Comentarios

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  2. Muy buen escrito. Me gusta que estés explorando nuevas temáticas y paradigmas, pero siempre con un toque muy realista y humano.

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    1. Muchísimas gracias por tu comentario, apreciada Geraldine. Me alegra que hayas disfrutado esta alegoría.

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