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Incidente en La Jagua


Nota aclaratoria: La presente es una obra literaria que mezcla hechos reales con ficción. La Jagua, centro poblado del municipio de Garzón, departamento del Huila, es un lugar de paz y alegría que ha hecho de la leyenda de las brujas uno de sus principales atractivos turísticos.

Las personas que me conocen saben que no soy creyente de ningún dios, espíritu, demonio o fantasma. Si bien mi pasado estuvo marcado por una excesiva influencia católica, hubo un proceso de transformación en mi vida que mudó ese sistema de creencias. Así que sin temor alguno a supuestos seres del mundo espiritual, me desplacé hace unos años hasta el centro poblado de la Jagua, en el municipio de Garzón para apreciar su famoso Festival de las Brujas. Lo hice más por amor al arte escénico que por la que consideraba remota posibilidad de encontrarme a una bruja. Fueron un poco más de dos horas de viaje en mi pequeña motocicleta desde Neiva, la capital. Agonizaba el mes de octubre y aunque temí por la inclemencia de alguna inesperada lluvia, típica de este mes, el clima me complació con mano amable. Fui recibido por sus calles empedradas, coloridas y coloniales casas, el verdor de sus variados árboles y la frescura de los ríos Suaza y Magdalena que abrazan al pequeño poblado.

Dejé la moto en la habitación de una casona que había alquilado para pasar el fin de semana, tomé una ducha rápida y salí. Me perdí entre las artesanías de fique, las cabezas de brujas con cara verde, narices aguileñas y verrugas y en la amabilidad de la gente. Muchos turistas atiborraban los puestos de venta y la mayoría sentía la natural curiosidad por el aspecto mágico del pueblo. Preguntaban ansiosos por la presencia de las verdaderas hechiceras pero se les dibujaba una marca de decepción en sus rostros cuando escuchaban las réplicas de los locales. Según ellos, las brujas hacían parte de los mitos de la región y no existían en el plano de lo real. Yo les creí porque eso era coherente con mis paradigmas y racionalidad. Compré algunos llaveros, manillas, un bolso para mi hermana y deambulé hasta llegar al parque principal.

La plaza, rodeada de Almendros, Totumos, Acacias y una sobresaliente Ceiba, tenía en su interior una representación hecha con baldosas rojas de una bruja que volaba sobre una escoba. Más que terror, la peculiar figura me causó un asombro infantil porque así es como típicamente las representan en los cuentos. Me acerqué con mi celular y al tomarle la foto, un señor que vendía raspados me habló sin saludarme:

– Ahí donde usted ve a esa figura quemaron a una bruja real.

Por respeto, no emití gesto de burla alguno pero no pude contener mi risa en el interior de mi ser. Fingiendo interés por la historia le pregunté qué había pasado.

– Hace un par de siglos, un cura se negó a bautizar a los hijos de una señora porque todo el mundo comentaba que era una bruja. Envuelta en su rabia, le lanzó un maleficio e hizo que le empezaran a salir gusanos de la boca. El sacerdote la puso en evidencia un domingo mientras reflexionaba sobre el evangelio y al terminar la misa, el pueblo enfurecido fue hasta la casa de la susodicha. La sacaron a la fuerza, sus hijos lloraban, y la amarraron aquí donde estamos parados usted y yo. Pusieron leña alrededor de su cuerpo y le prendieron fuego. La mujer bramaba del dolor pero el sentimiento de venganza de la gente no se compadeció de ella. Cuando se consumió su carne, las cenizas no quedaron negras sino como de un color verdoso que se elevaron y se esparcieron en el cielo.

No le creí una sola palabra de lo que estaba diciendo pero escuché atentamente al viejo porque su historia podría servirme de inspiración para uno de mis cuentos. Le compré un raspado y le agradecí por haberme contado la historia, la cual grabé en mi celular tan pronto regresé a la casona.

La prisa con la que había tomado la ducha para salir había impedido ver algunas particularidades de mi habitación. La cama lucía bien tendida pero en la mesita de noche había un par de elementos que me llamaron poderosamente la atención. Sobre un plato yacían cinco cabezas de ajo y en el otro varios granos de mostaza. El aroma que expedían era fuerte y me pareció extraña semejante decoración. Salí a la sala y doña Gloria, la dueña, veía televisión. Le pregunté por el particular.

– Para espantar las brujas, mijo. Me falta el agua bendita. Mi hijo está en la iglesia y me va traer un poquito para que la ponga en medio del ajo y la mostaza.

