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El clóset


Aquella mañana decidí que había llegado el momento de salir del clóset. El rechazo ante lo que tenía por decirle a mis padres se fundamentaría en la rigurosidad de sus principios morales y religiosos. Había sido educado en un ambiente considerablemente conservador y lo que debía expresarles les causaría, además de gran sorpresa, excesiva decepción.

Antes de pedirles que vinieran a mí, mi vista bordeó delicadamente el cuadro de un paisaje colgado en la pared de mi sala. Pensé en él. Mi mente empezó a remembrar todo lo vivido con aquel hombre, desde el candor de mi infancia hasta la era de la iluminación de mi existencia. Dibujé su imagen tal como crecí viéndolo todos los días; semidesnudo, guapo, con su larga cabellera que le besaba el pecho. Me estremecía su figura herida y todo el sacrificio que había hecho por mí. Por lo menos eso me decía mamá, quien hablaba de él con efervescencia, con enarbolada pasión.

Nuestro primer encuentro acaeció a la edad de ocho años. Vestíamos de blanco, su color favorito. Se acercó, me tocó el brazo izquierdo, me besó la mejilla, emitió unas tiernas palabras y derramó agua sobre mi cabeza. Años después me invitó a comer y a beber en su casa. En otra ocasión dijo que enviaría a alguien especial en su nombre. Yo siempre lucía hermoso para él. Limpio. Cada domingo, cuando el sol se posaba orgulloso sobre el cénit del firmamento, me desplazaba a su hogar para verlo, hablarle, contemplarlo, amarlo, suspirar en su presencia. Experimentaba que el interior de mi cuerpo se llenaba de una materia desconocida para mí. Las señoras que en su morada estaban lo admiraban profundamente y yo me regocijaba en los agradables comentarios que de él hacían. Me iba enamorando perdidamente: un amor que movía las fibras de mi corazón, un sentimiento que aunque poco racional, sustentaba mi felicidad. Durante una hora era feliz en su comparecencia, escuchando lo que tenía para decirme. Aun hoy, agradezco muchas de esas palabras, pues han hecho de mí una persona más humana.

En las noches, antes de reposar, me sentaba en el borde de mi cama y su imagen invadía mis pensamientos. Le conversaba, aunque él allí no estuviese, para agradecerle, para pedirle perdón por las ofensas y pataletas que le hacía y le solicitaba su consejo en instantes de debilidad. Adoraba a su madre, aquella mujer que dio a luz a tan maravillosa criatura a quien tanto amaba. Él se había transfigurado en mi modelo a seguir, en el referente de mi vida. Lo había idealizado superlativamente.

Pero este conjunto de sentimientos florecidos en mi niñez y juventud se fueron desdibujando poco a poco con el advenimiento de la razón. Fui descubriendo que él no solamente era el único perfecto, sino otros muchísimos más. Entendí que la imagen que hacía de él era directamente proporcional a la evolución de quien yo era. Qué desilusión…no lo palpaba ferviente en mis entrañas, en mi ser. Aquellas fibras de mi interior no cimbraban ante su aspecto semidesnudo en mi habitación. Al visitarlo ya no me estremecían los elogios de quienes en su casa permanecían. Su presencia comenzó a desdibujarse de mí de modo gradual pero firme. La era de la iluminación se había apoderado de mi mente y la venda del ciego apego se había caído. No lo idolatraba como antes, eran escazas las plegarias que le hacía, lo visitaba con menos frecuencia, no sentía que habitara dentro de mí.

Paralelamente, empecé a explorar otros caminos para satisfacerme y en algunos encontré comprensión y sentido. Conocí a otros y comencé a admirarlos, a amarlos aunque con más precaución. Todo era muy confuso con relación a él y el discernimiento me dominó. No lo odiaba, simplemente entendí que no existía dentro ni fuera de mí. Con el pasar de las jornadas hallaba más evidencia para dudar de la pasión que le tenía, del afecto que él emanaba hacia mi persona. Fue un proceso de apertura, de “ver” realmente. Las personas me preguntaban y me charlaban de él. Yo, por no entrar en superfluas controversias y no alimentar su hambriento deseo de indagación, les respondía desinteresadamente pero sin darles a entender que no quería saber de él. En ese instante tomé la determinación que mis padres serían los primeros seres que se enterarían sobre mi desencanto y ruptura sentimental con aquel hombre. El resto del mundo se daría cuenta gradualmente sobre mi resolución. Consideré lo discriminado que me sentiría, no sería algo fácil de afrontar. Era consciente de la importancia que tiene él para muchos individuos y mis progenitores esperaban que yo también tuviera el mismo concepto estático que había desarrollado en mi infancia.

