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Descenso final

Se acercó sigilosamente mientras contemplaba la vista de la ciudad desde el balcón de mi apartamento. Lucía hermosa, enigmática, deseosa de poseerme. Su vestido, que absorbía la luz, decoraba su macilento cuerpo. Los labios camuflados en el negro de su labial parecían dos islas huracanadas.

Notó rápidamente mi naturaleza de aflicción. Toda mi historia empezó a dibujarse entre los dos. Bajo el velo del anochecer, el oscuro firmamento se complacía al proyectar las escenas de mi vida. Ella, con su rígida e inerte personalidad, permaneció inmóvil durante la narración de mi existir en el orbe. Parecía no importarle nada, como en muchas ocasiones a nadie le importa lo que digo o callo. Su actitud denotaba cierta indiferencia y su lema parecía ser “nadie es indispensable en ninguna parte”.

Ella sólo quería que tomara su mano para deambular por el valle de las tristezas. Estaba tan empeñada en mostrarme el ámbito sombrío de mi existencia, de restregarme en la cara mis miserias que en cierto modo me hizo sentir irritado. La ignoré y simplemente continué admirando el efecto de la noche en el poblado.

Le pregunté cuál era el motivo de su visita y el porqué de su rencor hacia mi presencia. Respondió que su espíritu era de desánimo, desamor y desolación. La invité a admirar el lado amable de las cosas, que pensara en los regocijos, alegrías y triunfos pero guardó silencio. Era como si se negara a vivir, a buscar una validez, una justificación de su permanencia en el planeta. Como si quisiese guiarme a otro mundo. A algún otro lugar donde muy seguramente, según ella, las cosas serían mejor. Yo, a pesar de mis avatares, me negué rotundamente a hacerlo. Aún era menester seguir intentando escribir aquellos versos de esperanza en los que solía refugiarme y que aliviaban sustancialmente mis penas.

Su vestimenta negra no tenía fondo, mis dedos se extraviaban en la profundidad de su vacío al intentar tocarla. Se subió a la barandilla del balcón. Sus ojos de hielo eran el más triste cuadro de inexpresividad. Quise jugar al héroe, a lanzarle una cuerda para que saliera de aquel pozo de ignominia, pero rechazó enérgicamente mi altruista intención.

El cielo, por su parte, dejó de complacernos y decidió sollozar con nosotros. Las robustas gotas que morían en su rostro y el mío se confundían con las salinas lágrimas que emanaban copiosamente de nuestro interior. Decenas de rayos armonizaron la sinfonía de aquella soledad, representada en la colisión de dos agujeros negros.

De repente, el retrato de mi hijo inundó el espectro de la bóveda celeste. Hubo una especie de agrupamiento de centellas las cuales lo caricaturizaron haciendo un tierno ademán de despedida. Rememoré mi reciente fracaso matrimonial y el hecho de no poderlo ver todos los días, de verlo crecer. ¿Por qué había llegado aquel ofuscado momento de separación? ¿Su gesto del adiós pre-configuraría el lóbrego acto que estaba a punto de ocurrir? El infante se llevó su mano a la boca y me envió un beso de agua que se estrelló en mi mejilla. A ella le dirigió otro, como queriendo persuadirla de no llevarme consigo, sin embargo, la propiedad insondable de su figura condujo a que éste se perdiera sin dirección concreta en su universo. Me despedí de él y las luminiscencias que lo delineaban se esparcieron irregularmente.

Le ofrecí café y tostadas. Las aceptó. Para alegrar el momento le propuse que cantáramos; ella con la melodía de su voz y yo en la guitarra. Por pocos segundos, entonamos “el aguacate”. Su registro era melancólico, lento y grave. Pidió que seguidamente interpretara “Claro de Luna”. Le cuestioné por su rol en la canción ya que dicha sonata es instrumental y me expresó que no deseaba más cantar, su placer definitivo era el sosiego. Se regocijaba en él.

Terminada mi interpretación de Beethoven, anunció que se acercaba la hora de partir. Su vivienda era una incógnita, pues nunca quiso contarme sobre su exacto proceder. Solamente me dijo que era una morada lúgubre, desanimada y hostil. Decidí no insistir con más preguntas y le rogué nuevamente que descendiera de la barandilla, corría el riesgo de caerse desde el quinto nivel en el que estábamos. Le hablé del par de personas que habían fallecido en el edificio y extrañamente se regocijó con mi relato. Al demandarle una explicación de su inapropiada expresión, replicó sombríamente que le causaba complacencia “ver ir” a la gente.

Inconscientemente, logró que le confesara todo sobre mi pesarosa individualidad. Le decía que no comprendía cómo alguien se sentía feliz estando solo. Su reacción fue de burla, porque según su parecer, el aislamiento era el estado de perfección del ser. Y debí haberlo supuesto, la había visto siempre solitaria pero ufana por el barrio. Permanecía con las personas tan sólo unos minutos y las hacía desaparecer misteriosamente, quedando sola nuevamente, pero con una convexa e inexplicable sonrisa de excitación. Si tanto le agradaba estar aislada, ¿por qué las buscaba? ¿Cuál era la causa de su deleite cuando éstas desaparecían?

Se levantó y en medio de la persistente lluvia habló con trémula voz:

– Wilson, vamos, hora es ya de regresar a la fuente.

– ¿De qué me está hablando? – repliqué conociendo la inevitable respuesta, como queriendo encontrar una última salvación.

– Usted sabe quién soy y a qué he venido. Asuma sus consecuencias.

Crédito imagen

Debo confesar que experimenté una multiplicidad de sentimientos. No sabía si sentía desazón o júbilo por su contundente y directa propuesta. Mi mente se convirtió en una maraña de enredaderas que no tenían un rumbo fijo. Hice un balance de mi peregrinación en la tierra e indagué si realmente era ya la ocasión de retornar al territorio de mi origen. Fueron instantes en que mi cosmos se decoró con imágenes de mi familia, mi niñez, mis amores, mi primogénito y mis logros profesionales. A su vez, se entrometieron aquellas oscuras pinturas de la frustración, abandono, debilidad carnal, orgullo e intolerancia. Tuvieron más peso las segundas. Se apoderó de mí una fuerza extraña que produjo la extensión de mi brazo para tomar su palma izquierda, que dicho sea, podía ahora palpar. 

Delicadamente me subió a la barandilla y haciéndome contemplar el rústico suelo del primer piso del conjunto residencial, me mostró el portal de la liberación de mis congojas. Con la orquesta de los relámpagos, la brisa y la tempestad acariciaban nuestros semblantes mientras descendíamos gozosos hacia el fin.



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