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Es consecuente pensar que durante una guerra las víctimas fallezcan a causa de disparos o misiles lanzados por el enemigo o cuando en el campo de batalla perecen los de un bando en particular sin haber sido hecho un solo disparo. Tal fue el caso del cabo Bryan Luck cuando recibió la que sería su próxima (y última) misión. La expresión de su rostro reflejaba la más intensa angustia mientras leía el informe de la que sería la operación más difícil, y hasta suicida, de su carrera en el ejército de los Estados Unidos ubicado en la zona desmilitarizada de Corea del Sur. Le costaba trabajo creer que de los 40.000 efectivos americanos en dicho territorio, fuese él y sus tres compañeros los elegidos para tan desesperanzadora misión. Pero órdenes eran órdenes y no existía cabida para la negación. Resultaba más sencillo atravesar el ‘puente del no retorno’ y unirse a las tropas norcoreanas que retar a sus superiores a no llevar a cabo el operativo.
El cabo debía perforar la línea de demarcación militar, ingresar a la superficie boreal de la zona desmilitarizada, recorrer 12 kilómetros hasta el poblado de Kijŏng-dong, extraer documentos clasificados de Corea de Norte sobre la construcción de túneles que tenían como objetivo incursionar en Corea del Sur y regresar al punto de extracción cerca al río Imjin. El informe revelaba que dicho lugar norcoreano era en realidad un vestigio fantasma e inhabitado. Desde el costado sur, se observaban personas y luces que se prendían al anochecer, mas luego de una extensa investigación se concluyó que los habitantes en realidad eran muñecos y que las luces se encendían con temporizadores. Lo realmente valioso de Kijŏng-dong era su área industrial, la cual camuflaba un cuartel militar norcoreano con la información que debía sustraer Bryan Luck.
El cabo tenía a cargo a tres de los mejores militares del ejército estadounidense. Uno de ellos era Mark González, dominicano nacionalizado, quien había llegado a la frontera hacía 3 años. Steven Wilson, por su parte, era el más antiguo en la zona, pues bordeaba la década de permanencia en aquel terreno hostil. John Peterson era el menor de todos, contaba con escasos 27 años de edad y su felicidad era inmarcesible al saber que en dos meses retornaría a su país de origen para contraer nupcias con su prometida Linda. Cuando el cabo Luck informó sobre la operación a los hombres que tenía subordinados, la desesperación y la angustia también se apoderó de todos ellos. Luck trató de darles ánimo utilizando trasnochados discursos de patriotismo y valentía nacional. Nadie quería realmente estar en tan peligrosas condiciones.
Finalizados tres meses de arduo entrenamiento, donde se analizaron los protocolos de ingreso, substracción y retirada, los cuatro agentes aprendieron, prácticamente de memoria, lo que debían hacer. El comando de las Naciones Unidas les suministró la ruta más segura, donde la presencia de oficiales norcoreanos y de minas antipersona sería mínima hasta alcanzar Kijŏng-dong. El mismo camino serviría, naturalmente, para regresar y estar a salvo. El inicio de la incursión acaeció en Daesong-dong, aldea de Corea del Sur. A cada uno de los cuatro valientes se le dotó de cuchillos, GPS, carabinas M4, visión nocturna y uniformes militares invisibles, que ya habían pasado las pruebas y estaban listos para ser utilizados en campaña. El cabo Luck llevaría adicionalmente un pequeño detector de minas. El equipo partió hacia el sur de Daesong-dong a las 2200 horas y algunos kilómetros más adelante se detuvo cerca al río Imjin. En la orilla sur del afluente otros militares tenían preparados implementos camuflados que permitirían perforar el cerco electrificado en la línea de marcación militar. Había cables de diferentes grosores, alicates, cortafríos, un fragmento de malla metálica y un inhibidor de corriente. En el entrenamiento habían aprendido cuál era la funcionalidad de cada uno de estos implementos en el proceso de sabotaje al cerco eléctrico. Activaron sus uniformes invisibles y visores nocturnos. Recogieron el arsenal necesario y atravesaron el río Imjin nadando, ya que el ruido del bote alertaría al adversario.
El uso de los nuevos uniformes era incómodo para el cabo Luck y los demás, pues cubrían la totalidad de su cuerpo. Sin embargo, era la única manera de sobrevivir en medio de la tensa línea de marcación militar. A pesar de la espesa penumbra de la madrugada, la línea divisoria de las dos Coreas estaba constantemente iluminada, no existía un solo día del año en que estuviera oscura. Se dirigieron a la cerca electrificada e iniciaron el proceso de perforado. Todo fue extremadamente preciso pero a la vez peligroso. Un comando del ejército aliado interrumpió el suministro eléctrico en la frontera, el cual afectó a la tropa enemiga, turbándola y alertándola sobre la rareza de aquel acaecimiento. Los comunistas ordenaron inmediatamente encender el generador eléctrico portátil, el cual entraría en funcionamiento en 60 segundos. Fue el minuto más angustiante en la existencia de Luck, pues su sudor se derramaba por los costados de su cabeza a medida que González, Peterson y Wilson cortaban el cerco, creaban un circuito en paralelo entre la malla adyacente y los cables que portaban para ingresar a Corea del Norte. Pasado el minúsculo tiempo de oscuridad, la electricidad regresó sin registrar aparentes alteraciones en la cerca eléctrica. Era una pequeña victoria del cabo Luck sobre el enemigo, pues él y sus compañeros estaban en el violento estado adversario.