Desarrollé una noción más profunda de la curiosidad. Tiempo atrás percibía que lo amaba ciegamente. No estaba abierto a conocer otras maneras de amar a otros. Estaba encerrado en su burbuja. Me absorbía. Las experiencias y algunas lecturas me abrieron a ese otro universo. Me empeñé en amar otras cosas. Algunas de ellas iban en contravía a lo que sentía por él inicialmente. Pero estaba cómodo con el cambio de mi raciocinio. Algunos vacíos que encontraba en su persona se fueron llenando cuando conocí a otros con iguales o mejores características. Me enamoraré de otros. Ya no creía ciegamente en él y ahora todo lo relacionado con su esencia lo cuestionaba, lo dudaba, lo ponía en tela de juicio.

El hecho que no todos lo reverenciaban sacudió mi mente. ¿Qué pasaría con aquellos que no estaban configurados con su presencia? ¿Cuál sería su destino? Este fue uno de los motivos por los cuales empecé a desconfiar de su afición. Descubrí igualmente que él abandonaba a quienes lo adoraban fervientemente: ¿Por qué los dejaba ir si tanto lo veneraban? ¿Cuál era la causa de aquella falta de correspondencia? Mi cerebro se llenó copiosamente de cuestionamientos, de alterada desconfianza ante todo lo que él significaba, hacía y pensaba.

Pasaron muchos momentos de mi vida en que me hallaba solo y su ausencia era perenne y preocupante. Esperaba ansiosamente sus llamadas en situaciones en que la soledad me hacía la venia. No percibí que estuviese allí para mí cuando más lo necesitaba. ¿Por qué hiciste esto luego de tanto tiempo que a ti te dedicaba? ¿Por qué no hubo la reciprocidad necesaria para que lo nuestro hubiese continuado? En algunas ocasiones me refugié en el alcohol, otras veces en personas equivocadas o en la razón ante el evidente abandono al que me sometió. No me sentí correspondido, eso dolió bastante. Todo esto conllevó a que quitara sus fotos y las de su madre de mi dormitorio. Sencillamente no quería ver sus ojos, su masculino torso expuesto y ligeramente cubierto con un trapo en su zona íntima.

Debo confesar de igual forma que algunos amigos incidieron en que me alejara de él. Curiosamente, eran ellos con quienes tenía mis más fervientes discusiones. Mis amistades tenían como objetivo negar su existencia y su predilección hacia mí. Fundamentaban sus argumentos en el pilar de la racionalidad, en que no necesitaba de él para ser dichoso y soberano, en las aberraciones y errores que cometían algunos al invocarlo. Por mi parte, defendía hasta donde fuese posible la trascendencia de su presencia en mi ser. Mis juicios quedaban cortos ante la abrumadora cantidad de sus razonamientos. Yo opinaba más desde mi sentimiento por él. Finalmente, cedí ante sus pretensiones. Ahora soy consciente y acepto las razones que en mi osadía negaba a escuchar y entender.

¿Cómo se lo diría a mis progenitores? ¿Cómo tomarían mi decisión de no creer más en él? Daba por sentado que su reacción no sería de agrado. Se esmeraron en educarme de tal manera que lo que tenía por decirles era totalmente contrario a su período de formación. Era el primer paso a la liberación del cajón de mis prejuicios y la aceptación del nuevo yo. No era el primero en hacerlo. Muchos otros habían pasado por mi coyuntura. Algunos sufrieron consecuencias desastrosas: de la discriminación a hechos tales como el asesinato o la quema de sus cuerpos. No se me cruzó por la cabeza que mis papás reaccionaran así, pero sí en la posibilidad de ser expulsado de la casa. Tendría que buscar dónde vivir, pero era alguien liberado, o eso imaginaba. Ciertamente, la libertad no existe. Una vez me desencanté de él, mi pensamiento mudó. Ahora pienso que no se es libre: quizás la única manifestación de la libertad es aquella cuando decidimos de quién o de qué queremos ser esclavos.

Se acercaba el mediodía, y después de aquellos pretéritos momentos y consideraciones, mi estado de conciencia retornó a la situación presente. Aprecié el paisaje por última vez. Llamé a mis padres. Mamá preparaba los alimentos en la cocina y papá afilaba un cuchillo con la vieja y desgastada piedra del río B*. Extrañados con mi llamado, lo cual era poco usual de mi parte, demandaron por el motivo de su presencia ante mí.

– Necesito contarles algo – contesté.

– ¿Qué pasó hijo? El almuerzo se me va a quemar.

Tomé un suspiro profundo, como queriendo agotar todo el oxígeno de la sala y llanamente les dije:

– He sufrido un proceso de transformación. Mis convencionales creencias, las que ustedes creen que tengo, se han esfumado. Me he convertido en un hombre ateo.



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