Imelda deseaba que no llegara la vacuna. Más allá de las dolencias propias del coronavirus que en ella moraba, su preocupación residía en las personas extrañas que últimamente merodeaban su finca. Dicha angustia se agudizó una noche que le rompieron el vidrio de la ventana. Se levantó tambaleante, recogió la piedra con la hoja adjunta y empezó a leer el mensaje. Pocos segundos después, el suelo recibió estrambóticamente su pesado cuerpo. En la penumbra se leía “reciba un revolucionario saludo de la columna móvil Jaime Martínez de las FARC” que un rayo de luna iluminaba.
Recuerdo haber visto a Andrés por primera vez en el Santa Lucía Plaza cuando acompañaba a Nicolás, mi exesposo, a sus clases de arte. Lo saludaba de manera breve, desinteresada, con una mirada fugaz. Lo hacía porque sabía que era un colega. No terminanos en la misma promoción pero ambos éramos egresados de la misma universidad. Digo exesposo porque en medio de la desazón causada por el Covid-19 en 2020, atravesé por una profunda crisis matrimonial que desembocó en el divorcio. Vendimos la casa donde vivíamos y llegamos a un acuerdo con Nicolás para la custodia y visitas de los niños. Yo creía profundamente, como cristiana que soy, en la perennidad del matrimonio. Debo confesar que la separación me consumió en una aguda tristeza. Intenté superar mi aflicción con John, un publicista, pero no funcionó. Tuve constantes conflictos con él. Tenía 36 años y aún no había ejercido mi profesión. Vivía en la tradicionalidad del hogar, a cargo de mis hijos y administrando la escuela de artes de Nic
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