Muelle de Puerto Colombia, Atlántico Crédito imagen |
Victoria tuvo el maternal presentimiento que se trataba de su hijo Alexander cuando escuchó la trágica noticia en la emisora comunitaria. Dos pescadores se habían extraviado en la inmensidad del mar Caribe aquel primero de abril de 1985. Dejó la ropa en el lavadero, se secó las manos y se vistió rápidamente. Caminó hasta el muelle de su natal Puerto Colombia para averiguar más sobre lo ocurrido. Encontró a uno de los amigos de su hijo y con voz azarosa y entrecortada preguntó por él.
– Seño Victoria – le dijo el pescador mientras bajaba penosamente la mirada – Alexander es uno de los que están perdidos.
El sol se zambullía en el opulento océano. Victoria no pudo contener su aflicción y sin decir palabra alguna miró hacia la mancha azul por unos minutos, se despidió tímidamente de los pescadores y se devolvió cabizbaja al rancho. En la intimidad de su habitación, tomó la camándula, hizo el Rosario y le pidió a la Virgen del Carmen por el extraviado. Terminadas sus plegarias, arrancó una hoja y plasmó algo sobre ella.
La luna hacía su aparición plateada sobre la bóveda celeste cuando regresó al muelle. En esta ocasión, eran sólo ella y el agua. Parecía hablarle, se arrodilló y le suplicó que de sus profundas entrañas escupiera a su hijo. La brisa acariciaba su macilento cuerpo mientras seguía postrada. En el ecuador de la noche, decidió regresar a su casa. Dejó el radio prendido esperando escuchar alguna buena nueva. No hubo novedad y sus pesados párpados terminaron por vencerla.
Durante los nueve años siguientes, Victoria visitaba religiosamente la playa y se arrodillaba ante el mar. Estar allí, se había convertido en un sagrado ritual. Era tan popular que los moradores del pueblo la comparaban con Rebeca Méndez Jiménez, una mexicana quien esperó por 41 años a su prometido en el conocido muelle de San Blas.
Sus ojos se le llenaron de crepúsculos y su existencia culminó una década después sin saber nada. Murió triste. Aunque nunca abandonó el optimismo, se llevó a su tumba la incertidumbre del naufragio. En sus últimos suspiros, recordó los momentos que con él compartió: las visitas a las oscuras playas del poblado, las fiestas de carnaval en el Castillo del Salgar, la algarabía del 16 de julio y las veces que lo acompañó a pescar en el Caribe. La imagen de Alexander se fue diluyendo lentamente mientras su estado de consciencia terminaba para siempre.
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Trinidad, Cuba Crédito imagen |
2015 no fue un año fácil para los pescadores de Trinidad, Cuba. Las tormentas tropicales y los huracanes habían afectado la industria pesquera. La ciudad sobrevivía con el turismo bajo el amparo de Patrimonio Mundial y las plantaciones de Tabaco.
Sin embargo Fidel, uno de sus aguerridos moradores, no se daba por vencido. Aquel 19 de septiembre agarró sus cañas y se fue decidido a La Boca. Su convicción era tan grande como aquella de Santiago en la novela de Hemingway.
– Hoy es mi día – pensó.
El mar Caribe lo recibió con su dorado sol. No había llevado ayudante, su barco era su única compañía. Lanzó las cañas y acomodó las líneas cuidadosamente. Aguardó pacientemente a que alguna de ellas tirara tan fuerte que lo tumbara del bote. Pero no fue así. Minutos más tarde, percibió en el horizonte un objeto que flotaba. Se limpió la cara, como creyendo que lo que veía era un espejismo. Aquello se acercaba como si caminara hacia él.
Descuidó sus líneas y se concentró en el elemento insólito. La escasez de la distancia en que se hallaba le permitió percibir claramente qué era.
– ¡Una simple botella! – exclamó y agregó algunas maldiciones.
La ignoró y quiso concentrarse en su trabajo pero ella no hizo lo mismo. Era como si tuviese vida y quisiera acercarse decididamente al cubano. Chocó inevitablemente con la canoa. El pescador la sujetó y notó que se encontraba tapada con un corcho. Lo retiró y el olor a vino aún emanaba del interior. La volteó y observó con asombro cómo un pequeño papel enrollado se deslizaba y caía sobre la base de la embarcación. Estuvo cerca de que cayese al agua y se perdiera para siempre.
Lo recogió y lo examinó. Como no sabía leer, lo guardó en su bolsillo y puso el frasco en el compartimiento. El día agonizaba cuando volvió resignado a La Boca sin haber pescado algo de importancia.
– Les diré que pesqué una botella – pensó y echó a reírse a carcajadas.
De vuelta, le contó lo sucedido a su esposa Carmenza y le pasó el manuscrito para que lo leyera.
– ¿Dónde tú encontraste esto, Fidel?
– En el mar, estaba en esta botella.
A la mujer se le desorbitaron los ojos en señal de incredulidad.
– Es viejísimo, de hace 30 años, lo escribió alguien de Colombia.
– ¿Y llegó hasta acá?
– Según lo que tú me cuentas, parece que sí.
– Y dime tú, ¿qué dice el mensaje?
Carmenza se afligió y tomando profundamente aire le leyó.
Puerto Colombia, Atlántico, Colombia
1 de abril de 1985
¿Sabes hijo? Sé que estas palabras llegarán a donde tú estás. Le he pedido a la Virgencita del Carmen que las guíe hacia ti. Sé que estás vivo, así te siento. Debes tener fe y esperanza. Los guardacostas te están buscando y te encontrarán. Has sido maravilloso merecemos vernos una vez más. Te extraño, no he parado de llorar. Mis oraciones y mis pensamientos están contigo. Te amo.
Tu madre,
Victoria
Los esposos llevaron el papel a una de las emisoras locales. La historia del antiguo escrito en la botella se hizo viral en toda Cuba y se expandió por el mundo a través de las redes sociales. A pesar del esfuerzo para que la carta llegara a su destinatario, de Alexander nunca se supo nada, como si simplemente se lo hubiese tragado el océano.
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