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Aquella mañana de diciembre, Wilmer despertó convertido en un hombre invisible. Creyó que estaba soñando y se apresuró al espejo para corroborar si su cuerpo se reflejaba en él. Su angustia fue superlativa cuando el vidrio lo ignoró y mostró, por el contrario, el viejo escritorio que detrás estaba. Salió de su habitación y, tocando la cerradura, descubrió que su materia era aún impenetrable. Se sentó en el corredor bajo el bullicio de sus dos canarios y con la mano en la cabeza no asimilaba lo que le había sucedido.
Su nueva condición era un eslabón más de la cadena interminable de desgracias que lo ataba. Recientemente había perdido su empleo a causa de la pandemia y las únicas llamadas que recibía provenían del banco, puesto que se habían acumulado cuotas de su apartamento hipotecado. Era separado y tenía un hijo a quien no había visto en años. Sus padres vivían en tierras lejanas, alejadas de todo bullicio citadino. No se caracterizaba por sus exitosas relaciones amorosas debido a la corta duración de sus noviazgos y a ciertas circunstancias externas que impedían la consolidación de sus sentimientos. Moraba con su soledad, la cual se había convertido, a regañadientes, en su compañera de vida. Si bien la odió inicialmente, terminó resignándose a sus dominios. Mas nunca aceptó la idea de ser feliz bajo su amparo.
La única salida que veía en medio de aquel agigantado mar de insatisfacciones se fundamentaba en el dinero. Deseaba la satisfacción material de tal manera que, religiosamente, todos los martes compraba la lotería local y se sentaba, con la efervescencia de la esperanza, a las diez de la noche frente al televisor con el único fin de escuchar esa voz al otro lado de la pantalla diciendo su número.
Hacia el mediodía, se despojó de sus prendas y después de asegurar la puerta principal, escondió las llaves en una matera. Levantó la alfombra, dejó efectivo debajo de ella y caminó hacia al centro. Afortunadamente, el clima cálido de la ciudad jugó a su favor. De lo contrario, no hubiese soportado las inclemencias de la lluvia o el frío que eran comunes desde noviembre. Disfrutó de la caminata, de aquella nueva sensación de estar desnudo en medio de tanta gente. Experimentó cierto grado de libertad. Parecía que superada la conmoción inicial de su desaparecimiento, se acomodaba a su nuevo estado y estaba feliz con él.
Al arribar al quiosco, tenía claro que no quería alterar los nervios de la multitud viendo un pedazo de papel flotando en el aire de manera irregular. Sumado a esto, y considerando que sería fácil tomar lo que quería, lo venció el remordimiento de robar al lotero, quien sería en últimas quien debía responder por el descuadre. Aprovechando que se levantó y fue al baño, se cercioró que no hubiese nadie a la vista y tomando un bolígrafo escribió un mensaje. En él, plasmó la dirección a la cual el billete debía ser llevado y las instrucciones para reclamar el dinero del costo y el domicilio bajo la alfombra. Arrancó hábilmente el número deseado y lo puso debajo de la nota.
Caminar entre la muchedumbre implicaba una riesgosa maniobra. Por nada deseaba que tropezaran con él o que fuese atropellado accidentalmente. Le hubiera gustado que su cuerpo fuera penetrable para evitar pensar en esas cosas. A pesar de esto, se sentía pleno mientras era borrado del mapa del mundo, de esa sociedad que lo miraba con lástima y desprecio cuando su figura incomodaba los ojos de los demás.
Consumió la tarde haciendo lo que su nuevo poder le permitía. Se dedicó a espiar conversaciones ajenas y en una de ellas sintió rabia por las excusas baratas que por teléfono un joven le daba a su novia para no verse con ella en la noche. A su lado, una mujer que parecía ser su amante se reía silenciosamente y bajándose el tapabocas le daba besos en las mejillas.
– Pura mierda, acá está con la moza – gritó Wilmer lo más cerca que pudo del auricular.
– ¿Qué fue eso, Jairo? – preguntó la mujer al otro lado de la línea.
– No sé amor, ando en la calle y pasó alguien hablando por celular – replicó el novio mientras se le empalidecía el rostro.
