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Bajo el manto del agua

Nunca me dijeron cómo hacerlo ni cómo llegar a él. No lo leí en las abultadas enciclopedias que coleccionaba mi padre. No lo vi en videos, que para la época eran escasos. No lo mencionaron mis pocos amigos de infancia. El asunto simplemente no hacía parte de nuestras charlas. Hablábamos de trompos, canicas, Súper Campeones, Caballeros del Zodiaco, video juegos y del muñeco de año viejo. Pero no de eso. 

Lo descubrí de manera mágica, bella, sublime. He amado el agua desde el génesis de mi existencia. Cuando llovía, quería correr por la sexta mientras las gotas se estrellaban en mi rostro, como meteoritos en la superficie lunar. Esto originó mi amor por la alberca de la casa de mis padres, primer escenario de mi hallazgo. Adoraba estar allí, a pesar de los regaños de mamá, justificados en mi paupérrima condición asmática. Fue mi piscina inicial, aprendí a nadar en ella. Era enorme y profunda. Tanto que podía sumergirme y mover libremente mi cuerpo. 

En una de aquellas aventuras acuáticas fui atacado por los calambres que heredé de mi madre. Tendría seis años. El malestar en mi pierna izquierda se agudizaba pero no quería quejarme, ni pedir ayuda porque sabía que ella vendría y me haría salir. Aguanté. Con el beneplácito de los minutos, el mal se atenuó. 

Hay un estrecho espacio desde el dolor al placer. Los calambres hacían que retorciese las piernas como si estuviese pedaleando una bicicleta. Incrementaba gradualmente la velocidad, sintiendo corrientazos que se originaban en medio de las piernas. La nueva y placentera sensación hizo que repitiera el pedaleo, variando en movimiento y rapidez. Los corrientazos se esparcieron en diferentes direcciones de mi figura y hacían, entre otras cosas, que se ondeara mi abdomen. Cerré los ojos, los párpados vibraron como cuerdas de guitarra, los dedos de los pies se encorvaron y los labios mordidos palpitaron como si tuviese allí el corazón. No estaba sólo, sentía el cálido abrazo del agua estancada.

Mi abuela materna, quien vivía con nosotros, se acercó y me desenchufó con su trémula voz. 

– “Si su mamá lo ve ahí lo saca a correa” – me advirtió con mirada de lince.

Inferí que estaba observando lo que hacía ya que usó un vocablo desconocido que aún no comprendo: 

– “Y deje de estar molestándose así que se ‘dejuza’”. 

Supuse que se refería a la posiblidad de desencajarme la cadera. El temor me invadió y lo placentero se convirtió en vergüenza. Salí, me sequé y me vestí. La curiosidad fue más fuerte y la pena duró pocos días. Decidí no creer en las desastrosas consecuencias de la anciana y seguí "pedaleando": en la sala cuando mi familia dormía, en mi habitación y en el baño.

A los corrientazos se sumaría seis años después un transparente líquido que emanaba durante el cénit de mi clímax. ¡Qué curioso! tenía doce años y aún no sabía cómo tomarlo en mis manos, solamente continuaba aprisionándolo con mis muslos. Inicié a abrazarlo en mi adolescencia, sin tutorial de ningún tipo. Era como si hubiese crecido en una solitaria isla, sin televisión, Internet, ni revistas ilustrativas. El instinto supremo.

Finalmente, en la cumbre de mis años juveniles la nieve hizo su aparición con avalanchas sobre todos mis poros. A partir de entonces mi mente se ensució, comencé a ver revistas y videos, me volví uno más del montón siguiendo tendencias. Aunque en mi vida presente hay instantes de creatividad libidinosa, extraño esas pretéritas vivencias, en las que existía un universo de sensaciones por develar.



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