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Diluvio retador


Desde que el tonal domina mis sentidos, he tenido una fascinación excesiva por el agua. Es su esencia tan sencilla que prefirió no vanagloriarse  con ningún color o sabor extravagante. Anhelada es por los investigadores, quienes esperan hallarla en estado líquido para teorizar sobre otras civilizaciones en el universo. No puede mi ser borrar aquella pretérita clase de filosofía con el profesor Farith, cuando de sus labios emanaron lo dicho por Tales de Mileto siglos atrás: el origen de todo es el agua. Es inevitable borrar del pizarrón de mi memoria la historia de Jesucristo transformándola en vino, o la lanza atravesada por el centurión en su costado, del cual salió el vital fluido. Es como si esas remembranzas las hubiesen plasmado con la más indeleble tinta en la ‘schemata’ de mi mente.

Basta con recordar las horas enteras en que, desafiando la autoridad de mi madre, ondeaba mi figura en la alberca de la casa durante el génesis de mi existencia. Ella no toleraba que lo hiciera por una prolongada duración porque paradójicamente mi condición asmática me aquejaba. Una tormenta era como la impía amenaza de un grupo armado en el cual mi cuerpo victimizado debía huir despavoridamente. Disfrutaba igualmente conjugarme con los ríos mientras en familia íbamos a los ‘paseos de olla’. En cierta ocasión, y para burla de todos, manifesté que en una encarnación pasada yo era un riachuelo. Pues bien, cada quien tiene su propio diluvio en la cabeza, y las personas que llegan a nuestro mundo se convierten en centellas que lo incrementan o en un arco iris que porta la buena nueva de su pronta disolución.

Todos estos juicios me transportan ineludiblemente al contacto más recio que con ella he tenido. Sucedió hace algunos meses, cuando fui invitado por mis compañeros de trabajo del I.Y. Celebraríamos el final del semestre y la bienvenida a las fiestas folclóricas de mi ciudad. La cita era en L.C.B. y decidí caminar debido al corto trayecto entre mi residencia y el sitio de encuentro, aprovechando la adolescencia de la noche, plena de gente que aún deambulaba por las calles. Arribé antes de lo pactado y esperé afuera a que alguien más de mis conocidos lo hiciera. Pasados unos minutos, decidí preguntar al portero, quien manifestó que algunos de mis colegas ya se encontraban adentro. Se hallaban rodeados por una llamativa decoración de globos, algunas botellas de aguardiente y las hamburguesas que comeríamos minutos más tarde.

La discoteca se caracterizaba por su amplitud y la variedad de la música, la cual buscaba inteligentemente complacer la totalidad de los gustos de los presentes. Encontré curioso cómo se pasaba de una ranchera de Alzate a un reggaetón de Sebastián Yatra; o de un vallenato de Silvestre Dangond a una interpretación en vivo de Alejandro Fernández del reconocido programa ‘Yo me llamo’. La oscuridad se disfrazó de placer y dedicó entretenernos jocosamente. Bailamos durante determinados intervalos, comimos lo que traíamos para compartir y bebimos unas cuantas botellas del mencionado alcohol… ¡era bastante el lapso en que no salía a divertirme en la noche!

La madrugada nos visitó con su impredecible carácter mientras nos encontrábamos en la pista. De repente, observamos impávidos como el aire acondicionado, el cual se encontraba justo encima de nuestras sillas, se saturó de agua. Era como si las cataratas del Niágara se hubiesen posado sobre él, dejando caer su extensa y firme cascada, la cual revotaba en la escenografía de las bombas (arruinándola, por supuesto) y avasallando con el licor sobre las mesas.

