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La desgracia de ser invisible


El estruendo nos cimbró y nos dejó sentados en la cama. Miré a mis padres y les pregunté si estaban bien. Mi padre tomó la escopeta y caminó hacia la sala. Cuando le pareció que era seguro escuchamos su llamado. “Nos rompieron la ventana con esta piedra” nos dijo mientras la señalaba con el arma. Al recogerla palpó un papel adherido. Observó lo que en él estaba escrito, nos miró angustiosamente y leyó con voz trémula: “Guerrilleros hijueputas, tienen 24 horas para largarse o los pelamos”. 

No pudimos seguir durmiendo. Le dábamos vueltas al asunto pero no lográbamos entender la razón por la cual nos habían declarado objetivo militar. Éramos simplemente una familia campesina que vivía de tres hectáreas de café. No opinábamos ni nos metíamos con nadie. Mamá propuso alertar a las autoridades pero mi padre la interrumpió bruscamente. Fue hermético en su negativa recordándole a doña Jacinta y don Uriel, quienes habían sido asesinados por dárselas de berracos al ignorar las intimidaciones de las que eran víctimas. 


En el génesis de la mañana tomamos la decisión de abandonar la vereda. Empacamos algunas prendas, mamá agarró el escaso dinero de la última cosecha y papá aseguró la puerta principal, esperanzando en volver a abrir aquel cerrojo algún día. El expreso pasó media hora después. “¡Don Luis, doña Victoria, joven Juan Andrés, ¿de viaje?!” Nos preguntó Jairo, el conductor del jeep, al vernos con las maletas. Mi padre le sonrió hipócritamente y asentó con la cabeza. Mamá no pudo hablar. Lloraba y se secaba disimuladamente las lágrimas en el hombro de su marido. Sentí que el tiempo se distorsionó, pues el trayecto hacia el pueblo me pareció más extenso de lo normal. De La Plata tomamos el primer bus a Neiva. Sabíamos que permanecer allí era como continuar en la vereda. A la capital llegaríamos alrededor del mediodía. La ciudad nos recibió con su intenso calor, el cual contrastaba con la remembranza de la frescura en nuestro hogar. 

“Lo primero que haremos será buscar dónde vivir” dijo mi madre. Como ninguno de los tres había venido antes, deambulamos sin rumbo fijo. Debimos haber caminado unos cinco kilómetros cuando vi un letrero rojo en el cual arrendaban una habitación. Golpeamos y nos atendió una señora Nelly, quien con el ceño fruncido nos bombardeó de preguntas y a regañadientes nos arrendó, no sin antes exigirnos que pagáramos tres meses por adelantado. La pieza, con baño incluido, no tenía más de nueve metros cuadrados. Las horas restantes de aquel día nos encerramos y nos acostamos en el abrasante suelo, mirando hacia las tejas de zinc, con esa horrible sensación que quienes nos amenazaban nos habían perseguido. 


Pasados los días los ahorros se iban acabando y nos vimos en la obligación de conseguir trabajo. Por dárnoslas de honestos, no nos emplearon en ningún lugar. “No quiero problemas aquí” era la respuesta que generalmente escuchábamos. Ante tal panorama, y con la amenaza del hambre y del alquiler, decidimos optar por vivir de la caridad. Todas las mañanas caminábamos hasta la Avenida La Toma, cerca al hospital, nos ubicábamos en la esquina del semáforo y con un letrero escrito en un arrugado cartón informábamos a los transeúntes sobre nuestra condición. Recuerdo especialmente el caso de una motociclista cuya mirada la caracterizaba una marcada indiferencia. Nos observó por menos de un segundo, luego fijó su vista en el semáforo. Cuando la luz cambió a verde arrojó un par de monedas a la carretera. Las recogí y las puse en el sombrero que mamá usaba como recipiente. Nuestra necesidad era más grande que el acto de humillación. 

