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Corruptus

Panomárica de Colombia-Huila y el río Ambicá
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Desde el génesis de su existencia, a Doris la invadió una curiosidad inquietante. De actitud desafiante, en su pre-adolescencia solía llevarle la contraria a su madre Elena, quien ante la menor señal de desobediencia la castigaba sin misericordia. En la vieja casona de Colombia, Huila, compartía su vida con sus hermanas Mireidy, Griselda y Elcira, sus hermanos Gentil y Edgar y su nana Miriam. El lejano municipio, bañado por el malhumorado río Ambicá y famoso por sus constantes movimientos telúricos, permanecía inmerso en la polarización de la violencia bipartidista y la posterior conformación de los primeros grupos guerrilleros. No obstante, Doris era atrevida: se enfrentaba como leona herida y sin medir consecuencia alguna con los comandantes de las FARC que la querían obligar a todo tipo de vejámenes. Fueron muchos quienes quisieron dominarla sin conseguirlo con éxito.

A sus doce años, en ocasiones lograba burlar la recia vigilancia de su mamá, escapándose y visitando a su madrina de bautismo doña Reinalda, con quien compartía y comía hasta más no poder. Su apetito era insondable y los dulces su debilidad. Se sentía libre del yugo y la rigurosidad de estar en la casa materna y aunque extrañaba a sus hermanos, prefería estar allá, comiendo y escuchando las historias de antaño que le narraban. 

En una de esas alegres visitas, Doris percibió angustiosamente un desconsolado llanto. Los quejidos eran desgarradores y connotaban una tortura intensa como si los emisores de aquellas acerbas lágrimas estuviesen siendo quemados vivos. Turbada, la pequeña preguntó: 

– Madrina, ¿qué son esos gritos tan feos que se escuchan donde los vecinos? 

– Son unas ancianitas que viven acá enseguida y están muy enfermas – contestó desinteresada y pausadamente Reinalda. 

Como era de esperarse, Doris no quedó satisfecha con la superficial respuesta. Luego de compartir otros minutos, hizo el ademán de despedida pero no se enrumbó directamente a su residencia. Afinó cuidadosamente sus oídos y se dejó llevar por la triste melodía de los lamentos hasta llegar al viejo rancho donde se originaban. Golpeó varias veces sin conseguir que abriesen. Con la superlativa curiosidad y terquedad que la caracterizaban, introdujo su brazo por la ventana entreabierta, abrió y entró como si la hubiesen invitado.

En una casa como esta vivían Basilia y Bertilda
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El sitio era lúgubre e inspiraba tristeza. Construido en bahareque y rústicas puertas, era consecuente pensar que allí habitasen personas humildes que vivían en extrema pobreza. La sala, en la cual se hallaban dos troncos que simulaban ser sillas y un pálido cuadro sobre la pared, estaba vacía de ocupantes. El sollozo era más intenso. Se adentró en la habitación y allí las encontró: dos viejas con sus respectivos cabellos albos y la piel corrugada por el látigo del tiempo y las difíciles experiencias. Estaban semidesnudas y acostadas sobre sucias esteras en el piso sin baldosas. Sintió repulsión y temor al contemplar la escena. Como pudo tomó coraje y entabló conversación: 

– Buenas tardes, ¿qué pasa y por qué están ahí? 

– Ay mijita siquiera vino a ayudarnos – contestó la de tez blanca con voz trémula – soy Basilia y esta es mi hermana Bertilda y estamos mal. 

Doris se interesó más por la charla, no solamente para satisfacer el morboso deseo de su curiosidad sino para encontrar la manera de ayudarlas.

– Somos pobres y algunos se apiadan de nosotros trayéndonos la comidita, bendito sea Dios. Pero hace mucho que no podemos movemos de aquí – continuó Basilia. 

Bertilda se limitaba a quejarse y a llorar, quizás su vehemente dolor no le permitía hacer más. En ese instante, Doris fue consciente del nauseabundo olor que se esparcía en el dormitorio. Era como si se estuviese pudriendo un roedor que había sido capturado en una trampa casera.

– Por ahora ayúdeme que algo me pica en la cola – exclamó Basilia angustiada. 