Me quejé de su particular olor pero ella dejó a mi elección la permanencia o remoción de estos objetos. Tomé la decisión de guardarlos en el closet ya que soy alérgico y no podría dormir debido al constante estornudo. Esto hizo que el olor disminuyera y cuando me trajeron el agua me la tomé porque tenía mucha sed.

En la noche, salí de nuevo a admirar los eventos culturales. Quedé maravillado con la calidad de las interpretaciones teatrales y circenses y con la calidad de las esculturas del maestro Emiro Garzón, con quien infortunadamente no pude hablar debido a que se encontraba tertuliando con otras personas. Tomé muchas fotos, hice algunos videos, comí y bebí hasta que mi estómago pidió que parara. El látigo del agotamiento fue debilitándome a medida que se acercaba la medianoche e hizo que me devolviera a la pieza antes de lo que deseaba. Probablemente, el trayecto desde Neiva me había cansado más de lo esperado y sentía que mis ojos pesaban como dos grandes rocas.

Caí como un ladrillo y mi sueño profundo sólo fue interrumpido por un fuerte estruendo en el techo. Con ojos asiáticos, miré el reloj y eran casi las dos de la mañana. Era como si hubiesen dejado caer una maleta y el efecto sonoro fue altamente resonante porque el techo era de zinc. Sentí luego como si caminaran pero consideré que era un par de gatos peleando, como suele ocurrir en mi casa. Traté de conciliar el sueño nuevamente pero empecé a escuchar voces humanas encima de mí. O mejor aún, más que voces eran como llantos, lamentos o quejidos.

La mayoría de personas optarían por esconderse bajo el inquebrantable escudo de una sábana, pero no fue mi caso. Me levanté de la cama, tomé el celular y salí a la calle (la habitación tenía puerta independiente) para mirar qué o quién estaba arriba interrumpiendo mi sueño. Debido a la altura del muro, trepé un árbol que se encontraba cerca y activé la cámara del teléfono. La vasta oscuridad impidió que pudiese grabar y lo guardé en el bolsillo. Solamente tenía mis ojos como testigo. Estaba lejos de mi consideración inicial porque en vez de gatos vi a tres enormes aves, de metro y medio de altura cada una, y de un color grisáceo que danzaban siguiendo un patrón extraño. Sus ojos eran proporcionalmente grandes al resto de su cuerpo. Dos los tenían amarillos y la otra de un tono anaranjado. Eran colores muy vivos, como los de las ranas venenosas del Pacífico. Quedé estupefacto al observar su inusual tamaño y extraño comportamiento pero me cansé. Quería dormir. Bajé del árbol y agarré una piedra. Escalé nuevamente y se las lancé. Las aves se perturbaron y sus lamentos incrementaron en volumen. Giraron sus cabezas de manera armónica y me miraron fijamente. Vi cómo los vasos sanguíneos se les llenaron hasta hacer estallar sus ojos. Un par de concavidades negras decoraba ahora sus rostros pero fueron rápidamente reemplazadas por dos llamas de fuego. Enfurecidas, las aves abrieron sus alas y alzaron vuelo en mi dirección. Yo, asustado como un niño inocente, me lancé al suelo y corrí, dejando al viento atrás, por la carrera quinta. Grité pidiendo ayuda pero era como si en el sector no hubiese aire que llevara mis ondas de sonido a los oídos de alguien que pudiese socorrerme. Tuve la osadía de mirar hacia atrás y las aves grises con ojos de fuego continuaban persiguiéndome. Sus sonidos, antes melancólicos, se habían transformado en tonos de burla. 

Corría en dirección norte. Las calles lucían solitarias y la luz de la luna fue mi útil bombillo. Sin embargo, una inoportuna piedra atravesada en el camino hizo que tropezara y cayera. Los pájaros gigantes aprovecharon el contratiempo para acercarse a picotearme. Me cubrí la cara porque su intención primaria era sacarme los ojos. Al ver que su esfuerzo era infructuoso, decidieron atacar mis mejillas, zonas blandas del abdomen, brazos y piernas; logrando arrancar algunos pedazos de mi carne. La cercanía de sus ojos de fuego me quemaban la piel. No sé de dónde saqué fuerza y con varios puntapiés logré alejarlos por un instante. Aproveché para levantarme y continuar mi huída. Mi sangre formaba un rastro similar al de una cola de un vestido de novia.