Lo que vieron era lo de esperarse según el estudio previo que habían realizado los satélites. La llanura que se extendía a la vista era rodeaba de pocos árboles y el suelo presentaba un avanzado estado de erosión. Con la ayuda de sus GPS, prosiguieron su senda hacia la villa de Kijŏng-dong. Su paso era acelerado, pues a las 0500 horas debían estar de vuelta en el punto de extracción. Bryan Luck lideraba el grupo con su detector y sus camaradas pisaban exactamente detrás de él con el fin de evitar indeseables explosiones que acabaran con sus piernas o sus vidas. Caminados los primeros tres kilómetros, el equipo comenzó a percibir un olor similar al gas metano. No le dieron demasiada importancia, pues era común que éste escapara debido a la minería en la región. No obstante, Mark González comenzó a sentirse mal y manifestó dolor de cabeza a su superior.
– Creo que voy a vomitar – dijo.
Sus pupilas lucían dilatadas y la sangre salía copiosamente de su nariz y boca al punto de tener que abrir su traje para escupir. La inhalación del gas provocó una hemorragia interna en el soldado. No era este gas metano sino otro de naturaleza tóxica. La angustia se apoderó del cabo Luck mientras su compañero le decía:
– ¡Me muero mi cabo, no puedo respirar!
Al cabo de unos minutos, Mark yacía en el suelo, con las manos sobre su cuello, como intentando practicarse una traqueotomía, rodeado del escarlata líquido que le daba un horroroso toque a la escena. Sus hombres arrastraron el cuerpo y lo escondieron en un pequeño bosque. No podían entender cómo el haber inhalado aquel gas había desencadenado en Mark una vasodilatación que lo conllevó a la muerte. Más extraño aún era el hecho de que ninguno de los tres restantes había salido afectado. A pesar de su profundo lamento, Luck motivó a sus dos acompañantes restantes a continuar con la tarea encomendada. Había prisa y no tiempo para lamentaciones.
Terminada la planicie, llegaron a una región adornada de montañas. Debían trepar la ladera sur y descender por el costado contrario para llegar al destino final. Continuar por la llanura era extremadamente peligroso debido al incalculable número de enemigos y puestos de control. El lugar lucía poblado de árboles y especies vegetales que crecían felices, pues el humano pocas veces perturbaba aquel territorio. Para el grupo fue desconsolador encontrar restos de colegas surcoreanos que yacían en la espesura de la maleza. Lo sabían a pesar de ser sólo esqueletos lo que observaban, pues los uniformes revelaban los distintivos de dichos combatientes. La escena se complementaba con los alejados aullidos de leopardos de Amur y el canto de las grullas de corona roja. En el trayecto también encontraron publicidad, muy probablemente arrojada desde globos aerostáticos en la cual invitaban a los norcoreanos a cruzar la línea de marcación militar libremente con el fin de ser recibidos como hermanos y liberarse del dominio del imperio de Kim Jong-un.
La ruta de ascenso a la montaña continuaba y Luck vigilaba celosamente su detector. Debido al espesor dominado por las especies vegetales, abrir el sendero con los cuchillos se convertía en una tarea agotadora para los forasteros. A pesar de su estricto entrenamiento, Steven Wilson mostraba signos de cansancio. Su cuchillo no se movía tan ágilmente como los de sus compañeros. Decidió de esta manera luchar contra la maleza abriéndose camino con su humanidad. En el transcurso de esta lucha, una espina de considerable tamaño perforó su uniforme y rasguñó su brazo izquierdo. Wilson emitió un pequeño quejido que alteró a sus camaradas.
– Estoy bien, sólo fue un rasguño mi cabo.
Considerando que su condición no era grave, el grupo decidió continuar. Todo iría bien si Steven Wilson se hubiese lastimado con cualquier otro tipo de espina menos esa, pues al cabo de una hora el músculo de su extremidad empezó a carcomerse por sí mismo, como si se le hubiera aplicado un ácido o una súper-bacteria hubiese penetrado en él.
– ¿Qué es esto por Dios? Ayúdenme ¿Qué es eso que come mi brazo?
Luck y Peterson miraban estupefactos. Wilson no dejaba de gritar y los dos oficiales temían que fueran descubiertos por el sonido generado. La desaparición de la carne de su brazo fue tan rápida que después de pocos minutos Steven Wilson tenía el húmero izquierdo expuesto y una incontenible hemorragia que causó su deceso. Al momento de abandonar al fallecido, notaron con horror cómo se roía todo el brazo y parte del esternón del afectado. Evidentemente, los norcoreanos escucharon el estruendoso lamento y emprendieron la búsqueda de los entrometidos. Activaron las sirenas y se escuchaban órdenes indicando el cerramiento del perímetro.
