Al entrar en su habitación, Wilson percibió el nauseabundo olor de la melancolía. Su macilento cuerpo se reflejaba vergonzosamente en el espejo de su armario y su holgada ropa hacía más triste su apariencia. Con la mirada baja, encendió el computador y se sentó en su vieja silla de cuero.
– Llegó la hora – pensó.
Este momento de su existencia se caracterizaba por la intensa dicotomía entre la cercanía y la distancia. Su pequeño hijo Emmanuel, con dos años de edad, se iría de su lado permanentemente. Wilson era maestro de idiomas y conocía las ventajas que le traería al niño vivir en el próspero País del Frío. Ana, la madre de su primogénito, lo había convencido de dejarlo partir con ella para que tuviese una mejor calidad de vida, educación y oportunidades laborales. Todo aquello era innegable. Pero a Wilson se le encogía el corazón. No volvería a ver a Emmanuel por mucho tiempo y eso significaba una profunda puñalada de tristeza.
El brillo del ordenador le dio un poco de consuelo, le iluminó la cara. Era como si se apiadara del pobre hombre y sintiendo lástima quisiese darle ánimo. Wilson decidió escribirle una carta de despedida. Un texto que también incluiría ciertas explicaciones que sólo Emmanuel entendería cuando fuese mayor. Deseaba crear algo de naturaleza cerrada. Algo a lo que nadie tuviese acceso, que se convirtiera en fuente de intimidad entre él y su descendiente. Consideró escribirla en alguna de las lenguas que dominaba (hablaba cuatro y estudiaba una quinta) pero evaluó la posibilidad de que la natural curiosidad de Ana la motivara a traducirla. Abortó la idea. Debía utilizar un código lingüístico desconocido para la mayoría de personas en el mundo.
Aborígenes de la Isla del Celador |
Años atrás, Wilson, movido por el pretérito espíritu aventurero que poseía, había viajado a la Isla del Celador. El lugar era reconocido por sus habitantes hostiles y agresivos, ya que no permitían el ingreso de otras civilizaciones. Ser aceptado e integrarse sería un arduo trabajo. Comenzó haciendo acercamientos a kilómetros prudentes, les hacía señas a los indígenas y les obsequiaba alimentos. Inicialmente la respuesta fue una lluvia de flechas. Una de ellas le perforó su cantimplora. Esto hizo que considerara seriamente terminar su aventura en el remoto sitio. Pero no se dio por vencido. Treinta y cuatro días le tomó para que empezaran los acercamientos. Iniciaron aceptándole regalos que les llevaba, en especial cocos y plátanos. Probó desembarcar en la orilla, pero una amenazante flecha aterrizó en la fresca arena de la playa. Estaba claro que los aborígenes aceptarían los presentes pero no su presencia en su territorio. Una semana después, lo intentó de nuevo. No hubo reacción alguna por parte de los naturales. Aunque conservaban su desconfianza, Wilson se sumergió lentamente en su cultura. Durante el año de permanencia, conoció sus hábitos, su forma de construir chozas, la preparación de sus comidas, sus rituales y su manera de hablar, a la que simplemente denominó “lengua X”. Terminada esta aventura, Wilson no solo había aprendido de la tribu sino que era competente en su lenguaje.
– ¡Ese será el idioma elegido! – gritó con emoción. Aquel en el que sólo los nativos de la Isla del Celador y él dominaban. Aquel que sería enseñado a su infante con el fin de que no sólo tradujera la epístola sino que fuese el canal de comunicación entre los dos. Al digitar en su portátil, a Wilson se le creaban represas de agua salina en las mejillas. Sus dedos estaban confusos, temblaban, sudaban sin cesar. Remembraba cada uno de los instantes vividos mientras plasmaba vocales y consonantes en el papel. Le pedía perdón por los errores cometidos. Le explicaba por qué lo dejaba ir de su lado. Le declaraba que la memoria era más fuerte que el amor y que nunca lo olvidaría.
Fragmento de la carta en Lengua X |
La terminó, la imprimió y se acostó. Sus ojos de fuego continuaban erupcionando lágrimas. Sin conciliar el sueño, se levantó y la leyó. Su llanto se derramó en una de las páginas y desplazó la tinta de un sustantivo. La secó, la dobló, la puso en el sobre y pasó su lengua para sellarla. Escribió con su Sharpie “Emmanuel” en el sobre. Se deshizo de su ancha vestimenta, vistió su pijama y durmió incómodamente.
