Desde aquella tarde en que compré “Kidnapped” sabía cuál era el próximo libro que recorrerían mis ojos. Llegué a la librería y busqué la sección de literatura colombiana pero su habitual ubicación había cambiado. Al encontrarla, tomé entre mis manos “El amor en los tiempos del cólera” y mientras leía el reverso escuché una voz de miel preguntándome si necesitaba ayuda. Sin subir la mirada la rechacé con seco “no”. Ella continuó asesorando a una señora de vestido negro. Al alejarse la dama, permaneció cerca de mí, como esperando que mi rígida decisión sobre la obra de García Márquez se quebrantara. Y lo logró. La miré y le pedí que me enseñara “Crónica de una muerte anunciada”. Aunque las primeras palabras fueron netamente comerciales, no sé en qué momento empezamos a charlar como si nos conociéramos de tiempo atrás. Nuestra conversación navegó por los dominios de Juan Rulfo, William Faulkner, Victor Hugo y otros escritores que mi mente, idiotizada con su fluido discurso, no recuerdan ahora. Expresó su gusto por lo clásico porque, según ella, desnudaba con maestría la condición humana. Entendía la razón por la cual la había rechazado, pues le sucedía lo mismo cuando ella era la cliente. No le agradaba que la perturbaran cuando estaba segura de qué comprar. Le pregunté si escribía. Giró su cabeza hacia los lados replicando que el trabajo del escritor debía respetarse y que no estaba preparada para ello. En ese instante me sentí mal. Puse en consideración su teoría y concluí que podría estar incurriendo en el irrespeto en cuestión con mis historias cortas y poemas. Aunque lo sospechaba, le pregunté si estudiaba Lengua Castellana. Contestó afirmativamente. Experimenté una placentera sensación de paz y alegría. Era como si hubiese escudriñado en mis ojos para descubrir mi pasión por las letras y lo que me conmueven. "A mí me gusta hablar con la gente", terminó diciéndome mientras le ponía la etiqueta adhesiva a la novela que llevaría a casa. Intercambiamos nombres y deseó que volviera pronto. Le confesé que tenía la restricción de un libro por mes debido a cuestiones económicas y complementé mi respuesta con la analogía del adicto que compra una cajetilla de cigarrillos y se los fuma todos en un día. Como el corazón se me empezaba a derretir, le agradecí y me alejé diciéndole que debía regresar al trabajo. Nunca antes había pagado un libro en Panamericana sintiéndome tan feliz. Tuve la idea de dirigirme al gerente para expresarle que tenía una joya en su personal. Ahora que lo pienso, eso no fue una asesoría literaria. Quizás para ella. Para mí, cada palabra emanada de su boca hizo florecer en mí una margarita, como queriendo, deliberadamente, que nunca olvidara su nombre.
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