Aquel diciembre, la pareja cuidaba una casa ajena. Esa noche adornada de luciérnagas fue todo distinto. Entraron en la habitación, le hizo colocar sus manos atrás, las ató y privó su vista con una venda escarlata. La escuchó caer sobre la cama y le dijo:
– Quítame la ropa.
Se sentó encima y empezó, torpemente, a desabotonarle la blusa con sus incisivos. La mujer se dio vuelta y él liberó los tres ganchos de su sostén. Desajustó su falda y su panty oscuro, deslizándolos por sus piernas. Ella se contorneaba para ayudarse a liberar de las prendas. Yacía desnuda, sin que él pudiese tener el gusto de contemplarla con sus ojos.
Sonó su nariz y la acercó al cuerpo de su amante. Inició el trayecto en su frondosa cabellera, la cual emanaba un aroma de canela. Bajó por su cuello y sintiendo su agitada respiración, su blanca piel se excitó. Olió el rubor de su rostro, el floral desodorante de sus axilas y la crema hidratante en su abdomen. Culminó en el olor a mar de su entrepierna, moviendo su nariz hacia los lados mientras ella lo ahondaba en su intimidad.
Acercó su oído izquierdo y oyó el entrecortado jadeo de la mujer al jugar con su índice. El sonido de sus pulmones simulaban pistones de un auto a grandes revoluciones. Su corazón vibraba salvajemente, como una tambora andina. Todo su semblante era una armonía sonora de placer. La melodía de la humedad en su interior era un concierto de alegres sinfonías.
– Tócame.
– Pero estoy atado – le respondió.
– ¿Necesitas las manos para hacerlo?
Calentó sus pies bajo la sábana y se los puso en los hombros. Los subió por las montañas de sus senos y los descendió por el valle de su vientre. Ella volteó su cuerpo y él le acarició su espalda y las colinas de sus nalgas. Estando bocarriba de nuevo, ubicó los suyos alrededor de su miembro y lo estimuló. Él le presionó suavemente los pezones con sus dedos.
Humedeció su lengua y exploró su piel, inundando como lagos todos sus poros. Ella agarró una cereza y chantilly de la mesita. Puso la fruta en su ombligo y delineó con la crema un camino desde allí hasta sus labios.
– No te la comas, tráela a mi boca.
Llevándola hacia su destino, se la dió y se sumergieron en insondables besos. Presionó su cabeza y lo hizo descender. Él ondulaba su lengua en armónicos círculos y ella le halaba vigorosamente el cabello.
Lo desató y le pidió que se quitara la tela. Ahora podía ver su ondulado pelo, los panales que en sus iris había, los restos del albo sendero, las curvas de sus caderas y el río que nacía en su paraíso…observar su figura era una oda a la majestuosidad lujuriosa. Con ese preámbulo de plenos sentidos, fueron mutuos por última vez.
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