El estupor y asombro de los asistentes era tal que pareciera como si se hubiese detenido el tiempo. Solamente el chorro continuaba su trecho. Las luces se apagaron, el sonido se detuvo y los desesperados dueños del club se apresuraron a mitigar la invasión de la que eran víctimas. La poderosa agua, aquella que penetra insistentemente por cualquier orificio, se había colado por algún minúsculo agujero y encontrado su victoriosa salida por el aire acondicionado. La confusión era tal que se escuchaban gritos e individuos que protestaban porque estaban siendo pisados ante la premura de la evacuación. La única luz que iluminaba nuestros confusos rostros era la de los rayos que testificaban el torrencial aguacero que se derramaba sobre la urbe. Era como si todas las nubes se hubieran puesto de acuerdo para llorar a causa de la muerte de algún ángel.

En medio de nuestra desesperación, abandonamos el lugar y procedimos a detener taxis para ir a nuestras viviendas. Los concurrentes se aglutinaban para lograr uno de estos vehículos y era extremadamente difícil encontrarlos disponibles. Afortunadamente, mis acompañantes contaron con la fortuna de obtener el servicio hasta que quedé solo, ya que ellos habitaban en territorios geográficamente opuestos. Éramos sólo la lluvia y yo…y un posible medio de traslado. Las cosas empeoraron cuando mi celular falleció y no pude llamar para que me recogieran. Sería entonces hasta el amanecer cuando descubriría el estado de preocupación de mis colegas preguntándome si había llegado bien mientras se excusaba por haberme dejado solo. Volví a mi realidad y simplemente decidí ubicarme bajo el tejado de un concesionario del sector para esperar que el chubasco aceptara la tregua de cese que mentalmente le propuse. Aproveché las cuchilladas del temporal para reflexionar.

Los demás, por su parte, continuaban su titánica tarea de conseguir un vehículo público que se ofreciera a llevarlos. Algunos se atravesaban a mitad de la carretera con la esperanza de que los taxis se detuvieran y los movilizaran, otros sencillamente decidían despojarse de sus camisas y ondearlas como señal de socorro. Contemplando la escena, concluí que la tempestad le da a los taxistas una especie de poder. Los engrandece. Era impresionante escuchar a la gente mientras discutía con los conductores sobre las tarifas de las carreras. Llegué a pensar que la administración local había autorizado un tipo de ‘prima de lluvia’ para beneficiar a tan marginado gremio. Era evidente el abuso, la negociación desigual entre los clientes y los prestadores del servicio mediatizado a favor de estos últimos por el fenómeno natural del momento. 

No aguanté más. Mi hijo mi esperaba temprano aquella mañana y necesitaba dormir unas horas antes de visitarlo. Pregunté la hora. Eran las cuatro y quince. El número de sujetos superaba al de carros amarillos y era prácticamente imposible tomar uno. Contemplé la posibilidad de esperar con la ilusión de que un bus me acercara a casa. El sueño empezaba a buscarme conversa. Debía tomar una decisión pronto. Y fue entonces cuando lo decidí: ni bus, ni taxi...me iría caminando, afrontando las agujas de cristal que me empaparían por completo.

En ese instante todos los temores de mi infancia se apoderaron de mí. Recordé a mi madre y a sus cuidados, al estanque, al río, a la lección de filosofía y a la de religión. Medité sobre la dualidad del agua: en ocasiones fuente de felicidad, en otras de peligro. Calma tu sed pero también puede ahogarte… ¿Caminaré despacio o corro para no mojarme en exceso? La verdad eso no marcaría ninguna diferencia, de igual forma llegaría mojado. Por fortuna, los relámpagos ya no decoraban el firmamento. Caminar sobre aquel raudal era como explorar una tierra inédita, desconocida. Las vías dejaron de existir y se convirtieron en afluentes. Anhelé una góndola. La carrera séptima era ahora el "arroyo séptimo". Varias ramas se dieron por vencido y se doblegaron ante la magnanimidad del líquido, dejándose llevar por la corriente mientras ondeaban sus vencidas hojas, quienes se despedían y se extraviaban en la distancia.