Bertilda, señalando la parte trasera de su cuerpo, daba a entender que lo mismo le estaba ocurriendo. En medio de su confusión y del desconocimiento sobre cómo proceder, Doris decidió levantarlas para descubrir la causa de su mal. Meditó cómo hacerlo, puesto que si bien era de contextura gruesa, su fuerza no sería suficiente. Sin embargo, su valor superó sus miedos y dudas. Sujetó fuertemente la cintura de Basilia y trató de ponerla de pie. Fue en vano. Era como si de hecho la señora estuviese atada al polvoriento piso. Respiró profundo e intentó hacerlo una vez más, siendo éste otro intento inútil. Tomó la decisión de girarla a un lado para matar las hormigas que se creía eran las causantes de la picazón.

Oxinuro (lombriz intestinal)
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Al voltear a la primera anciana, notó que Basilia efectivamente estaba pegada al suelo. La estera había sido carcomida y su intestino grueso había entrado en contacto con la tierra. De forma fugaz, vio una serie de diminutos animales que merodeaban su gruesa tripa, con la sorpresa que no se trataba de hormigas sino gusanos (oxiuros) que le carcomían las entrañas. Sus diminutas manos se debilitaron y comenzaron a temblar rápidamente por la impresión y el horror de lo divisado. La carne estaba siendo devorada debido al desaseo y a la limitada movilidad. Tan avanzada estaba la infección que el recto era visible y estaba enmarañado en el suelo. Funcionaba como un puente entre los cuerpos y la arena por el cual las lombrices subían y bajaban. 

A Doris la invadió el pánico, nunca había visto algo parecido. Dejándola caer fuertemente en la estera, inventó una excusa de cajón y corrió de vuelta hacia su morada. Hizo caso omiso a los ruegos. Sus piernas se movían ágilmente, como retando al viento. Su semblante lucía pálido como el mejor quesillo de Yaguará. Llegó sudando y se marchó automáticamente a su alcoba. Su corazón palpitaba desesperadamente, como si en su interior habitara un reo que daba patadas para derrumbar los muros de su celda. Se acostó y meditó sobre lo sucedido. A medida que el pavor se apaciguaba, pensó entre muchas cosas, sobre el modo en que podría ayudar a sus paisanas. Sabía que tendría que actuar sola, pues seguramente sería castigada por andar metiéndose en asuntos ajenos.

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Elena usaba Creolina para desparasitar sus marranos
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Elena siempre se caracterizó por ser muy activa, extremadamente laboriosa. Era de esas mujeres hechas de roble y que se le medían a cuanto pudiera representarle un sustento. Con carácter recio y una rigidez impecable, “sacó adelante” a sus seis hijos y a otro tanto que adoptó. Era admirable su trabajo multifacético: desde lavandera en la orilla del Ambicá (cuando éste estaba de buen humor) hasta criandera de marranos que vendía para la fiesta del San Pedro. Unas de las actividades de este último y arduo oficio consistía en “desgusanarlos”. Para ello, usaba lo que llamaba en aquel entonces “Mandúgar,” sustancia con un penetrante aroma y que actualmente denominan “Creolina”. Doris había acompañado a su progenitora y sido testigo de aquel protocolo muchas veces.

– ¡Eso es! Voy a matarles los gusanos con Mandúgar – concluyó mientras se calmaba y pensaba con cabeza fría. 

Así fue pues que a la mañana siguiente, y con las fibras de su cuerpo en un estado de mayor relajación, abandonó su cuarto, desayunó, vistió el uniforme y se encaminó a la cochera. En una rústica repisa reposaba el químico. Lo agarró y lo camufló cuidadosamente con el fin que el olor no fuese a delatarla y le causara una fuerte paliza de Elena. Saliendo y cuando creía que no había sido descubierta, Miriam se le atravesó en el camino: 

– ¿Usted qué hace con eso? – demandó la nodriza. 

Doris no tuvo otra opción que contarle lo que le había acaecido.

– ¡La señora Elenita le va meter una trilla ni la verraca si la ve! ¡Cómo se le ocurre, eso no se le aplica a los humanos! – agregó Miriam. 

– ¿Qué hago? Yo quiero ayudarlas, están sufriendo mucho. 

