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Heterosexualidad vulnerada

Si bien sabíamos de su condición homosexual, a Miguel le molestaba sobremanera que habláramos de ella a sus espaldas. Tanto así que en cierto día en que nos encontrábamos en clase, pidió permiso al profesor y con la furia desdibujándole la cara se dirigió a nosotros en tono firme pero respetuoso: 

– ¡Lo que yo haga con mi vida personal no tiene por qué importarle a nadie! ¡Les pido respeto por mi intimidad! 

Quedamos congelados como témpanos de hielo porque tenía razón y se estaban generando comentarios desagradables en su contra. No era de mi círculo más cercano de compañeros de la licenciatura pero sentía cierta admiración por él. Su tiempo en la universidad lo pasaba con sus inseparables Mariana, Lorena y Lizeth. 

Venía de Pitalito. Todo su vigoroso semblante era una oda al café: el tono de su piel, su cabello encaracolado, sus ojos de miel. Era muy inteligente. En las actividades grupales, era de esperarse que trabajase con ellas. Sin embargo, empecé a tener un contacto más cercano debido a una materia en la que el profesor asignaba los grupos y nos correspondió trabajar juntos. Al tratarlo, descubrí que detrás de su guapura, había un hombre amable y sencillo. 

En uno de aquellos trabajos, me citó en su aparta estudio en Santa Inés. Era un viernes en la noche y debíamos sustentar unas teorías de aprendizaje el lunes en la mañana. Me ofreció gaseosa y la bebimos mientras preparábamos las diapositivas. Al terminar, manifestó sentirse cansado, encendió el televisor y se acostó en la cama. 

– Ven, acuéstate un rato aquí – me dijo tranquilamente. 

Yo, que sospechaba de sus intenciones, me negué inicialmente. Sin embargo su insistencia y quizás mi primitiva curiosidad permitieron que cediese ante su petición. No recuerdo exactamente el tipo de película que puso. Luego de algunos minutos a él le pareció aburridísima. 

– ¿La cambiamos? – me propuso. 

Ante mi respuesta afirmativa, hábilmente aprovechó y proyectó una de porno donde se proyectaba una orgía. 

– ¿Te gusta esa? 

Convencido que respondía desde mi masculinidad le dije que sí e hice comentarios obscenos sobre las mujeres que estaban en escena. Él, por su parte, se fijaba más en los hombres ya que no paraba de halagar sus miembros. Esto hizo que comenzara a tocarse por encima del jean. Me llené de nervios. 

– ¿Quieres verlo? 

No respondí nada. 

Entendió mi silencio como un sí, se bajó la cremallera y lo sacó. Debo admitir que era bastante grueso, de generosa longitud, algo intimidante. Las venas le resaltaban y se le marcaban ostensiblemente. Lo acariciaba y lo movía de arriba hacia abajo. Yo evitaba mirarlo e intenté, inútilmente, prestar atención a la película. 

– ¡Saca el tuyo también y tócate! – me dijo jadeando. 

Ya estaba caliente y así lo hice. Éramos un par de chicos, adolescentes que simplemente daban rienda suelta a sus deseos libidinosos. O bueno, así lo estaba viendo yo hasta ese momento. Pasados ciertos minutos en que cada uno estaba ocupado en su propio placer, puso su mano derecha en mi brazo izquierdo y lo llevó hacia su genital. 

– Vamos a hacer un intercambio. Yo toco lo tuyo y tú lo mío. Agárralo. 

En ese momento sentí que toda la sangre que había acumulado empezaba a abandonarme, haciéndolo lucir flácido. Supuse que los nervios y la ansiedad me habían pasado factura. Pero él no dejó que desfalleciera. Lo acarició y sus maniobras de resucitación resultaron exitosas. La calentura del momento hizo que olvidara por completo la que hasta ahora mi incuestionable condición heterosexual. 

– Si un objeto inerte puede darme placer, ¿por qué otro ser humano no? Sería hipócrita negar que no se siente bien su mano allí – pensé. 

Se levantó y se sentó sobre la cama. Terminó de bajarse el jean y me pidió que hiciese lo mismo. Lucíamos desnudos de nuestra cintura para abajo. Estábamos sentados frente a frente, él me miraba con ojos de deseo pero yo no podía sostenerle la mirada. La esquivaba u ocasionalmente observaba la película. 

– Vamos a hacer una apuesta – propuso. 

– ¿Qué apuesta? 

– Tú me vas a masturbar y yo te masturbo, el que se venga primero paga una hamburguesa al otro. 

Debo confesar que me invadió una risita nerviosa que me costó controlar. Pero ante la excitación presente no hice sino asentar con la cabeza. Así pues que encerré en mis dedos izquierdos su cilíndrico cuerpo y lo estimulé rápidamente de arriba hacia abajo o en forma de espiral. Pensaba en las maneras en como generalmente acababa cuando me tocaba para así mismo aplicarlo en él. Le hacía masajes circulares en su glande y en su prepucio. Él, por su parte, iba más lento. Me atrapaba el miembro entre su índice y pulgar y lo apretaba con fuerza. También tomó su tiempo para acariciar mis testículos con su mano izquierda. Pareciera que su objetivo no era ganar sino disfrutar prolongadamente del contacto con mi cuerpo. 

Mi velocidad tuvo el efecto esperado y no pudo aguantarse más. Cerró los ojos, se mordió los labios y pude sentir cómo su pene me palpitaba en la palma. Terminó esparciendo su semen por mis piernas y mi camiseta. Sentí mucho placer por haber logrado hacerlo acabar primero y me relajé tanto que luego sería yo quien derramaría una avalancha de nieve por su plano abdomen. Suspiró profundamente, se puso de pie y de manera algo seca me dijo que iría por papel higiénico para que nos limpiáramos. 

– ¿Te gustó? 

– Sí – contesté tímidamente. 

– Entonces nos vemos el lunes en la U para la sustentación del trabajo. La otra semana también cuadramos lo de la hamburguesa. 

– Listo. 

Al asearme y subirme el bóxer y el jean me entró un sentimiento de angustia extraño. Quizás sería lo normal ante la primera experiencia homosexual de mi vida. Me despedí y fui a casa. 

El premio nunca lo hice efectivo porque realmente no estaba interesado en prolongar la relación más allá del ámbito académico. Fue una noche extraña, muy salida de contexto. Casi no hablábamos y esa experiencia fue sólo placentera momentáneamente. Nuestra relación de compañeros no cambió. Él continuó su inseparable amistad con las tres chicas. Dos años después fue mi “amigo secreto” y me regaló dos libros del profesor Antonio Iriarte Cadena. En la dedicatoria de “La Razón Vulnerada” escribió: 

“Te amo 

Fíjate en mis manos, 
temblorosas y torpes, 
en estas dos palabras, 
que de tan repetidas 
parecen mentira, 
y siempre toman sin embargo 
el rostro más amable, 
la voz más delicada. 

Este poema es para que nunca olvides que el amor está en todas partes, en todos lados, porque las cosas más elementales de la vida son el reflejo del infinito amor con que fueron hechas…tampoco olvides que cuentas con un amigo, que aunque a veces está ausente…te estima y quiere lo mejor para ti.” 


Efectivamente ha estado muy ausente, pues hace muchos años no sé de mi colega. Supe que tenía una pareja estable y que estaba terminando un doctorado en los Estados Unidos.



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