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Primer puesto en el Tercer Concurso de Cuento Navideño, organizado por el Diario La Nación y el Centro Comercial Unicentro.
Las lágrimas descendieron por el delicado rostro de Emmanuel al contemplar que se acercaba la Navidad y bajo el arbolito no había regalo alguno. Su padre era de escasos recursos económicos y en las últimas dos semanas había conseguido sólo para que pudiesen comer. Williamson, que así se llamaba el progenitor, era un humilde carpintero. Vivía la mayor parte del tiempo encerrado en su taller haciendo o reparando todo tipo de muebles. Con tristeza e impotencia, contemplaba a su hijo mientras jugaba con otros niños afuera del rancho. En su mente retumbaba la solicitud que todos los pequeños hacían en la mágica temporada de diciembre: un obsequio para que fuesen felices.
Pero el ansiado dinero no llegó. Así que tomó una decisión. Se encerró en su taller durante el fin de semana anterior a la Navidad. Emmanuel escuchaba los ruidos emitidos por el torno, los formones, las lijas y los cepillos. Se preguntaba qué podría estar haciendo, pues no había llegado trabajo. Por su parte, Williamson no se detenía. No comió en esos días, solamente bebió agua.
Llegada la noche del 24 de diciembre, Emmanuel presenció por última vez el árbol, como guardando la esperanza, esperando un milagro. En ese instante, Williamson se acercó y le entregó una tarjeta.
– Vamos a jugar, hijo.
– ¿Qué es esto, papi? – Preguntó sorprendido mientras la recibía.
– Léela. Es una pista. Síguela.
Los ojos del infante se desorbitaron de emoción. La abrió y leyó:
“En este lugar lleno tu estómago de felicidad”.
La meditó y en pocos segundos exclamó: ¡La cocina!
Entró y vió una cajita sobre el mesón. En ella halló un papelito en el que estaba escrito “pista 2” y dos brazos de madera.
– ¿Dos bracitos, papi? – Replicó frunciendo el ceño.
– Lee la siguiente.
Lo hizo en voz alta: “En este lugar llenas tu mente de sueños”.
Metió el papel en el bolsillo y corrió hacia su habitación. En la cama yacía otra caja, en cuyo interior estaba la pista tres y un par de piernas.
– ¡Ya sé! ¡Me vas a dar un muñeco! ¡Parece ser del Capitán América!
La tercera decía: “En este lugar tu padre llena su cuerpo de aserrín”.
Con las cuatro extremidades en la mano izquierda se dirigió al taller. En la rústica mesa reposaba el tronco con una estrella blanca en el pecho. Las sospechas del pequeño se confirmaron al notar que enseguida estaba el escudo de su superhéroe favorito bellamente tallado. Se le aguó la mirada y se dispuso a leer la pista final.
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– Es la más difícil – le advirtió.
“En este lugar lo que estaba ausente se convierte ahora en alegre presencia”.
– No, papi, ¡no lo es…ya sé a dónde debo ir!
Y saliendo, fue a la sala arrodillándose frente al pino. En su base se hallaba la cabeza del Capitán. Con desbordado regocijo armó las piezas y lo abrazó fuertemente. Le agradeció por el juguete que le hizo. Williamson le contestó:
– Mi amor por ti es más grande que mi pobreza. Mi verdadera riqueza es verte sonreír. ¡Feliz Navidad!
Emmanuel salió a divertirse con sus amigos. Williamson lo observaba correr y saltar con el muñeco. Los poros de sus mejillas se le inundaron de llanto, esta vez causado por desbordante gozo.
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