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Vaivenes perversos

A Anselmo le temblaban las manos cuando recibió del doctor Amorocho el sobre con los resultados de la biopsia que le habían tomado hacía dos semanas. Lo miraba, le daba vueltas impacientemente, suspiró profundamente y lo abrió. Desdobló la hoja y las gotas que se deslizaron por su rostro confirmaron sus sospechas: la existencia de un agresivo cáncer. Se sentó en la camilla, secó sus lágrimas y preguntó: 

– ¿Cuánto tiempo, doctor? 

Amorocho lo miró fijamente, le palmoteó el hombro y le dijo: 

– Don Anselmo, seré sincero. Ya está bastante avanzado. Seis meses, máximo. 

El galeno era uno de los oncólogos más reconocidos de Neiva. Con pregrado en la Universidad Navarrete y especialización en la Escuela Médica del Sur, gozaba de extensa experiencia profesional y se jactaba de haber curado a pacientes graves. Pero sabía que con él todo sería diferente. 

Decaído se levantó, se despidió del médico y abandonó el consultorio. 

Mientras contemplaba el paisaje de regreso a su natal Saladoblanco, se dejó ahogar por la depresión. Disimulaba su llanto ocultándolo con su sombrero de iraca y meditaba sobre el contraste entre su existencia pretérita, llena de lujuria y excentricidades, con su deplorable salud actual. En su juventud lo rodeaban caballos, licor, mujeres y buena comida. Era un ganadero exitoso, patriarcal, adinerado. Era el gran benefactor del pueblo y los alcaldes de turno le rendían total pleitesía. Ahora, reducido en un colectivo de Coomotor, se sentía impotente ante aquello que todo su dinero no puede comprar. La generosa cantidad de terrenos y reses que aún poseía no eran importantes. Se prepararía para vivir feliz en sus limitados meses de peregrinación en el mundo. 

En el parque del poblado, caminó hacia la cantina frente a la Alcaldía. Para un débil hombre ante el alcohol, su familia estaba después. Pidió una cerveza Águila y la bebió al son de las canciones de John Alex Castaño. Lloró y tomó por cuatro horas, hasta quedarse dormido en la mesa. Quizás, como a muchos les pasa, pensaría que todo fuese un sueño, y que al despertar, la realidad de su condición fuese distinta. 

No fue así. Al recuperar su estado de consciencia, la mesera cerraba el local y lo invitaba cordialmente a que le “colaborara con la salida”. Tambaleando, se levantó y un expreso lo condujo hasta la finca de Helena; no a la de Rosalía, su esposa, como habría de esperarse. Al abrirle, a la mujer se le enrojeció el rostro: 

– ¿Por qué viene a esta hora así todo borracho? – le reclamó airada. 

Anselmo, que no podía hablar bien, le contó lo sucedido en medio de sus tartamudeos. Helena se conmovió y se sintió impedida para discutirle. Lo hizo pasar y le preparó un caldo de cucha. Al servirlo, no pudo ocultar en el rostro su pesar por su amante y las lágrimas le surcaron la cara. Le indagó sobre lo que seguiría. 

– Nada, nada puede seguir. Morfina hasta que llegue la muerte… 

Como sintiendo una fuerza que la empujaba, Helena se llenó de valor: 

– Mire Anselmo, quiero hacerlo feliz hasta el fin. Usted ya no quiere a Rosalía, nosotros llevamos mucho con esto a escondidas. Véngase a vivir conmigo. Yo lo cuido, me hago cargo. 

El hombre se esforzó por sostenerle la mirada mientras su amante le hablaba y le contestó: 

– Sabe que sí, ya no siento nada por ella. Nunca pudimos tener hijos. Me voy a morir y quiero terminar bien, contento. Y esa persona con quien quiero estar en esta agonía final es usted. 

Helena lo interrumpió para evitar que hablase de la limitación de sus días. Terminó el caldo, fueron a la pieza y la mujer le ofreció su cuerpo para consolarlo. La pasión se desbordó y en el cénit del clímax, le prometió que heredaría todo lo que le quedaría de la separación, pues necesitaría a alguien que se hiciera a cargo. 

En el génesis de la mañana siguiente, se duchó, desayunó, se despidió y se dirigió a su casa: 

– Voy a resolver el asuntico aquel – dijo. 

Al verlo, a Rosalía la invadieron los demonios. 

– ¿Dónde estaba? ¿Por qué no llegó anoche a dormir? – le increpaba mientras lo acuchillaba con los ojos. 

Con la satisfacción de lo que tenía por decirle, la observó despectivamente y le respondió tranquilamente: 

– Eso no le importa. Sólo he venido a decirle dos cositas. Bueno tres. La primera es que, para felicidad suya, me le moriré pronto. La segunda que me largo de esta casa y la tercera que me voy a vivir con mi moza. 

Ella sospechaba de las andanzas de su esposo, mas la noticia de su salud la dejó sin posibilidad de responderle como lo haría cualquier mujer herida por una infidelidad. Se limitó a agachar la cabeza, emitió un leve quejido de resignación y se encerró en el aposento. 