Cuando llegué al parque principal, y para aumentar mi angustia, las baldosas rojas que representaban a la bruja en el suelo se desprendieron y la formaron en tres dimensiones. Su escoba emanaba llamaradas. Junto a las aves, empezó a perseguirme. Corrí hasta que no vi casa alguna. Eran solamente la inmensidad de los árboles y la carretera principal. Medio kilómetro más adelante, giré a la izquierda y me desvié por un camino destapado. Llegué a un lugar donde dos líneas de agua se conjugaban en una sola.

– Debe ser la desembocadura del Suaza – pensé.

Tuve el valor de mirar nuevamente hacia atrás y noté que los pájaros y la bruja de baldosa habían desaparecido. Me senté sobre el césped, respiré profundamente y dejé que mi corazón bajara las altas revoluciones que tenía. No había terminado de tomar suficiente aire cuando sentí que de la tierra se erigieron unas figuras. Su forma, aunque humanoide, no era perfectamente definida debido a la baja rigidez del barro. Sus caras lucían desfiguradas, tenían los ojos a la altura de la nariz, la boca en el mentón y las orejas en el cuello. Estaban semidesnudas. Un primer grupo, de diez cuerpos, interpretaba lo que parecían zampoñas. La melodía tenía una tonalidad adornada de misterio. Seguidamente, dos figuras salieron del suelo alzando los brazos hacia la luna, que dicho sea, era llena en aquella noche. Los músicos pararon de tocar sus instrumentos por un instante y pude percibir que hablaban en una lengua extraña. Ni siquiera mi condición políglota fue útil para entenderles y hacerme alguna idea de lo que estaba sucediendo. La estupefacción me dominaba y me costaba comprender la naturaleza de estos acontecimientos tan alejados de mi rígida razón.

De repente, muchos otros seres similares emergieron. Yo me encontraba a dos kilómetros aproximadamente del acto pero la rapidez con que se reprodujeron alcanzó la distancia en la que estaba. Uno de ellos, sin mediar palabra, tomó una rama seca y me hirió el brazo derecho. Quise defenderme pero al tocarlo su condición semisólida no permitió que lo afectara con contundencia. Corrí desesperadamente hacia la desembocadura y vi cómo aquellos guerreros me perseguían. Al meterme al agua, ellos se detuvieron en la orilla y vi en sus rostros no solamente signos de frustración sino también de rabia y odio. Voltearon sus espaldas, como ignorándome, e hicieron un círculo alrededor de los músicos y de la pareja que mantenía sus brazos elevados hacia el satélite natural.

Me toqué el bolsillo y lamenté la condición irreparable de mi celular. Los músicos tomaron sus zampoñas y reanudaron su interpretación. Esta vez podía escuchar tambores que retumbaban mis oídos. En ese momento no supe qué hacer sino solamente convertirme en testigo de tal acontecimiento. Minutos más tarde (serían las 4 de la mañana, creo) vi cómo los guerreros trajeron a diez personas reales que no sé de dónde salieron. Bloquearon sus cabezas con un instrumento similar a una guillotina. Ellas movían sus labios, como gritando, pero les sucedió lo mismo que a mí: no se les escuchaba. Los guerreros de barro tomaron piedras y empezaron a perforar con marcada sevicia los cráneos de las víctimas. La sangre caía copiosamente y las heridas causadas me permitieron divisar el interior de cada una de sus cabezas. De un solo tirón arrancaron cada uno de los cerebros y los colocaron alrededor de la pareja que alababa a la luna. Un grupo de gruesas y negras lombrices salió del interior de la tierra y el suculento manjar que tenían al frente hizo que empezaran a devorar los mencionados órganos. Cuando terminaron, se desplazaron hasta los cuerpos inertes y los desaparecieron en cuestión de minutos. Una cantidad de huesos apilados fue todo lo que quedó de las diez personas.

Después vi un rayo de luz lunar, muy definido, que descendía lentamente y se ubicó en medio del círculo. La pareja bajó sus brazos y lo tocó. Al hacerlo, la tierra tembló y sus cuerpos se fueron transfigurando hasta tener una coloración blanca. Sus rostros, que ya no lucían desfigurados, emitían rayos blancos desde los ojos, la nariz, la boca y las orejas. Luego fue el turno de los músicos, a los cuales les sucedió lo mismo. Finalmente, cada uno de los guerreros fue sumergiéndose en el rayo lunar y cambiando su aspecto. Yo busqué la manera de alcanzar la orilla opuesta pero la fiereza y profundidad del agua lo impidieron. Permanecí en el lugar donde podía hacer pie con el suelo y vi en el agua una barrera protectora ante la latente amenaza. Terminada la ceremonia, el rayo lunar ascendió y todas las figuras blancas miraron hacia el río. Tuve miedo porque pensé que la luna les había otorgado la dureza necesaria para sumergirse y nadar hacía mí. Cuando pusieron su primer pie en el agua, se desintegraron dejando una enorme mancha blanca. Yo no tenía otra opción. Esperé y me sometí a lo que el destino quisiera. O moría ahogado o con varias pedradas en mi cabeza. La mancha blanca fue expandiéndose pero no logró llegar hasta donde estaba.