Al colgar, Jairo le preguntó a la chica por el origen de la voz.
– No sé bebé, hay mucha gente hablando por aquí. Sólo fue una coincidencia. Vámonos que tengo ganas de un masajito tuyo.
Wilmer tuvo que contenerse para evitar reírse. Mientras la pareja se alejaba, a dos cuadras una peatona corría y gritaba en su dirección.
– ¡Cójanlo, ayúdenme, por favor!
Un par de policías perseguían al ladrón, quien debido a su envidiable condición física lo hacía más rápido y les tomaba distancia considerable. Al contemplar la escena, Wilmer esperó pacientemente a que el criminal se le acercara. Justo cuando estaba pasando cerca, le atravesó su pierna y lo hizo caer. Dos de sus dientes salieron expulsados y esparcieron un charco de sangre por la carretera. Fue tan tremendo el golpe que los oficiales lo alcanzaron y lo arrestaron con relativa facilidad. Mientras lo esposaban, el ladrón buscó desesperadamente la piedra que, según él, pudo haberlo hecho caer pero se frustró al no hallar ninguna cerca.
– No está del todo mal ser invisible – concluyó con una sonrisa de satisfacción.
En el crepúsculo del día, decidió ir a cine. Quiso en esta ocasión valerse de su ventaja para no pagar por la entrada. Esperó pacientemente que la fila estuviese despejada y pasó, como Pedro por su casa, frente a la cara del asistente que revisaba los boletos. Se sentó en una silla alejada en la parte alta de la sala. La película le causó un aburrimiento que se mezcló con una aguda tristeza al observar las parejas abrazadas o llenándose de besos bajo el velo de la oscuridad. Se sintió como un resignado testigo de tanto amor profesado. No soportó más y su frustración lo impulsó a abandonar el lugar.
Caminó cabizbajo por la avenida de las luces navideñas, alejado de la multitud para evitar tropezar con alguien. Un par de niños corrieron en su dirección y estuvieron cerca de estrellarse con su cuerpo. Desde la lejanía contempló cómo las familias y los enamorados sonreían, se besaban, se abrazaban, se tomaban fotos y compartían alegres el espíritu navideño. Su presente estado lo limitaba a resignarse ante tal efervescencia. Las lágrimas rodaron como una bola de nieve por su cara y descendieron estrepitosamente en el suelo.
– Ser invisible también tiene sus pesares – meditó.
Camino de vuelta a su apartamento, puso en la balanza de su raciocinio las ventajas y desventajas de su condición y llegó a la conclusión que quería ser visible de nuevo. No había terminado de reflexionar cuando escuchó una voz que, aparentemente, se dirigía a él.
– Muy pobre el alumbrado este año, ¿no le parece?
Al voltear su mirada, vio a un hombre septuagenario que reposaba desnudo sobre una silla de ruedas. Era macilento, su cabello níveo y sus arrugas le deformaban el semblante. Sus ojos denotaban cansancio, pues parecían marchitos. La vieja casa donde se encontraba lucía oscura y abandonada.
– ¿Me habla a mí? – Le preguntó cubriendo su intimidad con las manos.
– Pues yo no veo a nadie más por aquí – replicó el viejo mientras giraba su cabeza de lado a lado – y tranquilo, yo sé que nos toca andar desnudos. Yo ya perdí toda vergüenza…
Wilmer frunció el ceño y se le aceleró el corazón. No comprendía la razón por la cual el anciano podía verlo y su curiosidad lo dominó.
– ¿Usted puede verme?
El anciano emitió una estruendosa carcajada que alborotó a los loros que reposaban en un almendro contiguo.
– Mejor entre. Es más seguro si hablamos adentro. No vaya ser que pase alguien y escuche a este par de fantasmas hablando.
Wilmer dudó ante el extraño gesto pero aceptó. El viejo le pidió que se sentara en una rústica silla de cuero de vaca.
– Me llamo Edgar. Su desnudez me da a entender que usted es invisible.
Wilmer no llegó a imaginarse que su propiedad fuera colectiva. Pensaba que aquella maldición, como ahora la llamaba, la arrastraba él solamente.
