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Búmeran

El odio y la desesperación carcomieron a Wisberto, como una especie de agresivo cáncer, hasta el irreversible punto de la consumación. Aquella noche se levantó de la cama, cuyo colchón hervía, y después de vestirse como para una ceremonia fúnebre tomó un colectivo rumbo a la comuna suroriental de Neiva.

En medio de la hostilidad del sector, esperó pacientemente a quien ejecutaría el plan que en su mente moraba. Se ubicó en la esquina occidental del CAI de los Alpes y esperó impacientemente. Lo rodeaban infantiles rostros de lodo que jugaban a policías y ladrones con palos y pitillos que simulaban las armas. Suicidados treinta minutos, vio acercarse a un hombre que conducía una motocicleta de alto cilindraje y que se detuvo a su lado. Tenía una mirada de taladro y su cuerpo lo inundaban tatuajes verdosos y cicatrices causadas por puñaladas pretéritas. Su cara la cubría el vello en exceso, similar a un espeso bosque de pinos.

– ¿Usted es Cholo, el amigo de Juan Pablo? – preguntó Wisberto.

– Ajá.

Wisberto miró a su alrededor, espantó a los infantes y pidió a su compañía alejarse algunos metros del CAI. Al llegar a la Escuela Popular Claretiana, le pareció que el aire ya no tendría oídos para escucharlo.

– Mire viejo, Juan Pablo me lo recomendó. Vamos al grano. Necesito que se baje a un hijueputa – le dijo decididamente.

– Sí, él ya me había dicho algo. ¿Tiene alguna foto o información del man?

– Foto no tengo – replicó Wisberto – pero con lo que le voy a decir es suficiente para que lo identifique. El tipo va religiosamente a Panamericana los viernes en la tarde. Debe estar pendiente entre las tres y las seis. Siempre se pone camiseta y cachucha del Atlético Huila. Cuando sale de la librería, camina hacia el norte, como hacia Galindo. Ahí es donde usted va a aprovechar para hacerme el favor de rellenarlo de plomo.

Cholo curveó malvadamente los labios y asentó.

– Se hubiera evitado la venida hasta acá y hubiéramos cuadrado esto por WhatsApp – le contestó.

– No quiero nada de evidencia, por eso vine a hablar con usted personalmente. Más bien cuénteme, ¿Juan Pablo ya le entregó la plata?

– Sí, una parte. La otra cuando corone. Fresco que ya todo está cuadrado. No se preocupe por eso.

– Bueno pues, no es más. El viernes en la noche espero noticias.

A manera de aprobación y para cerrar la criminal conversación, juntos extendieron y conjugaron los puños. Cholo se alejó con la ovación del amargo ruido de su moto en dirección a las Cristalinas. Wisberto, por su parte, tomó un bus de vuelta a su hirviente casa.

Era la víctima un reconocido profesor de idiomas (cinco de ellos moraban en su cabeza), apasionado por el estudio y ferviente amante de la literatura clásica y la guitarra. Había visto a la Tierra girar treinta y seis veces alrededor del sol y vivía con sus padres en el norte de Neiva. Su único descendiente era un niño a quien no veía hacía tres años, pues se encontraba con su madre en otro país y la desgracia de la pandemia había imposibilitado el anhelado encuentro. Si bien era exitoso en su vida laboral, los demonios de la lejanía de su hijo y el constante fracaso con sus relaciones sentimentales lo atormentaban excesivamente. Era común verlo afligirse y acostarse a llorar en noches de gotas suicidas y despiadado frío mientras pensaba en las ‘miserias’ de su vida, como las llamaba. Tenía el pensamiento invadido de circunstancias adversas que impedían la consolidación de sus deseos.

A raíz de su afición por los libros, y como ya sabemos por boca de Wisberto, eran constantes sus visitas al Centro Comercial San Pedro Plaza, especialmente a Panamericana, vistiendo el buso de su adorado equipo auriverde, para ojear o comprar novelas en inglés o español. Consumía la tarde navegando entre obras de obeliscos literarios como Robert Louis Stevenson, Charles Dickens, Julio Cortázar o Gabriel García Márquez. Usualmente abandonaba la tienda cuando el sol se ponía su pijama, y caminaba por horas, como sin rumbo fijo, hasta que el agotamiento lo hacía tomar el camino de vuelta a su destino.

Aquel último viernes de su existencia, Wisberto estrenaba la última camiseta del club deportivo, el cual había ganado el más reciente torneo de ascenso. Como habitaba en su mirada un extraño tono de tristeza, se cubrió los ojos con gafas sombrías y abrazó su cabeza con la gorra del equipo de sus amores.