El amanecer se acercaba y veía en él la señal de mi salvación. Cuando no hubo rastro alguno de la mancha, nadé unos metros y toqué tierra firme bajo la complacencia de los primeros rayos del día. Empapado y con la esperanza de que la claridad de la mañana me otorgara alguna especie de inmunidad, regresé desahuciado al pueblo. En la puerta de la casona me esperaba doña Gloria.

– ¿Qué le pasó? – me preguntó mientras observaba detenidamente mi ropa húmeda y la herida en el brazo.

– Ay doña Gloria, si le contara… – fue lo único que le respondí casi llorando.

– Vaya cámbiese y viene y me cuenta.

– Yo ya no quiero ni entrar a esa habitación.

Con la vana esperanza de que me creyera, le conté lo que me había sucedido. Ella parecía estar muy atenta a mi narración y cuando terminé me preguntó:

– Vamos por partes: ¿Qué hizo el ajo, la mostaza y el agua bendita?

– Los puse en el closet y el agua me la bebí.

La señora hizo un gesto de desaprobación y se llevó las manos a la cara.

– Le dije que era para espantar a las hechiceras. Esos pájaros que lo persiguieron anoche eran brujas voladoras. Y eso que no se ha mirado en el espejo…a ver, quítese la camisa.

Me acerqué al vidrio reflector y vi cómo la piel de mi cuello presentaba una serie de círculos morados. Al quitarme la prenda, observé que también estaban presentes en mis tetillas y en los costados de mi abdomen.

– Son los chupetones que dejan las brujas – replicó doña Gloria – nada grave, tan pronto se vaya de aquí o intente ir al médico desaparecerán.

– ¿Y qué me dice de lo sucedido en el río?

– Son espíritus de los indígenas. El sitio al que fue a parar después de la correteada que le pegaron es un punto de poder. Allá hacen sus rituales los Andaquíes, Tamas, Yalcones, Pijaos y los Nasa.

– ¿Pero por qué me atacaron?

– Supongo que los prisioneros que sacrificaron eran guaqueros. Probablemente lo confundieron con alguno de ellos. No se la llevan bien porque roban sus objetos sagrados.

Una pregunta me perforó la mente:

– Doña Gloria, ¿usted no escuchó el ruido que hicieron en el techo anoche? Fue bastante fuerte, me sorprende que no se haya despertado…

La vieja me miró y sonrió picaronamente.

– Esas cosas no me pueden pasar a mí…

Ante la singular respuesta, le pedí que elaborara más pero sus labios no emitieron ninguna palabra adicional. Se levantó con la excusa de ir a preparar el desayuno. Me invitó a acompañarla a la mesa pero rechacé su ofrecimiento. En ese momento sólo tenía ganas de devolverme a Neiva y así se lo manifesté. Ella, quizás acostumbrada a ese tipo de acontecimientos, se extrañó con mi radical decisión. Insistió e incluso me ofreció una rebaja en el costo de la habitación. Me dijo que aún quedaba todo el puente festivo para disfrutar del festival y que lo bueno aún estaba por llegar.

– Si lo de anoche fue el inicio, cómo será “lo bueno” – me dije.

Me negué amablemente e ingresé al cuarto. Saqué las artesanías que había comprado y las dejé sobre la cama, no vaya a ser que estuvieran embrujadas. Abrí el closet y el penetrante olor impregnó todo el lugar. Me cambié y puse la ropa mojada en mi morral.

De regreso a la capital, esta vez el clima me trató despiadadamente con su torrencial lluvia. Recordé las palabras de doña Gloria y me miré en el espejo retrovisor. Los moretones en mi cuello tenían una tonalidad más clara a medida que abandonaba el centro poblado. Desde entonces, y aunque sigo con mi posición agnóstica y racionalista de la vida, le guardo un profundo respeto a La Jagua. Las otras veces que he ido solamente he estado durante el día. Tan pronto el sol se va despidiendo por la cordillera occidental, tomo mi moto y me desplazo a Garzón o a Neiva. Pero yo no me vuelvo a quedar allá de noche. De ninguna manera.


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