– Pensé que sólo a mí me había pasado esto – Le confesó al anciano.
Edgar lo miró con lástima y arrugó los labios.
– En realidad somos varios. La invisibilidad es la consecuencia lógica de nuestra lejanía con el planeta en el que estamos.
Wilmer, que no comprendía dicha respuesta, demandó una explicación.
– Algunos creen en lo que llaman destino, pero en realidad nosotros somos los dueños de nuestras existencias. Tenemos ese poder de decidir lo que queremos y lo que no. Cada uno recorre un camino lleno de hierba que se va moldeando con los pasos que damos. Nosotros… ¿cuál es su nombre?
– Wilmer.
– Nosotros, señor Wilmer, hemos decidido elegir el camino del guerrero, el de la soledad, el de ser ajenos a este territorio. De allí el estado de invisibilidad que hemos heredado. Si bien hay variables que no podemos controlar, son responsabilidad nuestra las actitudes que tomamos frente a ellas. Nos sentimos extraños todo el tiempo. Supongo que usted ha percibido que no encaja en esta sociedad, ¿cierto? Bueno, he ahí la vida del imperceptible.
– ¿Y usted desde cuándo es invisible?
– Ya no lo recuerdo. Tuve oportunidades de volver a ser perceptible ante los ojos del mundo, pero las desaproveché…
– ¿Oportunidades? ¿Se puede reversar este estado? Precisamente venía pensando…
– ¡Efectivamente! – lo interrumpió eufóricamente Edgar, como si recordara aquellas pretéritas esperanzas que tuvo en el pasado.
– ¡Cuénteme! ¡Quiero salir de aquí!
– Toda posibilidad se resume en dos opciones. La primera es el dinero, el cual otorga la visibilidad de manera instantánea una vez se obtiene. Usted se vuelve reconocido, todas las personas lo pueden ver, se adquieren bienes materiales, paga sus deudas…Él otorga ese estatus de ser visible y muchos toman ese sendero. El problema es que si no se administra bien, la persona vuelve a su invisibilidad una vez se consuma toda posesión material.
– Es de esperarse, hay un inusitado interés material en las personas. ¿Cuál es la segunda opción?
– No puede ser otra que el amor. Pero como ningún ser común puede verlo y buscarlo sería perturbador, deberá esperar a que otra persona invisible logre aceptarlo con todas sus miserias y alegrías. La regla es clara: La invisibilidad de dos personas que se amen les devuelve el estado de divisibilidad que tanto desean.
– Eso suena más esperanzador.
– Pero le advierto algo – replicó el viejo tomando aire profundamente – a veces nunca llega esa elegida o dejamos pasar la oportunidad. Míreme aquí. Durante años tuve la esperanza de que alguien complementara mi existir. Esto es muy desesperante. La gente cree que ser invisible es un poder digno de tener, que puede fisgonear aquí y allá, pero créame, eso me aburrió hasta el punto en que quise desesperadamente ser un hombre normal. Alguien que pudiese ponerse su ropa y tomar de la mano a una mujer, así como esas parejas que están allá caminando por el sendero de las luces. Pero heme aquí, estoy en el ocaso de mi días y creo que así terminará todo.
Wilmer no supo qué decir ante el testimonio escuchado. Sentía que sus entrañas revoloteaban como si estuviesen en una especie de intensa huelga. La aflicción se le dibujó en el rostro con un gesto angustiante.
– ¿Qué le pasa?
– Conmocionado con todo eso que usted me ha dicho.
– Aún está a tiempo, usted es joven, tiene toda la vida por delante.
Wilmer miró el reloj y notó que marcaban las nueve y cuarenta y cinco.
– Gracias por sus palabras, las aprecio mucho. Lo estaré visitando más a menudo. Me alegra saber que tengo un amigo con quien hablar. Pero ya debo irme. Necesito ver algo en la televisión.