Luego papá, con el deseo de incrementar nuestros ingresos, revivió un viejo arte que había aprendido de mi abuelo. Por varios días, lo acompañé a recolectar troncos y con machete en mano tallaba tazas y cucharones para vender. En cierta ocasión, una pareja que iba en una camioneta se detuvo y parecía interesada en comprar. “¿Cuánto vale el cucharón?” preguntó el señor. “Diez mil pesos” contestó mi madre. El hombre miró a su mujer y sin mediar palabra subió el vidrio polarizado y se alejó. “El colmo que les haya parecido caro” les dije a mis padres sorprendido. “Vaya uno a saber, mijo” replicó papá. 


El poco dinero que recolectábamos nos alcanzaba para una, máximo dos comidas al día. Cierta vez que teníamos para almorzar, no nos dejaron entrar al restaurante. El dueño nos atendió en la entrada y nos pidió que comiéramos afuera porque, palabras más, palabras menos, “le espantábamos los clientes”. A ningún comensal pareció importarle y nos resignamos a comer en el andén. En otras ocasiones, era yo quien escrudiñaba en las canecas de la basura para poder alimentarnos. 

Pasamos de ser una familia que contribuía a la economía de nuestro municipio a un trío de seres que no hallaba su lugar en medio de esta sociedad indolente. Y no éramos los únicos: Muchos rondaban las calles de Neiva víctimas de la misma situación. Algunos del Cauca, otros del Tolima o del Valle. Añoraban sus tierras, se lamentaban de las duras consecuencias y de lo insignificante o nula que era su existencia para los habitantes de esta ciudad. Todo era extraño para mí: desde la baldosa en que dormía hasta el aire sofocante que respiraba. Aquella sacudida brusca había vuelto mierda mi placentera vida en la finca. Despertar con el cantar de los gallos, recolectar el grano, tertuliar bajo la ceiba sembrada por mi bisabuelo Patricio…Sentía que no pertenecía a este lugar, que mi esencia se esfumaba miserablemente. Por primera vez en mi vida me pregunté quién era. 


Notaba que la desesperación se esparcía por el rostro de mis padres, aun cuando querían disimularlo conmigo. Hubo una noche en que mamá la dominó su frustración. Peleó con mi viejo, lo culpó de lo que nos estaba pasando. Él trató de calmarla pero también perdió sus estribos. La vieja Nelly golpeó la pared en señal de protesta. Yo, que no entendía muchas cosas en aquel entonces, no supe qué hacer para amainar su ira. Me limité a llorar amargamente bajo el velo de sus gritos. 

Tampoco fuimos ajenos a que nuestras vidas corrieran peligro. Una noche después de terminar nuestra jornada, de un matorral se nos apareció un muchacho. Con cuchillo en mano ordenó que le diéramos todo el producido. Mi padre opuso resistencia y producto del forcejeo le hicieron una herida en el brazo derecho. El ladrón arrancó el sombrero de las manos de mi madre y huyó dejando caer algunas monedas. En el hospital le detuvieron la hemorragia. El corte era superficial y tres horas después le dieron de alta. Bajo la lluvia que caía y sin un peso para transportarnos, caminamos hasta la pieza. 

El robo nos desajustó económicamente. Nelly nos amenazó con sacarnos a la calle si no le pagábamos el cuarto mes. Los tres teníamos el empeño de conseguir algo en qué trabajar para no depender de la mendicidad pero las oportunidades seguían siendo esquivas. Era como si se hubieran confabulado para decirnos “aquí no hay nada para ustedes”. 

Justo cuando pensábamos que nunca íbamos a salir de esa miserable incertidumbre, la vida empezó a portarse amable con nosotros. Una tarde en que exhibíamos nuestros productos, un motociclista que se presentó como Julio César nos dijo que tenía un taller de ebanistería y que estaba necesitando un carpintero. Al escuchar a mi padre replicar que él era quien tallaba la madera, le propuso trabajo. Con este ingreso básico capoteamos nuestros gastos y aseguramos que nuestros chiros permanecieran en la habitación. 

El ingreso de papá le permitió a mi madre estudiar modistería y a mí iniciar un curso de mecánica automotriz en el SENA. Ha pasado un año y aquí seguimos, tratando de recuperar aquella identidad que nos permita sentirnos alguien. Muchos, en su fantasía de superhéroes, desean tener el poder de ser invisibles. Para nosotros la invisibilidad no ha sido sino una completa desgracia.


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