– Yo no sé, allá usted mija. 

Las advertencias de la niñera no lograron detenerla en su propósito. Le pidió el favor que mintiera diciendo que luego del colegio iría a visitar a Reinalda. En realidad no estudiaría ese día sino que atendería a las aquejadas. 

Pasó por la droguería y compró los implementos necesarios para la curación. Al llegar, percibió el mismo cuadro lastimero y repugnante. Se contuvo, dominó los demonios de sus emociones. Saludó a las pacientes y fue por dos baldes de agua. Se puso guantes, tapabocas y las bañó totalmente. Sus rectos, aunque aparentemente inservibles, fueron desinfectados y los oxiuros desalojados. Doris no sintió asco alguno ante tal situación.

Seguidamente, procedió a aplicar la Creolina sobre los podridos órganos. Las heridas abiertas que habían causado los organismos invasores hicieron que las pacientes “bramaran” mientras se rociaba el desinfectante. Los oxiuros se enrollaban, algunos trataban de clavarse en la carne mientras se asfixiaban. Otros afrontaron el destino de ser aplastados por los verdugos dedos de la “doctora”. Doris guardaba la esperanza de la mejoría y si bien era consciente que el artículo no se aplicaba en personas, había observado cómo los cerdos mejoraban ostensiblemente de las infecciones causadas. Aquel positivo pensamiento la impulsó, no la detuvo a pesar del agudo llanto y los desesperados alaridos que oía.

Después de numerosas visitas en las que hacía el mismo procedimiento, las curó. Sus sistemas digestivos no revistieron mayor daño como originalmente se pensaba y sus intestinos gruesos continuaron prestando sus naturales funciones. Existía, sin embargo, la amenaza de la reincidencia manifestada en una segunda revolución de los gusanos que quisiesen vengar a sus semejantes muertos en batalla. 

– No debo dejarlas que se sigan acostando en esas esteras puercas y sobre la tierra – pensó. 

Aquella reflexión la condujo a su tío Nicanor, quien se desempeñaba como carpintero de Colombia. Luego de los protocolarios saludos y pequeñas charlas sobre la familia y el estudio, Doris entró en materia:

– Tío, quiero pedirle un favor. 

– Dígame mija, ¿qué sería? – replicó Nicanor. 

– ¿Podría hacerme un par de camitas con la madera más barata que tenga? 

– ¿Dos camas? ¿Y eso para qué? – preguntó sorprendido el viejo. 

De nuevo, se vio en la obligación de contar la anécdota. Nicanor era un hombre más sereno que su hermana Elena. Así, no hubo oposición a la solicitud de su sobrina. Las camas estuvieron listas en una semana. Doris, con una sonrisa dibujada en el rostro y el brillo ocular de su espíritu solidario, las trasteó e hizo acostarlas allí. Las señoritas (puesto que nunca contrajeron matrimonio) estaban dichosas y eternamente agradecidas por lo que la niña de tan sólo doce años había hecho por ellas.

Templo de Nuestra Señora de las Mercedes, Colombia-Huila
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El alma noble de nuestra heroína no paró allí. Pasadas dos semanas, se dirigió al templo de Nuestra Señora de las Mercedes y habló con el párroco. Le solicitó formalmente una casa para ellas puesto que deseaba mejorar las condiciones indignas en las que vivían. El padre organizó eventos y con las donaciones de la gente, se les construyó un humilde pero digno y limpio hogar detrás del Paulo VI. Adicionalmente, recibieron alimentación y vestimenta para subsistir. 

Sería coherente pensar que Basilia y Bertilda morirían por esta condición. Pero la impredecibilidad de la vida es lo que la hace maravillosa…fallecieron después, de muerte natural. Aunque para muchos su comportamiento fue juzgado como irresponsable, en la consciencia de Doris no quedó la remembranza de haber empeorado el estado de salud sino la satisfacción de la reparación física de las que sufrían. Su posterior historia ha demostrado que ella sigue siendo un servicial ser, una matrona que se ha ocupado, desde la más tierna caricia de su infancia hasta el cenit de nuestras lunas, del cuidado desinteresado de aquellos que la aprecian.

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