Hay ocasiones en las que el desempleo nos obliga a hacer cosas impensables, pues las necesidades básicas no dan espera, más cuando eres el padre soltero de un niño que necesita comer. Había sido despedido sin justa causa como profesor de inglés y la indemnización recibida solventó algunos meses de subsistencia. Realmente estaba buscando trabajar en lo que fuese necesario, pues el dinero era urgente menester. Una tarde, mientras el sol se regaba plácidamente por las calles del barrio M* observé un anuncio que pendía del matadero municipal de Neiva, en el cual ofrecían un puesto como auxiliar. No lo dudé, apliqué y lo obtuve al cabo de una semana. Las labores eran bastante arduas y aunque el contacto con la carne de los animales era nuevo para mí, mi pequeño infante era el motivo principal que avivaba mi nueva vida laboral.
Mi jefe se llamaba José Bacca. Era un señor serio, de pocas palabras y extremadamente exigente con la normatividad del matadero. El lugar había sido sancionado un par de veces por la Alcaldía de la ciudad y una tercera sería lamentable para todos. Era así que la pulcritud y el orden eran sus principios orientadores. Había un cuarto que permanecía permanentemente cerrado y don José era el único que tenía acceso a él. Ninguno de mis compañeros tenía permitido el ingreso.
En cierta ocasión, mi patrón, producto del descuido y del afán al contestar una llamada telefónica, olvidó asegurar la puerta. Debió salir apresuradamente y se excusó con todos nosotros afirmando que se le había presentado un inconveniente personal. Al ver su auto alejarse hacia el oriente de la ciudad, la curiosidad se adueñó de mí y decidí explorar el enigmático sitio.
Contrario al resto del desolladero, aquella pieza estaba completamente sucia e inspiraba temor. Detrás de la entrada, que por el lado nuestro era tan brillante, la cara posterior de la puerta lucía oxidada y de ella pendía un letrero escrito con un líquido escarlata que decía “Habitación de la eterna tortura”. Era característico el olor nauseabundo de putrefacción y el desorden se manifestaba con la desmedida cantidad de vísceras que yacían en el suelo. Tenía dificultad para caminar, pues mis botas se adherían al piso producto del contacto con la sangre encomiada al viento. Observé que en el costado derecho del recinto había una especie de altar iluminado con seis velas y un aviso en la parte superior que decía “Piense en sus pecados”. Al acercarme, la fetidez se incrementó siendo más evidente que lo que percibía mi olfato era excremento.
Mi mente se hinchó como una galaxia y no aguanté más. Aterrorizado, me dispuse a abandonar ante el temor de que José Bacca volviera y me encontrara en su secreta guarida. Mi confusión se multiplicó aquella noche al llegar a casa: ¿qué era eso que había visto en el matadero? ¿Qué clase de cosas sucedían en ese lugar? Consideré la opción de renunciar debido a la inseguridad que podría generarme, mas al mirar a mi hijo que me pedía su leche, aquel pensamiento se difumó sagazmente mientras lo alimentaba. Era simplemente cuestión de no meterme en lo que no me importaba.
Al cabo de una semana, me encontraba laborando cuando don José arribó con un saco negro, grande y pesado, pues con dificultad lograba moverlo. Abrió la cámara y se adentró en ella. Era la hora de finalización de la jornada y mis compañeros estaban reunidos en la calle, donde doña Jacinta bebiendo cerveza. Pasados unos minutos escuchamos un ensordecedor grito, como una especie de lamento desesperado seguido de un perenne silencio. Me acerqué, reposé mi oído en la puerta y noté que se abrió. José Bacca no la había asegurado. Sigilosamente, determiné entrar con el fin de indagar lo que realmente sucedía.
