Yelitza había tomado la decisión de no volver a enamorarse. Al contrario de su vida sexual activa y variada, las circunstancias no le habían sido favorables cuando de compromiso y lealtad se trataba. A sus 28 años, sentía que debía empezar a esbozar un nuevo camino en su vida alejado de su actual universo. Creció en un humilde barrio y se había graduado, contra todo tipo de inconvenientes propios de su condición social, como licenciada en lenguas extranjeras.
Aplazó su carrera para probar suerte como niñera en los Estados Unidos de Norteamérica. Le apasionaban los niños, en especial aquellos que tenían condiciones especiales de aprendizaje. Tenía un sobrino, a quien amaba con todas sus fibras, que era autista. Desde entonces, su sueño era especializarse en educación especial con el fin de saber tratarlo no solamente a él sino a todos aquellos que hacían parte de un mundo diferente al convencional. Después de su trabajo como Au Pair durante un par de años y de haber culminado su licenciatura, aplicó a una beca para una maestría en su área de interés. Le llamó plenamente la atención aquella ofrecida por la facultad Wheelock de la Universidad de Boston, la Cuna de la Libertad. Su incondicional amigo y colega Wilmar la orientó en el proceso de aplicación y la esperada noticia de su admisión le fue confirmada mientras disfrutaba de unas vacaciones de verano en su natal Neiva.
En una fresca mañana de septiembre en la que el otoño le hacía guiños al verano para que le cediera el paso, Yelitza llegó por primera vez a la entrada de la institución en Silber Way. Todas sus expectativas, a partir de entonces, estaban centradas en este proyecto académico y eso se reflejaba en sus ojos, quienes brillaban al escaso sol que se escondía entre las nubes. Su regocijo fue mayor cuando se enteró que su profesor de la asignatura “estudiantes con discapacidades moderadas” era compatriota suyo. No pudo ocultar su emoción cuando el maestro Yael Yáñez la saludó en español y con un marcado acento paisa después de la clase.
– ¿Así que usted es de Colombia también, profesor Yáñez? – Le preguntó en fluido inglés.
– De Manizales y hablemos en español. ¿No le pasa que a veces se cansa de hablar un idioma que no es el materno? – le replicó mientras se le curveaban los labios.
Con el transcurrir de las semanas, Yael se ofrecía amablemente a colaborarle con todo lo concerniente a la tesis de grado y le dedicaba horas extras de asesoría para aclarar temas relacionados con el curso que orientaba. Yelitza sentía que aquella vida difícil y sin sentido se iba quedando atrás. La maestría estaba surtiendo el efecto deseado y se convertía en su prioridad. Se sentía útil, viva, fuerte y esperanzada. Su existencia tenía un propósito.
Había, sin embargo, momentos en que su excitación le ganaba el pulso. Extrañaba esos besos profundos, esas lenguas ansiosas recorriendo su húmedo clítoris, esos penes perforándole la vagina y manos acariciándole sus esféricos y protuberantes pechos. El sexo era para ella una especie de droga a la que fácilmente sucumbía y como toda droga no era fácil de superar. Su único consuelo, quizás mientras conocía a algún atractivo bostoniano, era deleitarse con sus dedos y la turbación de su vibrador verde. De igual manera, en instantes de tedio intercambiaba fotos y videos subidos de tono con Wilmar, quien también tenía su libido en un pedestal. Pero juntos sabían que no era lo mismo. La maestría la absorbía y sus momentos sexuales aunque intensos eran poquísimos comparados con aquellos en Colombia.
Una tarde de sábado, mientras exploraba la geografía de su cuerpo, notó con extrañeza una serie de ampollas que se le dibujaban como estrellas en su región genital. Esto la turbó e hizo que todo su deseo cesara. Tomó una ducha, se acostó con la cara pálida y el corazón bombeando más de lo normal. El efecto narcótico de la música hizo que se quedara dormida hasta la mañana del día siguiente. Despertó más tranquila pero fue vencida por la tentación de mirarse de nuevo. Lo que creía una ilusión era cierto. Las ampollas continuaban haciendo presencia en el perímetro de su vulva.