Tras dos semanas de penas y decepciones, Rosalía le concedió el divorcio. La relación sufría muchas dificultades y el cáncer había contribuido, en cierta manera, a que se deteriora. Como era de esperarse, la mujer solicitó la mitad de las propiedades, como lo ordena la ley. La voluntad y esperanza de Anselmo residían en Helena, a quien posteriormente le escrituraría los bienes que le habían quedado. Estaría listo para fallecer así como nació: sin nada. 

Nunca más volvió a saber de su exmujer. Vivió días de aparente felicidad y eran comunes los asados en la finca. En la fiesta patronal de Nuestra Señora de las Mercedes, los anfitriones invitaron a sus entrañables amistades, entre ellos Libardo, quien había llegado del Caquetá. Anselmo no pudo ocultar su alegría al acercarse al parque junto con Pedro Nel, criado de Helena, a recogerlo: 

– Hombre Libardo, ¡cuánto ha! ¿Cómo me lo han tratado? 

Rápidamente regresaron a la granja. Gozaron y en un vasto océano de anécdotas, actualizaron las historias de sus existencias. Mas la noche se empañó con la presencia del cáncer. Estaba pasándola tan bien, que se le había olvidado por completo. Su amigo le dio ánimo y le solicitó que hablaran a solas. 

– ¿A qué médico está yendo? 

– Con el doctor Amorocho, de los mejores de Neiva. 

– ¿Siempre lo ha atendido él? 

– Sí, claro. El tipo tiene mucho prestigio y dicen que ha sanado a bastantes. 

– No sé, Anselmo. ¿No le gustaría escuchar una segunda opinión? 

Como atando cabos, algo retumbó en la cabeza del enfermo. Al fin y al cabo otra valoración no estaría mal. Libardo continuó hablándole: 

– Mire que mi cuñada tenía cáncer de piel, la trataron en el Centro de Cancerología en Bogotá y le fue de maravilla. Tan bien que según los últimos exámenes, se recuperó de eso. Si quiere lo acompaño. Vayamos, la peor diligencia es la que no se hace. 

– Pues no sé...Déjeme lo pienso, lo hablo con Helena y cualquier cosa le digo. 

La invitación a pasar a la mesa interrumpió súbitamente la conversación. Fue un día distinto para todos, en el que se sobrepuso el regocijo a las penas. Llegada la noche, Pedro Nel condujo a Libardo de vuelta. 

La propuesta le taladró tanto la cabeza que terminó aceptándola. Después de haberlo acordado, despertó decidido en una mañana adornada de gallos, lo llamó y le ordenó a Pedro Nel que lo llevara al municipio. Cuarenta minutos luego los viajeros estarían esperando en un colectivo en el parque principal. 

– Hay vainas que no hay que darles tanta vuelta. Hablé con Helena y me haré valorar donde me dice. 

El microbús los llevó a Pitalito. El bus hacia Bogotá saldría en una hora. 

La capital los recibió con su abrazo de hielo, al que ya estaban algo acostumbrados, dado el fresco clima de su pueblo natal. Llegaron al alojamiento, descargaron maletas y llamaron para programar la cita. Verían al doctor Valderrama en dos días. 

– Cómo es de ágil el sistema cuando hay plata, ¿no, compadre? – bromeó el doliente. No perdía su tono alegre, propio de toda su vida, a pesar de sus dolencias. 

El Centro de Cancerología se ubicaba a veinte minutos del hospedaje. El oncólogo los recibió con una amplia sonrisa y los invitó a sentarse. Le mostró los resultados de la biopsia y el médico no pudo ocultar su asombro. 

– Don Anselmo, pues esto se ve grave. Sin embargo, tomaremos una nueva biopsia para confirmar. En dos semanas debe pasar por acá para comentarle lo que encontramos. 

Durante el lapso de estadía, mostraba la necesaria atención con Helena. La llamaba y le contaba sobre sus días. La intensidad del idilio fue decayendo cuando no contestaba el teléfono tras insistirle varias veces. 

En el crepúsculo de los quince días, los saladeños visitaron de nuevo a Valderrama. La cara del galeno lucía asombrada y festiva. 

– Don Anselmo, ¿cómo ha estado? – le dijo mientras le apretaba la mano – hoy tengo algo muy importante que decirle, ¡no me lo va a creer! 

Al paciente se le brotaron los ojos y su corazón parecía como el de un atleta que recién había terminado de correr 400 metros. 

– Cómo así doctor, ¡cuénteme, ¿qué encontró?! 

– Seré directo: no tiene cáncer. Nuestra biopsia confirma la inexistencia de células cancerígenas. 

– Pero, ¿cómo así? ¿y lo que le mostré de Neiva? 

– Esa es la otra parte de la historia. Ante la disparidad entre la biopsia tomada allá y la que tomamos aquí, decidimos contactarnos con la institución en cuestión. Resulta que confundieron los resultados de su examen. Aquellos que le entregaron son de otra persona. Su dolor es ajeno a una influencia cancerígena. 