Al mediodía del día siguiente, Wilson visitó por última vez a Emmanuel. Arribó a la casa de Ana, lo montó en el coche y salieron a dar un paseo por la calle C* por el oriente hasta la carrera Q*. Tomaron dirección norte por tres cuadras y se detuvieron frente al almacén É*. Lo ubicó frente a él y le habló tiernamente. Emmanuel tenía la atención esquiva, se veía de mal humor. Era algo muy característico de él. Por su parte, Wilson no acostumbraba a llorar frente a los demás, pero esta se convirtió en una sublime excepción. En su interior meditaba que se le iba lo único que le quedaba: su matrimonio se había terminado ni tenía amigos. Su autoestima se arrastraba asquerosamente por el suelo. Tenía una visión lastimera de sí mismo, como de vil miserable. Su exitosa profesión de políglota contrastaba ostensiblemente con su ámbito personal, social y amoroso. Le repetía muchas veces a Emmanuel que la vida era injusta y que al abandonarlo, él quedaría completamente solo. Pero que lo hacía por su bienestar. Emmanuel continuaba evitando la mirada de su padre. Finalmente, le tomó una foto y le dijo que su mamá llevaría dos recuerdos para él: un retrato y la carta.
Regresaron y le entregó a Ana lo prometido. Wilson explicó que el documento no debía ser leído por ninguno hasta que Emmanuel tuviese la capacidad cognitiva de traducirlo y entenderlo. Ana prometió cumplir con las indicaciones recibidas. Wilson no quiso prolongar más su dolor. Tomó al niño, le inundó de besos los poros del rostro, lo observó tímidamente y descendió las escaleras cabizbajo y resignado.
Al siguiente día, Emmanuel y su madre volaron hacia la capital del país. De allí tomaron un vuelo al País de las Estrellas, donde pasaron una semana de vacaciones en las Cavernas Mágicas. Todo transcurrió con normalidad, se divirtieron con las atracciones mecánicas, las despampanantes vistas y la abundante naturaleza de los parques. La única dificultad estuvo relacionada con los hábitos alimenticios de Emmanuel. No estaba comiendo adecuadamente. Era dependiente de su leche de fórmula y ésta no se comercializaba allá. Esto causó cierta desazón en Ana, quien planteó la opción de regresar. Se comunicó con Wilson y le expresó lo sucedido. Él la convenció para que no se devolvieran argumentando que el niño debía acostumbrase al nuevo mundo – el ser humano es un animal de costumbres – le insistía. Afortunadamente, Emmanuel fue mostrando mejoría en su apetito y gradualmente se fue adaptando.
Emmanuel en el País de las Estrellas, Cavernas Mágicas. |
Terminados los siete días de descanso, el avión al País del Frío los esperaba. Una vez en el aeropuerto, fueron abordados por el personal de inmigración quienes solicitaron todos los papeles pertinentes. De igual manera, el equipaje de mano y de bodega fue escaneado y revisado. En dicho procedimiento, las autoridades encontraron la carta. Leyeron el nombre de “Emmanuel” en el sobre y procedieron a interrogar a Ana:
– Qu’est-ce que c’est cette lettre, madame ?
– No hablo francés señor, a propósito, vengo a estudiarlo – respondió.
Al escuchar su respuesta en español, el oficial, en cuyo uniforme se leía Rodgers, replicó:
– ¿Qué es este documento? ¿Qué contiene este sobre?
– Es algo personal entre mi hijo y su padre.
– Disculpe usted pero debemos abrirlo.
A Ana la invadieron los nervios mientras movía tímidamente la cabeza en señal de afirmación. Temía que lo escrito fuese a afectar su estadía. El agente tomó el sobre, sacó el abrecartas de su cajón y la abrió. Se concentró en las hojas, como queriendo develar su contenido. Acercó su vista a la mancha causada por el sollozo de Wilson con el fin de identificar las letras que allí estaban. Sujetaba desesperadamente su mentón y le hacía masajes circulares. Como era de esperarse, no comprendía lo allí escrito.
– Señora P*, esto queda confiscado por la autoridad. Usted no podrá abandonar el terminal hasta que la traduzcamos.