El primer día de la semana no fue a la facultad sino que solicitó una cita en Planned Parenthood. Quería salir de una vez por todas de aquella duda que la perturbaba y fue afortunada porque la consulta le fue otorgada el mismo día. Llegó al centro de salud sobre la Avenida Commonwealth y al mostrarle al galeno la preocupante evidencia, éste no titubeó en replicarle:
– Señorita, lo que usted tiene es herpes genital.
Yelitza experimentó, naturalmente, la profunda tristeza de haber contraído una enfermedad de transmisión sexual. Era consciente, no obstante, de que su vida lujuriosa en Colombia junto el riesgo inherente que ella acarreaba había sido la causante de tal pesar. Una serie de pensamientos le daba vueltas en su cabeza mientras hacía el ademán de estar escuchando al médico hablándole del tratamiento a seguir. Su mirada lucía desorbitada, salió cabizbaja del consultorio y caminó hasta el apartamento.
Se encerró en sí misma. No asistió a clases en los días siguientes, se atrasó en la entrega de trabajos y no presentó exámenes parciales. El profesor Yael, quien extrañaba su ausencia, le escribió para saber qué había sucedido. Ella le inventó una excusa barata ya que no existía confianza en el plano de lo personal para una confesión de tal calibre. Wilmar fue el primero que la escuchó pacientemente mientras en un océano de lágrimas ella le narraba su desgracia. Ni siquiera su familia sabía de su situación, ya que entre otras cosas, la relación con su madre nunca había sido la mejor desde que ella tenía recuerdo alguno. Al terminar de hablar con su amigo lanzó maldiciones al aire y se hacía preguntas sobre el carácter dicotómico de su vida, pues según ella, ya había comido suficiente mierda y merecía que la felicidad la golpease hasta el fin de sus días.
El arribo del invierno fue como un espejo de su frígido estado anímico. Deambulaba por las nevosas calles con la cabeza en el piso y la mirada pesada. Su mente era constantemente agujereada por preguntas cuya respuesta nunca sabría:
– ¿Quién putas pudo haberme contagiado? ¿Lo habrá hecho a propósito? ¿Me enfermaré hasta el punto de no poder estudiar ni trabajar? – pensaba.
Eran extensos los monólogos internos en los que respondía a estos interrogantes, tratando de buscar un culpable, una justificación para depositar toda su frustración y experimentar cierta sensación de alivio.
Una noche de enero, mientras se relajaba en la cama luego de una ardua jornada, vio una publicación en Facebook que le llamó la atención. Los algoritmos habían hecho su trabajo al detectar que ella leía y veía videos sobre el Herpes y no dudaron en bombardearla con publicidad. Tal aviso trataba sobre un grupo de apoyo para personas con enfermedades de transmisión sexual en el suburbio de Brookline, el mismo donde vivía. Tomó un lápiz y escribió en un papelito el número de teléfono y la dirección. Se comunicó con la directora, la doctora Yadira, quien la invitó a la primera sesión de manera gratuita. Yelitza sintió temor ante la presión social de ser identificada por un grupo de personas como portadora de una enfermedad que usualmente genera discriminación en la sociedad. Pero envió sus prejuicios a un basurero luego de comprender que precisamente aquella era la función del grupo: encontrar seguridad, confianza y alivio en gente que no la iba a juzgar.
El lugar, muy cercano a la calle Boylston, tenía una fachada lúgubre. Yelitza tuvo dificultad para ingresar debido a la cantidad de nieve que bloqueaba la puerta. Fue recibida por Yadira con una sonrisa que le tibió el cuerpo. La hizo seguir por un pasillo iluminado de velas que desembocaba en una sala donde se contaban 24 sillas ubicadas en media luna. Le indicó dónde sentarse y se devolvió a la puerta para recibir a los demás. Uno a uno fueron llegando los citados. En algunos existía esa camaradería que se logra luego de varias reuniones y experiencias compartidas. Otros, sin embargo, no podían ocultar los nervios puesto que al igual que Yelitza iban por primera vez. Sólo quedaba una silla vacía y era la que estaba ubicada frente a ella. Como no conocía a nadie ni nadie le dirigía la palabra, mató el tiempo escribiéndole a Wilmar para contarle donde estaba. Su cabeza permanecía inclinada en el teléfono cuando Yadira se acercó con el dueño del asiento vacío.