En su apartamento, recogió el billete que el lotero había deslizado por debajo de la puerta y puso el canal local. Sus manos sudaban y la ansiedad lo dominaba mientras escuchaba una a una las cifras del sorteo. En el momento en que mencionaban el quinto número en el armónico orden con el que los tenía en el papel, se sentó en la punta del sillón y empezó a menear las piernas desesperadamente. El presentador anunció el sexto y el séptimo número, los cuales también poseía. Suspiró profundamente y al escuchar la última cifra, saltó con tal emoción que se golpeó la cabeza con el cielo raso. ¡Tenía el número ganador! No había terminado de celebrar cuando notó que la pigmentación de su piel morena se le esparcía en el cuerpo. Ahora, no sólo era millonario sino con su figura vuelta a la normalidad.
La felicidad fue tan intensa que, embriagado por el poder de la ambición, olvidó las palabras dichas por Edgar. Al día siguiente, se vistió, se miró en el espejo y luego de auto halagarse porque podía verse de nuevo, se dirigió a las oficinas para reclamar el premio. Desde entonces, se enloqueció. Olvidó por completo las cuotas que tenía en el banco y derrochó la plata en pomposas fiestas, licor y voluptuosas mujeres. Aparentemente se veía feliz en aquel río de hedonismo, se sentía importante y deseado. Sentía que le interesaba a alguien, se regocijaba en las sonrisas que lo acompañaban.
Mas como la perpetuación de su riqueza dependía del buen manejo que le diera, consumió pronto todo bien material que administraba. Seis meses después se le esfumó el último billete que tenía en sus bolsillos. Esa noche fue al bar de sus afectos y compró una botella de vodka. Una mujer se le acercó y hablaron de banalidades hasta que el que el licor se acabó. Al ver que el hombre no tenía más que unas pocas monedas, la dama optó por alejarse sin despedirse. En medio de su embriaguez y depresión, Wilmer miró su reloj para devolverse a casa y notó con asombro que la piel se le volvía transparente. Las personas que se encontraban junto a él corrieron despavoridas ante tal transformación. El bar quedó sólo con el imperceptible varón y su inmensa tristeza. Recordó, muy tarde, las palabras del viejo aquel y se sintió miserable.
Se despojó de toda prenda y quiso caminar para disminuir la resaca. Marchó cabizbajo y tambaleante a la casa de Edgar. Al llegar, golpeó durante varios minutos sin obtener respuesta. Decidió forzar la puerta y para su sorpresa vio al anciano reflejado en el espejo, lejos de la silla de ruedas, besando el inerte suelo. Se acercó para auxiliarlo pero era ya demasiado tarde. El anciano había muerto. Lo abrazó fuertemente y sintió que se le había ido una especie de padre.
– Qué males los míos – le dijo entre lágrimas al cadáver – sólo, invisible, ciego y sordo. No escuché sus consejos, fue más fuerte la seducción del señor dinero del que hablan los poetas. Su opulencia me dominó. Pude haber sido dichoso y millonario si hubiese pagado mis deudas, ayudado a los demás e invertido lo que la suerte o el destino, como se llame, me otorgó. Y ahora es muy tarde para pedirle perdón, pues ya no está para que me escuche ni para que me aconseje; para que sienta cómo lo encierro en mis brazos…hasta siempre.
Consumado su discurso, secó el llanto que le había inundado los poros de la cara, vistió el cuerpo, escribió en un papel avisando sobre el fallecimiento y, asegurando la puerta, lo deslizó bajo la entrada de una casa vecina.
Se sentó sobre la acera con la cabeza entre las manos y permaneció en silencio por horas. El sueño ya lo dominaba cuando escuchó una voz femenina que le dirigía la palabra.
– Hola, ¿qué haces ahí?
Wilmer pensó que había vuelto a ser visible. Levantó la mirada y contempló a la emisora del saludo. Su cabello de sol era extenso y sus ojos negros como los ónices. No se atrevió a mirarla más allá del mentón porque también estaba desnuda.
– Mi amigo murió – le replicó.
– Lo siento mucho. Vamos, párate de ahí y hablemos. Soy Sandra.
La mujer le ofreció su mano para ayudarlo a levantar. Al tocarse, la pareja se sorprendió al ver cómo la luna regaba su luz, visibilizando sus cuerpos. Aprovechando la penumbra y ante la posibilidad de ser vistos, corrieron apresuradamente en búsqueda de refugio.
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