No pudimos seguir durmiendo. Le dábamos vueltas al asunto pero no lográbamos entender la razón por la cual nos habían declarado objetivo militar. Éramos simplemente una familia campesina que vivía de tres hectáreas de café. No opinábamos ni nos metíamos con nadie. Mamá propuso alertar a las autoridades pero mi padre la interrumpió bruscamente. Fue hermético en su negativa recordándole a doña Jacinta y don Uriel, quienes habían sido asesinados por dárselas de berracos al ignorar las intimidaciones de las que eran víctimas.
“Lo primero que haremos será buscar dónde vivir” dijo mi madre. Como ninguno de los tres había venido antes, deambulamos sin rumbo fijo. Debimos haber caminado unos cinco kilómetros cuando vi un letrero rojo en el cual arrendaban una habitación. Golpeamos y nos atendió una señora Nelly, quien con el ceño fruncido nos bombardeó de preguntas y a regañadientes nos arrendó, no sin antes exigirnos que pagáramos tres meses por adelantado. La pieza, con baño incluido, no tenía más de nueve metros cuadrados. Las horas restantes de aquel día nos encerramos y nos acostamos en el abrasante suelo, mirando hacia las tejas de zinc, con esa horrible sensación que quienes nos amenazaban nos habían perseguido.
Luego papá, con el deseo de incrementar nuestros ingresos, revivió un viejo arte que había aprendido de mi abuelo. Por varios días, lo acompañé a recolectar troncos y con machete en mano tallaba tazas y cucharones para vender. En cierta ocasión, una pareja que iba en una camioneta se detuvo y parecía interesada en comprar. “¿Cuánto vale el cucharón?” preguntó el señor. “Diez mil pesos” contestó mi madre. El hombre miró a su mujer y sin mediar palabra subió el vidrio polarizado y se alejó. “El colmo que les haya parecido caro” les dije a mis padres sorprendido. “Vaya uno a saber, mijo” replicó papá.
Pasamos de ser una familia que contribuía a la economía de nuestro municipio a un trío de seres que no hallaba su lugar en medio de esta sociedad indolente. Y no éramos los únicos: Muchos rondaban las calles de Neiva víctimas de la misma situación. Algunos del Cauca, otros del Tolima o del Valle. Añoraban sus tierras, se lamentaban de las duras consecuencias y de lo insignificante o nula que era su existencia para los habitantes de esta ciudad. Todo era extraño para mí: desde la baldosa en que dormía hasta el aire sofocante que respiraba. Aquella sacudida brusca había vuelto mierda mi placentera vida en la finca. Despertar con el cantar de los gallos, recolectar el grano, tertuliar bajo la ceiba sembrada por mi bisabuelo Patricio…Sentía que no pertenecía a este lugar, que mi esencia se esfumaba miserablemente. Por primera vez en mi vida me pregunté quién era.
Tampoco fuimos ajenos a que nuestras vidas corrieran peligro. Una noche después de terminar nuestra jornada, de un matorral se nos apareció un muchacho. Con cuchillo en mano ordenó que le diéramos todo el producido. Mi padre opuso resistencia y producto del forcejeo le hicieron una herida en el brazo derecho. El ladrón arrancó el sombrero de las manos de mi madre y huyó dejando caer algunas monedas. En el hospital le detuvieron la hemorragia. El corte era superficial y tres horas después le dieron de alta. Bajo la lluvia que caía y sin un peso para transportarnos, caminamos hasta la pieza.
El robo nos desajustó económicamente. Nelly nos amenazó con sacarnos a la calle si no le pagábamos el cuarto mes. Los tres teníamos el empeño de conseguir algo en qué trabajar para no depender de la mendicidad pero las oportunidades seguían siendo esquivas. Era como si se hubieran confabulado para decirnos “aquí no hay nada para ustedes”.
Justo cuando pensábamos que nunca íbamos a salir de esa miserable incertidumbre, la vida empezó a portarse amable con nosotros. Una tarde en que exhibíamos nuestros productos, un motociclista que se presentó como Julio César nos dijo que tenía un taller de ebanistería y que estaba necesitando un carpintero. Al escuchar a mi padre replicar que él era quien tallaba la madera, le propuso trabajo. Con este ingreso básico capoteamos nuestros gastos y aseguramos que nuestros chiros permanecieran en la habitación.
El ingreso de papá le permitió a mi madre estudiar modistería y a mí iniciar un curso de mecánica automotriz en el SENA. Ha pasado un año y aquí seguimos, tratando de recuperar aquella identidad que nos permita sentirnos alguien. Muchos, en su fantasía de superhéroes, desean tener el poder de ser invisibles. Para nosotros la invisibilidad no ha sido sino una completa desgracia.
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Créditos imágenes:
Realidad de muchos 😥
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