Los sobrevivientes, presos de la desesperación, se dispusieron a descender la montaña. Habían sido descubiertos y ahora su único objetivo era salvar sus vidas. El detector de minas quedó junto al esqueleto de Steven Wilson. Estaban expuestos. Peterson adelantó a su superior ignorando la orden de éste de no hacerlo. Su desobediencia lo precipitó a que cayera en una trampa en cuyo interior había pinchos de madera y acero. El excremento untado en sus aristas incrementó rápidamente la infección de las heridas. Suplicó por ayuda a su cabo, pero éste se encontraba ya varios metros alejado en la espesura de la ladera de la montaña.
– ¡Sácame de aquí mi cabo, no me deje solo! – Sollozaba desesperadamente.
Luck no tuvo otra opción que esconderse detrás de los árboles, contemplando la tenebrosa escena de los rivales llegando a la trampa. Debido a las mortales puntas, el uniforme invisible de Peterson había perdido su propiedad, dejándolo expuesto y moribundo. Se sentía como una rata en un diminuto balde y suplicaba por su vida para que los dictadores no le dispararan con las Kalashnikov que portaban. Los enemigos se burlaban de él despiadadamente y hablaban entre sí:
– Llevémoslo para interrogarlo – dijo uno.
– No alcanza a llegar a Kijŏng-dong, está muy malherido – respondió su superior.
Estaban todos de acuerdo que lo dejarían desangrarse. Según el armisticio, tenían plena licencia de asesinar, o dejar perecer, a quien invadiera su tierra. A la distancia, Luck rechinaba sus dientes mientras el enemigo observaba plácida y sonrientemente la manera como la víctima perdía la sangre con sus muchas estacas infectadas e incrustadas en su humanidad.
– ¡Debe haber más intrusos, busquen! – Ordenó el capitán del régimen.
Luck por su parte se retiró hacia la ladera sur de la montaña. Trepó un árbol y descansó allí durante una hora, asimilando todo lo que había sucedido. Era inexplicable el deceso de sus hombres de esa manera tan peculiar. Ni un disparo, ni una mina antipersona, ¡ni siquiera electrificados en la cerca! El militar mostró preocupación por su seguridad, por su vida. Había tomado la decisión de volver, de regresar al punto de extracción. Sus superiores entenderían las causas del aborto de la misión. Esperó dos horas y descendió del árbol. En la lejanía percibió a Kijŏng-dong, aquel pueblo fantasma con su prepotente mástil del que colgaba victoriosa la bandera de Corea del Norte. Tenía que reconocer que esta batalla la había perdido y que estar vivo era simplemente una especie de milagro. Corría hacia el sur tratando de recordar el mismo trayecto por donde entró con sus ‘privates’. Los imponentes parlantes del municipio se encendieron y dieron aviso a todas las tropas del sector para que iniciaran la búsqueda de demás integrantes del ejército de los países aliados.
Culminando la ladera sur de la montaña, Luck escuchó lo que sería el sonido de leopardos de Amur que había identificado horas atrás. Restó importancia a que lo persiguieran dichos felinos, pues su traje invisible lo protegería. Lo que no consideró el cabo fue que su olor atraería a estos animales salvajes, cuyo rugido se escuchaba más cerca. Pudo ver a dos que merodeaban a escasos metros de él. Eran extraños, no se asemejaban a la especie porque estaban erguidos en dos patas y carecían de pupilas. Sus ojos solamente poseían iris verdes fosforescentes. Luck reflexionó sobre la posibilidad de una mutación genética de estos animales causadas por el ejército rival. Sintió temor y continuó corriendo hacia el sur. Lo hizo hasta que sus piernas no dieron más. Accionó su carabina M4 hacia las salvajes criaturas pero esto hizo revelar su ubicación a las tropas enemigas. Sorprendentemente, los felinos se escabullían inteligentemente entre los árboles, como si poseyeran una inteligencia similar a la humana. Éstos se acercaban peligrosamente a la humanidad del cabo. Terminados sus 30 cartuchos y mientras cambiaba su proveedor, Bryan Luck quedó a merced de la hambruna de los leopardos humanoides, quienes destrozaron su uniforme y su figura. Los animales parecían sonreír tenebrosamente mientras escupían los huesos de Luck en la intersección de la montaña y el llano.
Como era de esperarse, el régimen de Pyongyang acusó a Seúl de la intervención ilegal de sus tropas a su territorio. Evidenció lo dicho mostrando el cadáver apuñalado de Peterson y aquel desangrado de González. Los norcoreanos también habían recogido los restos óseos de Wilson y Luck. El comando de las Naciones Unidas, por su parte, negó el hecho y calificó lo manifestado por Corea del Norte como un vil montaje para desestabilizar la paz de la región y tener la excusa perfecta para el inicio de una guerra nuclear. No obstante, cinco días después de la fallida campaña, los más altos funcionarios de Corea del Sur y Estados Unidos se reunieron secretamente en la ciudad austral de Busan donde se les rindió homenaje a los cuatro soldados caídos. En el acta, que es de carácter clasificado pero a la que tuve acceso para contarles esta historia, están descritos todos los pormenores de la misión y del posterior homenaje.
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