Victor Hugo en su lecho de muerte. Crédito imagen |
Contemplo a mi padre
con un nevado en el pelo,los ojos lerdos,
el cuerpo encorvado,
la sonrisa débil,
y no puedo ocultar
la aflicción de mi semblante
causada por el fatal momento
cuando su vida cese
y su posterior eternidad
se inunde de inconsciencia.
Señor mecánico:
¿Adónde emigró
su vigorosa fuerza
al caer el martillo
sobre el cincel
para liberar la tuerca
del aferrado óxido?
El dolor habla,
le implora a la dama oscura
que toque a mi viejo hombre,
ella escucha su clamor complacida.
Hoy,
percibo los pasos en su lecho,
la respiración penetrante
congela sus lágrimas.
Su segura victoria se acerca
después de años de alegre gabela.
Hoy,
Empiezo a asumir
la prontitud de su ausencia,
el fin de su existencia
y el nacimiento de su legado:
Dejará como herencia
la maravilla de su tenacidad,
la admirable entrega
que como un roble
no se doblegó fácilmente
ante viles serruchos.
Emanará
el haz luminoso
del amor a sus hijos,
el regocijo en su rostro
al derrotar el hambre agresiva
que moraba en sus vientres.
Los momentos faltantes
y sus defectos perennes
se burlarán sin remedio alguno
de quienes aquí quedamos;
pues el muerto no existe
ni bueno ni malo,
el equilibrio entre virtudes y miserias
lo hace imperfecto, lo hace humano.
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