Es de decir que a Anselmo lo invadió una extraña mezcla de sentimientos. Por un lado, la enorme tranquilidad al no estar en tan crítica condición. Abrazó fuertemente a Libardo y sollozó sobre su hombro. De igual manera expresó su rabia con Amorocho y la incompetencia de sus empleados. No podía creer que una información tan delicada fuese a ser confundida de tal manera. Toda la admiración que algún día sintió por él se fue al piso. De ahora en adelante, sería un mediocre más. 

Al desprenderse del cuerpo de su amigo y secar sus lágrimas, quiso compartir la noticia con Helena. Eso lo reconfortaría, lo haría más pleno. Iniciarían una nueva etapa juntos, sin ninguna amenaza grave. La llamó al celular sin haber respuesta alguna. 

– Dígaselo personalmente, que sea una agradable sorpresa – le sugirió Libardo – camine pues pal’ pueblo. 

Agradecieron a Valderrama y en cuarenta y cinco minutos estaban en la terminal. El bus saldría poco después. En el trayecto, a Anselmo se le llenó la cabeza de imágenes hermosas sobre el futuro con su nuevo amor: los cultivos, la posibilidad de una familia. Tal era su regocijo que Libardo se quedaba mirándolo y se le curveaban los labios al verlo fantasear. 

El bus se detuvo en Pitalito y desde allí tomaron un pequeño jeep para Saladoblanco. Al bajarse, agradeció a su amigo por la sugerencia de una nueva revisión y por su compañía. 

– ¡No sabe cómo me cambió la vida! Lo aprecio mucho. 

Y se despidieron fundiendo sus cuerpos. 

Pensó en llamar a Pedro Nel para que lo recogiera pero se decidió por un expreso. Al llegar a la granja, notó que el portón estaba entreabierto y decidió entrar. La alegría se le convirtió en angustia cuando escuchó a su mujer gritando en el cuarto. Apresuradamente abrió la puerta, pensando que se encontraba en peligro. Al contemplar la escena se le aceleró el corazón estrepitosamente. 

– ¡Helena! – gritó – ¿qué es esto? 

La dama desnuda se estremeció al verlo. Pedro Nel, por su parte, agarró rápidamente su bóxer, se lanzó por la ventana y emprendió la huida. Anselmo empuñó el machete que había en la sala y decidió seguirlo por varios metros. El empleado corrió tan rápido que no pudo ser alcanzado. 

Con la mirada baja, los dientes crujiendo y el sudor descendiendo por su cuerpo, regresó furioso. 

– ¡No puedo creer que me haya hecho esto! ¡Yo la amo! Aclaré mis cosas con Rosalía para compartir con usted, ¿y así me paga? ¿revolcándose con el jornalero? Hoy venía a traerle buenas noticias, pero con lo que he visto, no hay nada que celebrar… 

A Helena le brillaron los ojos de color lavanda. Sin el más mínimo sentimiento de vergüenza le replicó: 

– ¿Y no dizque venía hasta la otra semana? Bueno ya está aquí y lo que pasó, pasó. Nunca lo quise, viejo andón. Pero a sus finquitas sí. Estoy esperando que se muera rápido para que me deje en paz. Lo más difícil fue hacerle creer que lo adoraba (haciéndole señas de comillas con sus manos) para que me dejara sus tierras. 

– ¡Para su desgracia, ya no me voy a morir, vieja hijueputa! 

Y con el machete que tenía en su mano, se abalanzó sobre ella y descargó sobre su espalda un planazo. 

– ¡Lástima que la necesito viva para que me devuelva lo mío, embustera! 

Ella no se resignó a tal agresión. Corrió a la cocina y con un cuchillo le causó un superficial corte en el brazo izquierdo. La sirena de la patrulla se acercaba, seguramente alertada por Pedro Nel, invadiéndolos de temor. 

– ¡Olvídese que esto se va a quedar así, vieja traidora! 

Y se escabulló entre el cafetal. Salió a la carretera y un conductor lo trasladó al puesto de salud del poblado. La policía sospechó del lugar al que se dirigiría el herido y luego de suturarle la lesión fue arrestado. Estuvo en la celda de la comisaría por una semana. Su libertad no fue plena debido a la demanda que le había interpuesto Helena por lesiones personales.

El gran ganadero quedaría reducido a la habitación de un penoso hotel que le pagaba Libardo. Sin mujeres, ni granjas, ni alegrías, visitó en cierto día de lluvia su ya conocida cantina frente a la alcaldía y bebió exageradamente. Rompió una botella y al beber de ella se perforó los labios al ritmo de “la copa rota”. Pagó con el dinero de bolsillo que le había dado su incondicional amigo, se alejó tambaleando y llorando por las calles de la población, sin rumbo fijo. 

En ese reto al equilibrio, y consumado por sus desgracias, el señor de las fiestas, exceso de mujeres, licor desmedido, finos caballos y exquisita comida; se atravesó por la vía que de Saladoblanco conduce a Pitalito y lo atropelló un jeep que consumó instantáneamente su existencia. Su último suspiro subía y bajaba como una montaña rusa; como una analogía del tránsito intenso de sus altibajos.



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