Una vez más, la pestilencia del estiércol se apoderó de mi nariz. Me escondí detrás de una de las canecas de desechos y, con alterado miedo, percibí la escena que acaecía. Mi jefe estaba pulcramente vestido con su respectivo casco, tapabocas, albo uniforme, delantal y botas. Portaba un cuchillo ensangrentado en la mano izquierda y una pistola paralizante en la derecha. Vi en el altar la horizontal e inerte figura de un cuerpo humano. Don José trazó un corte en la yugular carótida con el fin de desangrar su víctima. Recuerdo ver las heces saliendo copiosamente del ano de aquel cuerpo. Cuando la última gota de sangre besó el asqueroso suelo, don José dejó el aturdidor sobre una mesa y destrozó el cadáver en cinco partes con un cuchillo más grande. Separó la cabeza y las cuatro extremidades del tronco. Tomó la cabeza y la arrojó al recipiente de subproductos no comestibles. Procedió luego a extraer los órganos internos de la víctima y los depositó en la misma caneca.
Despellejó los brazos, las piernas, el tronco y arrojó la piel al solado. Su afilada hoja metálica comenzó a separar los tejidos óseos de los músculos, formando canales. Hizo reposar su instrumento cortante en la mesa, enseguida del taser, y ubicó los trozos de músculo en ganchos, los cuales lucían como carne a la venta. Los huesos retumbaban clamorosamente al hacer contacto con el recipiente metálico que los recibía. Don José lavó los canales con una manguera que expulsaba agua a presión, los desinfectó con ácido cítrico, los dejó secar y los introdujo en una pequeña cava de refrigeración que allí se hallaba. Parecía terminar su trabajo, pues se quitó los guantes y venía hacia la salida. Debí regresar y abandonar rápidamente. Me incorporé disimuladamente con mis compañeros quienes aún permanecían donde doña Jacinta. Al verme, demandaban la razón de mi pálido rostro. Solamente quería tomarme muchos tragos y que la consecuente ebriedad me hiciese olvidar lo que acababa de ver.
Al cabo de dos días, José Bacca ingresó nuevamente a la habitación de la eterna tortura, la abandonó media hora después con carne empacada al vacío y las introdujo en el camión distribuidor. Arrojó otra bolsa en el área de manipulación de subproductos no comestibles. Me dirigió la palabra comentándome que iría a hacer una entrega. Tímidamente asenté con la cabeza. Encendió el vehículo y se fue alejando hacia el norte. Mi estupor era indescriptible y estaba muy confundido. Le solicité al otro auxiliar que me cubriera y decidí seguirlo en mi motocicleta. José Bacca se detuvo en el restaurante A* y extrajo el domicilio para entregarlo. Permítaseme aclararle al lector que este lugar A* es bastante reconocido en Neiva, pues rinde homenaje a la comida típica del departamento del Huila, siendo su especialidad el asado huilense. Sin más espera, y temiendo un desenlace fatal, decidí llamar a la policía. Les narré el crimen cometido por don José y la ubicación del asesino.
Quince minutos más tarde, una patrulla motorizada arribó al lugar de los hechos. Me acerqué para atestiguar el procedimiento sin que nadie lo notara. Los oficiales requisaron el camión e informaron a mi jefe sobre la denuncia que habían recibido. El rostro de estupefacción de la administradora del restaurante era enigmático, pues eran muchos años los que llevaba contratando con el degolladero municipal. A José lo llevaron a la URI, no lo arrestaron pero le informaron que no podía abandonar la ciudad y que el pedido estaba en cadena de custodia.
Naturalmente, renuncié a aquel empleo y encontré otro como docente de bachillerato en el sur de la ciudad. Pasado un mes, la noticia se publicó en el diario O*. El texto narraba que el material analizado contenía restos humanos e iba a ser comercializado como carne de cerdo para las festividades sampedrinas. La lamentable noticia narraba igualmente que al momento de efectuar la captura de José Bacca, éste ya no se encontraba en el matadero, pues a los empleados les había informado que se iba de vacaciones.
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