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Un estudiante más

Relato publicado en la Fanzine ESFIL "Memorias de Pandemia". Puede leerla aquí.

La declaratoria de cuarentena tomó por sorpresa a varios y yo no fui la excepción. Me dañó el fin de semana. El lunes siguiente me citaron en la universidad para informarme sobre la cancelación de las clases presenciales y me dieron dos días para adaptar mis cursos a la virtualidad. Las evaluaciones, los ejercicios, los talleres…todo lo que había preparado en físico debía modificarlo para atender la nueva demanda.

Esas dos noches no dormí y tomé café como nunca. El estrés y ese miedo horrible de no poder cumplir cabalmente con mi misión pedagógica se apoderaron de mí. La pandemia me dio tremenda bofetada. Era como una especie de jefa gruñona diciéndome “eso que hizo no sirve para nada, cámbielo”. Pero no me dejé amedrentar. Encontré la serenidad que necesitaba bajo el precepto de que hay cosas que se aprenden en el camino. Recordé la cómica frase de Samir, mi compañero de maestría, que jocoso decía: «Nunca desconfíes del poder de la improvisación», al terminar sus exposiciones. Esta nueva experiencia me brindaba el mayor reto profesional que había tenido hasta entonces. Es así como de manera dedicada subí el contenido a la plataforma, incorporé juegos en línea y aprendí a utilizar otros recursos hasta ahora desconocidos en mi práctica docente.

En los primeros encuentros hubo dificultades que me sacaron de quicio. Los problemas de conexión y la desmotivación conllevaron al desinterés por parte de algunos jóvenes a continuar con sus estudios. Me contacté con los que presentaban inasistencias. Más allá de la común amenaza de la nota, me movía un profundo sentimiento de comprensión ante la ola de cambios intempestivos. Cada caso lo analizaba desde el punto de vista humano y no desde el punitivo, ofreciéndoles alternativas como ampliar los plazos de entrega o realizando asesorías que no estaban contempladas en mi carga académica. Debo decir que también extrañé la falta de interacción presencial para las actividades conversacionales, pues era habitual asignarles dramatizaciones en el salón y ellos adoraban hacerlas.

Mi habitación se convirtió en el nuevo salón. Cerraba la puerta con el fin de reducir el volumen de los anuncios del señor de los aguacates, prendía mi pequeño ventilador y me sentaba incómodo frente a la cámara de mi viejo computador portátil, el cual, dicho sea de paso, me hizo sacar canas por su lentitud en más de una ocasión. Tal dinámica modificó negativamente mis hábitos y empecé a sufrir las consecuencias. El cansancio era mayor comparado con lo que hacía en el campus. El excesivo contacto con la pantalla debilitaba mis ojos y mi espalda me reclamaba airadamente para que le diera un merecido descanso después de extensas horas de labores soportando mi cuerpo.

Las críticas por parte de los administrativos, quienes me solicitaban evidenciar hasta cuando fuese al baño, tampoco se hicieron esperar. Para mí era contradictoria la flexibilidad que pedían con los alumnos y la poca que tenían conmigo. Era como si esperaran que yo tuviese todo listo para afrontar la inesperada coyuntura: los conocimientos en herramientas ofimáticas, un envidiable ancho de banda y un equipo de cómputo de última tecnología. Este cúmulo de situaciones adversas hizo que me sintiera más preocupado por mi trabajo que por el riesgo de contagiarme de COVID-19. Consideré, incluso, no trabajar el siguiente semestre y “bandearme” con los ahorros.

Pero justo cuando estaba a punto de botar la toalla, sucedió que en una videollamada les pedí a mis estudiantes encender las cámaras para un ejercicio oral. El primero en hacerlo proyectó una hoja con el dibujo de un par de manos aplaudiendo. Las siguientes cinco mostraban una imagen similar. “¿Qué hacen?”, les pregunté. No hubo respuesta. La estudiante que seguía en el orden de la llamada mostró la letra “T”. Uno de ellos compartió sonido de su equipo y reprodujo una canción conmovedora. Las otras cámaras se fueron prendiendo en tan curioso orden que, unidas las letras, se apreciaba un mensaje en inglés: thank you, teacher (gracias profesor). Pasados unos treinta segundos, bajaron las hojas y aplaudieron.


No pude contenerme y dejé que las lágrimas se deslizaran por mi agotado rostro. Mi voz se entrecortó al agradecerles y sentí una especie de transferencia de energía. Era como si toda frustración y agotamiento se hubiese esfumado inesperadamente. La clase no continuó como se esperaba, pero entendí que lo que se planea no siempre sucede al pie de la letra y que así como hay momentos inesperados de la existencia que nos causan dolor, existen también aquellos que son fuente de vitalidad y regocijo.

Este reconocimiento, en el que vi recompensadas mis penurias, me motivó a ser más paciente y laborar con más entrega. Más que docente de idiomas, he sido un aprendiz en medio de este caos. He seguido capacitándome en educación virtual y he comprendido la importancia de estar en casa para que no falte nadie cuando nos volvamos a encontrar en la universidad.

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