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– Parece que va a llover – le advirtió su madre – apurémonos.
Las gotas empezaban a estrellarse como kamikazes en el desconsolado rostro de William. Tendría que apurarse para sacar lo escaso que había quedado en su apartamento.
Hacía seis meses, su matrimonio con Adriana había terminado. Desde entonces, ella lo había dejado y vivía solo. De carácter zángano, aprendió lo que nunca hacía mientras convivía con su exmujer: aseo, lavar baños, preparar su desayuno y demás quehaceres hogareños. Era un mantenido, todo se lo hacían.
Vivía una vida solitaria pero tranquila. Atrás quedaron las discusiones extensas, los celos excesivos y las difamaciones que habían afectado su trabajo. No se consideraba un santo per se. Reconocía que había cometido errores fundamentados en su placer lujurioso e insaciable. Ella tendría la razón en sus reclamos. Los dos se sacaron la tarjeta roja simultáneamente. Su rutina de recién separado le brindó la libertad de la independencia. Aquella que lo condujo a aciertos y equivocaciones, como suele suceder con una especie que siempre es esclava de algo o de alguien.
Cierto día en el que el sol esparcía generosamente sus rayos, recibió un mensaje de su exsuegra:
– Hola William
– Doña Rosa, ¿cómo está?
– Bien mijo, sí señor. Quiero comentarle algo. Adriana me pidió el favor de comunicarme con usted para preguntarle cuándo NO va a estar en el apartamento. Ella necesita ir a sacar sus cosas pero me dice que no quiere verlo.
– El domingo por la tarde está bien. Voy a estar donde mis papás, ella puede venir.
– Bueno señor, yo le digo entonces. Chao.
Tuvo un presentimiento y quería confirmarlo. Llamó enseguida a su mamá y le contó lo sucedido.
– Mucho cuidado – le respondió – Esas viejas son jodidas y se le pueden llevar cosas suyas. Guarde muy bien lo suyo, puede ser en un cuarto bajo llave.
Pero era demasiado terco. Tanto que sobreestimó la sugerencia de su progenitora. Fue al closet, tomó fotos de su ropa y de aquello que le pertenecía, con el fin de tener pruebas de lo existente en caso que desaparecieran. No arrumó nada con seguro.
Llegado el domingo, se levantó a las once, se duchó y desayunó. Vistió lo más harapiento que poseía: un jean colmado de rotos, camiseta y tenis rojos. Antes de salir, recibió una llamada de su prevenida mamá.
– ¿Guardó sus cosas?
– Sí señora – le mintió.
– Tráigase el computador.
En esta ocasión sí le obedeció y lo puso en su morral. Aseguró la puerta, bajó las escaleras y, maletín en la espalda, marchó hacia su destino.
Pasó gran parte de la tarde allá. Alrededor de las cinco, le solicitó a su hermano Juan que lo llevara al condominio en su moto. Al llegar, la camioneta estaba afuera y un pelotón de civiles bajaba los enseres.
– ¡Son como diez, ¿no?! – exclamó Juan.
– Sí, y mire, ya echaron la nevera, el sofá, la estufa…se ve lleno ese camión. Igual, todas esas cosas se las regaló David, el papá de ella, para nuestro matrimonio. Que se las lleve…
Se devolvieron. En horas de la noche William envió un texto a Rosa preguntando si ya podía devolverse. No hubo respuesta, solamente dos palomitas azules. Lo interpretó como un “sí” y despidiéndose, regresó.
Al ingresar, no lo podía creer. Era como si lo hubiesen desocupado para ponerlo en venta. Sintió un angustiante apretón en el pecho y su mente se nubló. No supo qué hacer, se bloqueó. Revisó meticulosamente cada uno de los cuartos y confirmó lo dicho por su madre: Se habían llevado casi todo, incluso sus propias pertenencias: televisor, equipo de sonido, gran parte de su vestimenta, sus zapatos, sus guitarras acústica y eléctrica, su raqueta de tenis…quedaban acompañándolo la cesta de ropa sucia (que nunca entendió por qué no se la llevó) y sus libros, sus amadas novelas.
El coro de truenos comenzaba a calentar su voz en el firmamento cuando William llamó a su exsuegra para exigirle la devolución de sus cosas. No contestó. Decidió contactarse con Adriana quien también lo ignoró. La que no lo hizo fue su preocupada pero directa mamá.
– Sí ve, yo le dije. Y usted es muy güevón, no hizo caso. Venga y duerma acá, porque hasta sin cama lo dejaron. Se salvó el portátil, sino le advierto también se lo hubieran llevado.
Ante la posibilidad de la lluvia, no caminó en esta ocasión sino que manejó su motocicleta.
– Algo tenemos que hacer. Vaya descanse – le dijo César, su papá, mientras su hijo cruzaba la puerta.
– Mañana esa vieja va por lo que no pudo llevarse hoy. Deberíamos ir a recoger eso ahora – propuso Dirley, que así se llamaba la progenitora de William.
Y bajo el cielo cubierto nubes, padre, madre e hijo fueron al desolado lugar en el viejo carro de la familia. Serían las 10 de la noche cuando llegaron.
– Parece que va a llover…
– Ojalá la gente no piense que somos ladrones porque trasteos a esta hora muy sospechoso, “ma”.
– Deje de pensar en pendejadas y apúrele – le replicó Dirley.
Recolectar lo que quedaba fue penoso y agotador. El edificio tenía cinco pisos, sin ascensor. Los libros, que eran numerosos, pesaban. En medio del aguacero, William reflexionaba sobre el carácter efímero de las cosas y la insondable decepción que sentía por su exesposa. Consideró habérselo merecido, pero sus faltas no eran proporcionales a tal humillación.
– ¿Qué podrá hacer con mis zapatos, con mi vestuario? – meditó inocentemente.
Al llegar a la casa materna, descargaron y secaron los textos y las prendas. Seguidamente, tomó un lapicero y escribió en su agenda de reflexiones:
“No somos dueños de nada. Desnudos venimos, “desnudos” nos vamos. Este cuerpo permanecerá acá, pudriéndose. Somos simples administradores de bienes materiales que se nos confían por un tiempo. Vienen y van, se pierden y se consiguen. Somos más que un conjunto de electrodomésticos. Retomar es difícil pero no imposible. Queda la desilusión de la bajeza de quienes decían amarnos pero acabaron desnudando despedidamente sus demonios.”
Trató de dormir con la complacencia del agua que le cantaba en el techo. Tendría que levantarse temprano, comprar una camisa, un drill y un par de mocasines decentes. La oficina lo esperaba.
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