El semblante de Ana se garabateó y sintió como si fuese a desmayarse. Emmanuel agudizaba la situación, pues tenía hambre y comenzó a llorar. Los condujeron a un cuarto estrecho y glacial y les ordenaron permanecer allí. Rodgers se alejó con la carta en la mano. Ana trataba de controlar su desesperación y el ansia de comer de su acompañante. Transcurrieron seis eternas horas y no había novedad. La noche se asomaba por la ventana y a Ana le volvió el alma al cuerpo al mirar que Rodgers introducía la llave para abrir la puerta.
– Hemos estado analizando con expertos lingüistas sin poder traducir. Necesitamos que nos diga qué idioma es este y cuál es la traducción al inglés o francés.
– Señor agente – replicó Ana con trémula voz – ¡yo no sé nada de eso! Se la escribió el papá a mi hijo, es todo.
– Siendo así, no podemos dejarla ir – replicó secamente Rodgers – la seguridad de nuestra nación podría estar comprometida.
Emmanuel en el País del Frío, ciudad Francoglacial |
Creyendo que Ana ocultaba datos, el funcionario inició un severo interrogatorio. Su figura era desafiante y sus gestos bruscos. Ella no sabía qué responder. Frustrado al no encontrar la información deseada, se paró de la mesa donde estaban reunidos y se retiró nuevamente. La esperanza de salir pronto se desvaneció. Ana y Emmanuel no descansaron bien. En la oficina, solamente había un sofá que les sirvió de improvisada cama. En ese momento Ana sintió odio por su exesposo. Le había generado un problema y su entrada al País del Frío colgaba de una delicada hebra de hilo. Se preguntaba cuál sería el argumento de la epístola y si ciertamente no era comprometedor. La temperatura era abrasadora y le tiritaban las manos. Abrigó a Emmanuel poniendo sobre su cuerpecito una cobija. Se tendió a su lado y cerró sus rabiosos y llorosos ojos. Sintió apetito pero no había comida. La que tenía en su maleta permanecía retenida.
En el instante en que los neonatos rayos del sol se colaban por la cristalera, Ana escuchó que abrían. Era un oficial distinto quien los visitaba, se leía el apellido "Paredes" en esta ocasión. Sostenía en sus dedos la carta de Wilson con su respectivo sobre. Sin saludar se dirigió a la mujer:
– Aquí tiene. Ya puede irse. Pase por su equipaje en la sala conjunta.
– ¿Pudieron descifrarla? ¿Qué decía? – Preguntó Ana angustiosamente.
– Eso es confidencial. Lo siento, no estoy autorizado para decirle nada más.
Emmanuel, que seguía irritado al no poder dormir ni comer bien, miraba impacientemente a los adultos sin entender lo que sucedía. A Ana se le curvearon los labios de gozo, a pesar de no haber recibido una explicación satisfactoria sobre su temporal detención.
– A fin de cuentas, estar en esta gran nación no es un derecho sino un privilegio – reflexionó para sí misma.
Lo realmente importante era que podía proseguir y que la admisión estaba aprobada. Ubicó al niño en el cochecito y salió por sus maletas. Al llegar al apartamento, Ana desempacó y telefoneó a su familia para decir que había llegado “bien”. Tomó la decisión de no contar nada de lo acaecido a doña Rosalba, su mamá. A pesar de la tardanza en comunicarse, a los padres de Ana les satisfizo el hecho de que estuviera sana y salva junto a su nieto en el destino final.
Su otra llamada fue a Wilson.
Última foto de Wilson y Emmanuel en el País del Génesis |
– Wilson, si supiera lo que nos sucedió por culpa de esa carta. Eso está en una cantidad de palabras raras que no se entendieron. Me dijeron que qué traducía eso y yo no supe dar razón. Ellos son muy estrictos con sus cosas, algo paranoicos, pensarían que sería el plan de un ataque terrorista. Me la decomisaron y nos retuvieron sin poder dormir ni alimentarnos bien. Yo no sé si la tradujeron pero al otro día me la devolvieron y nos dejaron salir. Me puse muy asustada.
Wilson se disculpó y lamentó lo acontecido.
– ¿Y qué es lo que significa? – preguntó Ana.
– Eso sólo lo sabrá Emmanuel cuando le enseñe a leer lo que está plasmado ahí. Luego será decisión de él si quiere contarle o no lo que dice – contestó Wilson.
Al colgar, el docente experimentó una mezcla de sentimientos: nostalgia a causa de la lejanía, angustia por los contratiempos y satisfacción debido a que el manuscrito no quedó en el receptor erróneo.
– Hay ocasiones en que pequeñas causas producen grandes consecuencias – concluyó mientras suspiraba amargamente.
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