– Bien, aquí tenemos a nuestro último invitado. Estamos listos para comenzar – dijo mientras le mostraba la silla al caballero que estaba a su lado.
Yelitza guardó el celular en el bolsillo, levantó la cabeza y miró instintivamente al frente. Sus ojos se expandieron de tal manera como si un taco de dinamita se le fuese a explotar en la cara. Trató de ocultarse con su bolso pero era demasiado tarde. Él ya la había visto y aunque también se sintió avergonzado, infirió que los dos estaban allí porque se encontraban enfermos. Yelitza lo miraba de reojo y en dos ocasiones sus miradas se encontraron mientras Yadira daba una charla sobre la resiliencia y el amor a la vida. Terminada su intervención, le pidió a cada uno que se presentara y dijera por qué estaba allí. Yelitza contó su historia sin omitir detalle alguno, como haciendo una especie de contrición. Apeló a la objetividad de la verdad, a la veracidad de los hechos pero esquivó magistralmente al hombre que tenía al frente. Él la miraba fijamente mientras ella hablaba e hacía en su mente innecesarias comparaciones entre su pasado y el de ella. Al llegar su turno, se levantó y con potente voz dijo:
– Buenas noches, me llamo Yael Yáñez, tengo 36 años, soy profesor y tengo Herpes. Vengo de una ciudad pequeña de Colombia llamada Manizales y adquirí este virus en mi adolescencia. No tengo certeza quién me contagió. Estoy aquí porque quiero ser escuchado en un ambiente donde no se me juzgue. Por el contrario, busco personas que me apoyen y me orienten ya que siempre he lidiado con esto solo.
Se sentó despaciosamente y después de retirarse las gafas se limpió las lágrimas con la manga de su abrigo. Miró hacia al frente y le pareció que Yelitza lo observaba. Confirmó su sospecha al ponerse nuevamente sus lentes. La mirada de su estudiante denotaba sorpresa. Terminada la reunión y cuando todos se disponían a salir, Yael no caminó hacia la puerta sino hacia ella.
– Parece ser que todos tenemos secretos. ¿Primera vez también?
– Buenas noches profesor Yáñez, sí señor – le respondió con ojos bajos.
Hubo un momento de incómodo silencio que fue interrumpido por Yadira.
– Ya debo cerrar. Los espero puntuales la próxima semana – les dijo con esa sonrisa de psicóloga que nunca abandona los labios.
El docente aprovechó para preguntarle a su alumna si tenía algún medio de transporte para devolverse. Como Yelitza había tomado un UBER, Yael no dudó en proponerle que la llevaba a casa.
– ¿Por dónde vives? – le preguntó.
– Avenida Cumberland, cerca al estanque Leverett.
En el trayecto no hubo comentario alguno sobre las enfermedades descritas. Era como si, en medio del silencio, hubiesen hecho un pacto inhibidor de todo tipo de juzgamiento. Así, y desde aquella noche, cada uno optó por aceptar, callar y respetar la realidad del otro.
