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Lo más difícil no radicó en el virus esparciéndose por mis pulmones sino en el reto que me impuso el aislamiento. Fui confirmado como portador un día en el que “voladores” surcaban el cielo de una alegre alborada. Quise tomarlo con calma, pero el desespero que me ondulaba el abdomen terminó por dominarme. Instintivamente me encerré. Mi habitación fue mi universo cuya entrada y salida sólo yo autorizaba.
Desde allí, agarré el celular y llamé a mamá. Sabía de su reacción alarmante. La condición dramática que la caracteriza es proporcional al amor que siente por mí. Pensaría ella en mi padre y en mi tía, quienes ya bordean el crepúsculo de sus vidas y son población en riesgo. Lloramos, me animó y me encomendó a una inacabable lista de santos. Al colgar, escuché alaridos desesperados. Era el resto de la familia que se enteraba.
Mi rutina sufrió una instantánea transformación, compleja de asimilar. La invisibilidad de mis acciones triviales, a las que por lo general miraba por encima del hombro, se volvió vistosa. Era como si fuese consciente que inhalaba y exhalaba todo el tiempo. Fue así como los interrogantes empezaron a taladrarme la mente: Ante la ausencia de baño en mi pieza, ¿cómo me ducharía y haría mis necesidades fisiológicas? ¿Cómo acumularía la basura generada con mis comidas? ¿Podría vencer a la desazón dentro de esta jaula? Salir no sería una opción a considerar. Quizás la decisión inicial más importante que tomé fue limitar mi cuerpo y mis objetos cercanos a la contaminación.
Irónicamente, poco pensaba en la enfermedad a pesar de sus fuertes síntomas. Posiblemente, porque sólo estaba bajo la voluntad de mi sistema inmunológico y de comunes analgésicos. Fui visitado por el personal de la secretaría en dos ocasiones para monitorear mi evolución. Ardía, mi cabeza simulaba un globo que inflaba un niño en su fiesta de cumpleaños. La tos era constante y mi nariz pareciera que le rogara al vanidoso aire para que entrara por ella. Lucía macilento y pesado. Era como si solamente fuese sostenido por mi conciencia. Sentía que me evaporaba, recurrentemente tomaba agua que creía perdida.
Los alimentos eran ingresados por la ventana que permanecía abierta para que circulara la brisa. El cúmulo de platos y utensilios plásticos que usaba formaron una primera bola de nieve. De igual manera, opté por pedirle a mamá pacas de pañales. Esta segunda esfera que con ellos se formó, además de enorme, expedía un repugnante hedor. Una tercera era de ropa sucia. Afortunadamente no terminé todo el closet, de lo contrario seguiría desnudo. Mi “ducha” se limitaba a rociarme el perfume que me había obsequiado mi amiga y a limpiar mi figura con pañitos húmedos. Terminaban ennegrecidos, olorosos, extrañando su albo color y floral aroma. Mis dientes los cepillaba y, aunque asqueroso, bebía el enjuague. Estaba comprometido a no abandonar a menos que requiriera atención hospitalaria.
El aburrimiento se convirtió en un poderoso titán, una especie de Goliat. Lo combatí leyendo novelas de Hemingway, estudiando la lengua alemana, impartiendo clases desde la cama, desinfectando mis pertenencias y tocando la guitarra. Estar ocupado era primordial, de otro modo las afectaciones psicológicas habrían sido más angustiantes que las propias dolencias.
Mis seres queridos mantenían el contacto necesario desde la virtualidad. Mensajes de audio y videos orando por mi pronta recuperación saturaban mi teléfono. Mis guerreras defensas se fortalecieron, era el anhelado refuerzo que demandaban. Sus atenciones fueron una fuente de energía adicional para mí.
Tras catorce días, y luego de confirmar la inexistencia de COVID-19, me regocijaba en cosas que consideraba insignificantes: ir al baño, almorzar en el comedor usando los platos de cerámica y la cuchara de acero, caminar por la casa, ver a mis padres, mis tíos, mis hermanos y encerrarlos con mis brazos…comprendí que la batalla de aquellos que padecimos esta enfermedad no es solamente física sino especialmente mental.
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