Me convertí en una especie de caballero medieval, uno con una armadura incómoda. Mi ropa pesaba como hierro, y caminar se dificultaba. Guardé mi teléfono y mi billetera debajo de mi ropa interior, pues era allí donde mi cuerpo revestía mayor sequedad. El frío se esparcía y las piernas me temblaban. Mis zapatos eran tan pesados como botas de astronautas, diseñadas para vencer la limitada fuerza gravitatoria del espacio exterior. Cada paso que daba implicaba una nueva aventura, se habían borrado totalmente los senderos. Era literalmente como atravesar por una torrentera en que se había convertido la capital. En ciertos tramos en los que pensaba iba a ‘hacer pie’, mis piernas se hundían más de lo previsto y me sumergía hasta las rodillas. Hubo un momento en el que pensé sobre la locura que estaba cometiendo y dudé en llegar vivo a mi destino. Hombres y mujeres madrugadores que permanecían abrigados plácidamente en las casas vecinas observaban extrañamente la "hazaña" que había decidido emprender. Ciertas miradas eran de admiración, otras de mofa, otras de lástima. 

– No tendrá ni un peso para el transporte – habrán pensado. 

– ¡Qué tipo tan loco! – habrán comentado otras.

Cuanto más cerca me hallaba, más optimista era mi pensamiento. Mis imágenes mentales mudaron del miedo al optimismo, a disfrutar de la coyuntura. Me predispuse a compenetrarme con el agua para que ella pasara de convertirse en mi enemiga a mi aliada. Me burlé mentalmente de aquellos que buscaban esconderse ante la eventualidad de una llovizna. Existe un temor generalizado que nos podemos enfermar terriblemente si dejamos que ella acaricie nuestros cuerpos. Son pocos los que entienden esto y disfrutan de la húmeda caricia que nos da. El ser humano es armónico con ella porque es inherente a su procedencia. Ni mi pesado traje, ni mis impredecibles zancadas lograron que me detuviera a medio camino ni darme por vencido. 3600 segundos después de iniciado el recorrido, llegué a mi apartamento. Mi piel lucía gelatinosa y el piso se inundó, como si se hubiese convertido en una laguna.

Mas al llegar la odisea no acabó porque el apartamento tenía una condición preocupante. El agua había penetrado por el techo formando una especie de anillos negros, similares a los de Saturno, sobre el albo cielorraso. De allí se desprendían vívidas gotas que se estrellaban y estallaban en el piso. Me desnudé, extendí la ropa y ubiqué un balde con el fin de evitar mayores derrames. Seguidamente fui a la zona del lavadero y aprecié otro alarmador prodigio. Aunque las ventanas habían sido cerradas, las gotas ingresaron sigilosamente por la ranura superior de una de ellas y fueron deslizándose, como si tuviesen propiedades adhesivas, por la corrugada cubierta hasta formar un conjunto de pequeñas estalactitas que adornaron mi sosegada vista. Coloqué trozos de papel para así bloquear la entrada del agua, trapeé, me duché y me acosté en la cama. Mi condición de salud se vio afectada mediante un constante estornudo, producto de la extrema exposición, pero sin graves consecuencias.

A las cinco y treinta logré, finalmente, cerrar mis ojos. Mi bebé me esperaba a las nueve y debía descansar lo que restaba de la madrugada. Me levanté a las ocho y media, con un melancólico anhelo de más reposo, me alisté y salí. No llovía ya, aunque quedaban en las calles las evidencias de tan vigorosa fuerza que nos había visitado durante los primeros instantes el día: árboles caídos, tejas desprendidas, predios y pasajes inundados.

– El hombre es verdaderamente insignificante – pensé desconsoladamente. Se ufana de su superioridad cuando realmente lo más potente que existe aquí es la naturaleza. El día que empecemos a domarla con propiedad, comenzaría a pensar que nos hemos convertido en un género de dioses. Es el mundo el dueño de nosotros y no nosotros del mundo. Desde aquel entonces, salir en mi motocicleta mientras solloza en la metrópoli una tierna llovizna es para mí sinónimo de gozo y no de angustioso desespero que me conlleve a la celeridad de buscar refugio.



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