Aquel primer encuentro, aunque traumático, fue creando un nexo que trascendió de lo académico. Empezaron a salir pero tenían claro que debían cuidarse de no ser vistos por autoridades académicas ni estudiantes de la facultad. Sus encuentros revitalizaban sus estados de ánimo, sus ganas de seguir viviendo y aprendiendo. La llegada de la primavera implicó para ellos precisamente un reflorecimiento en sus vidas. Se camuflaban para ir a caminar a lo largo del Charles y tertuliaban en medio de una sinfonía que emitían los patos y la agradable vista de las recién paridas flores de los jardines. Eran amantes acérrimos de la naturaleza y no perdían ocasión para hacer pícnics en el Parque Público o en el Common. Tomaban fotografías del ambiente circundante y autorretratos abrazándose, pero sólo subían a sus redes sociales aquellos donde aparecían solos. Las salidas a los restaurantes tampoco se hicieron esperar, pues Yelitza tenía una debilidad especial por la comida. Iniciaron visitando negocios en el oriente de la ciudad que ofrecían platos colombianos. Yael, quien tenía más tiempo viviendo en Boston, fue educando el paladar de su estudiante y expandiendo sus preferencias gastronómicas. Frecuentaban O Ya, famoso por su comida japonesa de la cual Yelitza se había enamorado perdidamente. Si bien la Cuna de la Libertad tiene su especialidad en comida de mar, Yelitza no la toleraba. Acompañaba a Yael a restaurantes como Legal Sea Food o aquellos ubicados frente al acuario para que él degustara sus jugosas langostas. Ella ordenaba ensaladas César o algún tipo de arroz. Todos sus encuentros, todas sus salidas eran tan bellas como los atardeceres que se admiran desde el puerto. Por varios meses olvidaron sus enfermedades y todo lo que los deprimía.
Las posibles consecuencias negativas de una relación sentimental con el profesor eran palpables. Yelitza pensaba en el futuro de Yael y en todo lo que podría conllevar una eventual formalización de lo que estaban viviendo. Reflexionaba, especialmente cuando él la dejaba en su apartamento, sobre un posible despido y retroceso en la carrera profesional de él pero le llegaba un imprevisto viento de felicidad que alejaba esos pensamientos negativos de su memoria. Sus estados de plenitud eran evidentemente superiores.
El momento de la primera formalización llegó dos años después. La propuesta se dio en el acuario de Nueva Inglaterra. Yael le había pedido a Yelitza que lo acompañara ya que además de tener unas inmensas ganas de comida de mar, al lugar había llegado una supuesta nueva especie de pez. Todo estaba planeado. Al entrar, la llevó a una de las piscinas internas repleta de coloridas algas y aprovechando la tranquilidad del sitio (ya que era día laboral) la abrazó por detrás y le dio un beso en la boca. Si bien el amor era mutuo y ya se habían acumulado varios momentos compartidos, ninguno de los dos había tomado la palabra para hablar abiertamente, desde el lenguaje verbal, de los sentimientos que los inundaban.
– He esperado pacientemente sorteando toda esa presión, todo el “qué dirán” hasta este momento…Técnicamente ya no eres mi estudiante, ¿cierto?
– No – le contestó sonriéndole y mostrándole sus amurallados dientes.
Yael hacía referencia al tiempo que esperó para que ella culminara sus estudios de maestría. Tuvo un excelente desempeño, su tesis fue laureada y se graduó con honores. Él celebraba todos los logros de la mujer que quería y ella estaba profundamente agradecida con su ayuda. Yelitza ahondó su amor por los niños y veía en cada uno de ellos la oportunidad perfecta para ser útil y feliz. Aunque añoraba regresar a Colombia para estar cerca de su sobrino, debía conformarse con verlo y darle clases a través de video llamadas, ya que obtuvo un empleo en la Universidad de Massachusetts que no podía darse el lujo de rechazar.
– Bueno, ya no hay nada que temer. Los dos sabemos y aceptamos lo que sentimos. Pienso que la vida nos ha unido en medio de la desazón para darnos una oportunidad. Y quiero ponerle un nombre propio a lo que sentimos.
Dicho esto, le pidió que mirara hacia el agua donde se leía un letrero hecho con piedritas de diferentes colores:
“¿Quieres ser mi novia?”
Yelitza fingió sorpresa pero en el sótano de su ser esperaba que esa pregunta cabalgara finalmente por sus oídos y llegase gozosa a su cerebro. No hubo respuesta verbal de su parte sino que cerró los ojos y acercó sus labios a los de Yael. Los peces revolotearon en el agua como si fuesen porristas celebrando con la pareja que se consumía en insondables besos.