Contrastaba penosamente el espíritu del centro comercial con su estado de ánimo. Los enamorados se tomaban de la mano e irradiaban la alegría que en él era ausente. Los pequeños se carcajeaban mientras cabalgaban animalitos artificiales o conducían carros de plástico. En ocasiones, algunos inexperimentados estrellaban a la gente, pero no había espacio para el malhumor y el conflicto. Era la armonía como una especie de monarca perenne.

Aquel panorama hizo que el maestro se sintiera enajenado, originando en él la imperiosa necesidad de integración. Hizo su mejor esfuerzo e imaginó a su hijo. Tuvo la visión de verlo caminar a su lado, como lo hacían cuando exploraban, como escritor con sus letras, los amplios pasillos del lugar. Quiso además representar a una mujer que los acompañara. ¿Quién sería la afortunada dama? ¿Sophia, la de diecisiete, que luego de un mes de noviazgo debió abandonar la ciudad para hacer efectiva su beca en Bogotá? ¿Jessy, su estudiante de francés, quien luego del más intenso sexo le fue arrebatada por el indescifrable viento laboral? No se decidió por alguna de las que habían sido sus mejores amantes. El poder de su opulenta imaginación garabateó la silueta de un desconocido cuerpo femenino. La abrazó, sintió plena tranquilidad y empezó a sonreír inexplicablemente. Los transeúntes que pasaban a su lado también lo hacían, mas con el tono burlón de ver a un loco con los brazos curveados al aire, hablándole a las baldosas y riendo solo.

Para aquel fin de semana, le había prometido a su amiga Natasha obsequiarle “El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde”. Entró en Panamericana, husmeó en el sector de libros en inglés y al verlo tuvo la sensación que le decía “me has encontrado, llévame contigo”. Lo palpó y cerrando los ojos lo olfateó profundamente, como si fuese la última vez que transpirara literatura. Después de comprarlo, pidió prestado a la cajera un lapicero. Abrió la primera página y regó la tinta que se fue formando en estas palabras:

Para mi muy querida Nat y todas aquellas personas, bondadosas y perversas, que habitan en su ser.

Wisberto

A partir de entonces, no pudo erguirse de nuevo. Caminó hacia la salida del centro comercial con el libro reposando en su mano izquierda. Las lentes aún le camuflaban sus ojos a pesar de que el sol ya se había escondido, como niño apenado, detrás de la cordillera.

Cholo se encontraba bajo el puente peatonal junto a Seborrea, quien conducía la moto, esperándolo. Fue el alegre color de la camiseta lo que hizo que fuese fácilmente identificado.

– Listo ñero, ese debe ser el man, de una, caigámosle.

Seborrea prendió la motocicleta y la repentina aceleración hizo levantar la llanta delantera. El hincha huilense caminaba por la acera externa del Éxito, justo al frente del monumento de la Virgen. Su cabeza permanecía abajo, como si los ojos se le hubieran subido a la parte superior del cráneo. Lágrimas acerbas rodaban por su rostro y se estrellaban estrepitosamente contra el suelo. Sin mediar palabra, Cholo besó su 9mm, hizo con ella una cruz en su pecho y aterrizó cinco proyectiles que desplomaron instantáneamente el cuerpo del profesor. Ante la mirada impávida de los transeúntes, quienes revoloteaban como hormigas cuando su nido ha sido perturbado, los dos criminales se alejaron por la Avenida 26, giraron hacia la derecha en Bosque de Tamarindos y tomando la Carrera 16, emprendieron la huida hacia el sur oriente.

La sangre emanaba copiosamente del cadáver y tinturó las páginas de la obra de Stevenson. A pesar de la oportuna reacción de taxistas que se encontraban esperando carrera, el hombre falleció en la ESE Carmen Emilia Ospina de las Granjas.

Como se prevería, la noticia del asesinato del reconocido maestro fue publicada en los periódicos regionales al día siguiente. En su guarida, Seborrea se acercó al Cholo con labios complacidos.

– ¡Papi, somos famosos! – le dijo jocosamente mientras le pasaba la prensa.

Cholo tomó el papel, miró la noticia y la foto del hombre a quien le había disparado. Al verla, escupió fuertemente granos de un tamal que estaba comiendo.

– ¡Marica! – Reaccionó con el rostro desdibujado – ¡¿cómo hijueputas?!

Seborrea se turbó y demandó una explicación.

– ¿Qué fue?

– Uy gonorrea – replicó el gatillero.

– ¡Hable a ver que no le entiendo un culo! – Seborrea comenzaba a desesperarse.

Cholo no podía creerlo y pensó que tenía la vista borrosa. Así que fue al baño y se lavó la cara. Regresó a la sala y contempló la fotografía una vez más.

– ¡Sí marica, es él! – rememoró.

– ¿Cómo así? ¿De qué habla?

– ¡Parce, no me lo va a creer! ¡Este cucho que está acá fue el mismo que ordenó que lo quebrara! – respondió mientras se pasaba su mano derecha por la barbilla.

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