“No existe peor demonio que el que habita en la mente de la gente”
La fila para ingresar a la fiesta de Halloween en la discoteca donde se burlan de los toros parecía interminable. Álvaro, sin embargo, esperaba pacientemente junto a su pesada motosierra. Quiso evocar a un famoso político de su país tomando la decisión de disfrazarse con un sombrero que escondía su cabello artificialmente canoso, gafas pequeñas, un poncho tricolor que reposaba en su hombro derecho, camisa azul, pantalón dril gris y un par de cómodos zapatos de la denominada marca “Crocs”.
Su soledad contrastaba con el tumulto de risas y comentarios que emitían las personas a su alrededor. Álvaro fruncía ligeramente el ceño y curveaba tímidamente los labios. Al acercarse, fue detenido por el personal de seguridad.
Señor – le dijeron – acá no puede entrar eso.
Álvaro expresó su malestar ante tal prohibición y explicó que hacía parte del atuendo. Les pidió que la revisaran, pues además de encontrarse averiada, no poseía combustible alguno para su funcionamiento. Consecuentemente, y derivado de su insistencia, los vigilantes registraron minuciosamente la herramienta, verificando que no se hallara gasolina. Halaron numerosas ocasiones la cuerda para iniciar el motor sin éxito alguno. Llegaron a la conclusión que el aparato era simplemente un adorno del disfraz y permitieron el ingreso.
En el interior, el ambiente era fulguroso. Las luces de variados colores excitaban la vista y la estruendosa música los oídos. Álvaro percibía libidinosamente la hermosura de las Mujeres Maravilla, brujas, diablas y piratas. Tenía una fatal obsesión con los putidisfraces. De igual manera, le causaba atenuada impresión la alta calidad artística de aquellos disfrazados del Guasón, It y Deadpool.
Compró una Smirnoff y se sentó a ver bailar a la gente. La bebió despacio, como en eterno presente continuo. Sintió la imperiosa necesidad de ir al baño. Su motosierra empezaba a incomodar y decidió camuflarla en el techo de una de las baterías sanitarias. Salió del club apresuradamente, no sin antes informar a los que custodiaban la entrada que el licor que llevaba en la mano lo había comprado adentro y que cuando regresara no fuese esto motivo de discordia.
Álvaro se dirigió a la estación de gasolina cercana y con la excusa barata que se había quedado varado, pidió que le vendieran lo que cupiese en la lata de Smirnoff. El operador dudó de la versión de Álvaro pero finalmente accedió a su petición.
De vuelta a la discoteca, mostró la manilla y la bebida y se incorporó. Se acercó al baño y sujetando la motosierra oculta, vertió el líquido en el tanque. El volumen camufló sabiamente el grotesco ruido al ser encendida. Con el odio que emanaba de sus ojos se internó en el toilette femenino, pasó el seguro e inició su tarea: Las atacó furiosamente perforándoles el abdomen y el cráneo. Las vísceras y la masa encefálica se mezclaban morbosamente con la cadena. El inocente líquido escarlata que copiosamente le salpicaba la cara, hacía que Álvaro se regocijara cínicamente, como experimentando una sensación similar a la excitación sexual. Los gritos de las demás, quienes desesperadamente buscaban salvar su vida, eran en vano, como si estuvieran en el espacio donde el sonido no puede propagarse.
Descuartizó a cinco. Arrumó los cuerpos (o lo que quedaba de ellos) en el último cubículo, limpió la sangre del suelo y de su motosierra y partió dejando asegurado nuevamente. En el exterior, las chicas que esperaban afuera les pareció normal verlo ensangrentado, pues pensaron que sería parte del disfraz. No obstante, extrañaron sobremanera ver a un hombre salir de allí y asegurar la entrada. Por su parte, Álvaro tomó el primer taxi con rumbo desconocido.
Las mujeres informaron al administrador sobre el irregular hecho. El sujeto buscó la llave y abrió la puerta. Al inspeccionar el lugar encontró la montaña de cabezas, piernas, rectos, intestinos y brazos apilados en la estrechez del sitio. La condición asquerosa de la escena provocó el vómito instantáneo del hombre sobre los restos humanos.
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