Sus relaciones sexuales se dispararon como misiles. Yael tenía el ardor propio de un latino y a Yelitza ya le parecía aburrido enviarle fotos y videos a Wilmar. Su vibrador se había averiado y no había tenido tiempo de comprar uno nuevo. El primer encuentro tuvo como preámbulo un crepúsculo en el puerto y la Bahía de Massachusetts como inmensa testigo. El viento se enmarañaba plácido en el cabello crespo de Yelitza y su vestido veraniego se le ondeaba como haciéndole una reverencia a sus carnudas piernas. Era tan ajustado en la parte superior que le bordeaba placenteramente las curvas de los senos y la estrechez de su cintura. Yael, que estaba a punto de estallar, la abrazó y la besó apasionadamente. La cercanía de sus cuerpos dejó en evidencia la rigidez del miembro masculino y desde entonces no hubo necesidad de más explicaciones. Tomaron el metro hacia Brookline hasta el apartamento de Yelitza. De pronto, y mientras uno desnudaba al otro, un ridículo arrebato de racionalidad invadió a la mujer.
– ¿Estás seguro que quieres hacerlo?
– Completamente – le replicó Yael mientras le acariciaba su húmeda intimidad.
En medio de su excitación, el profesor pasó sus manos por la piel canela de su amante y ondeó los dedos al son de sus curvas. Se le enredaron los labios en el cabello y percibió el aroma de sus rizos. Yelitza por su parte, envolvió el cilindro de su pareja en su mano derecha y lo maniobró con tal placer que causó leves quejidos en el hombre. Inundaron todos los poros del cuerpo ajeno con sus mojadas lenguas y se entretuvieron con una infinidad de poses propia de su exquisito gusto sexual hasta quedar saciados en el cénit de sus orgasmos. Paradójicamente, fue el sexo más placentero y seguro que habían tenido en años, pues no tenían nada que temer a la altura de las presentes circunstancias. Desde entonces, siguieron dando rienda suelta a su sexualidad y no paraban de sentirse uno al otro en la cama cada vez que los días se recogían en los velos de las noches.
La pareja fue compenetrándose con la ciudad para crear nuevas amistades de los dos institutos de educación superior. Algunas de sus salidas tenían cierto corte académico como a los afamados museos de Bellas Artes y de la Ciencia. Otras eran más fiesteras, pues se iban a “azotar baldosa” en bares latinos ubicados en Cambridge o a beber exóticos cocteles en bares terrazas como Lookout. Para los veranos, programaban viajes a lugares del país que ninguno de los dos había visitado. Las vacaciones en California fueron especiales pues las vistas eran imponentes y el clima los trató dulcemente. Su travesía en auto hasta Florida fue también memorable. Disfrutaron de las playas y de Disneyland, sueño que tenían desde niños. El mejor tratamiento contra el virus fue, como afirmaba el escritor francés, estar juntos mirando hacia una misma dirección. Continuaron asistiendo a las sesiones del grupo en Brookline y fueron testimonio de resiliencia y esperanza para los nuevos miembros. Llegaban tomados de la mano y consolaban a los afligidos mientras les decían que efectivamente había vida después de la muerte.
Yelitza cesó todo envío de material insinuante a Wilmar pero esto no afectó su amistad. Él la seguía escuchando y se alegraba por todas las buenas nuevas que habían llegado a la vida de su entrañable amiga. Yael, por su parte, tenía la certeza del sentimiento emanado, y preparó la que sería una especie de “confirmación”. Hacia el final de noviembre, víspera del cumpleaños de su compañera, le regaló un viaje a la isla griega de Santorini. La invitó a un restaurante con un mirador encantador hacia el histórico mar Egeo y la tomó de la mano:
– Estoy seguro de algo, ¿sabes?
– ¿De qué?
– De que quiero compartir toda mi vida contigo – le dijo mientras se arrodillaba y le abría la cajita con el anillo.
Yelitza sufrió un pequeño ataque de taquicardia y algunas lágrimas descendieron por el rodadero de sus mejillas.
– ¿Quién más podría amarme como tú? – le respondió con voz trémula – Eres mi oportunidad, mi tratamiento, mi escalera hacia la cumbre de la felicidad. Tú fuiste y serás parte importante de mi redención.
– Y tú la mía – replicó el hombre mientras le adornaba el dedo anular.
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