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Reclusión perpetua


Diógenes Plata era un hombre, como todos, con altibajos en su vida. Por un lado, un voraz hombre de negocios que tenía más dinero que lluvia en el Chocó. Siendo el dueño de un importante grupo empresarial dedicado a la comercialización y exportación de pescado a los Estados Unidos, creó un imperio que monopolizó el negocio en la región que habitaba. Se holgaba de su condición políglota y esto le abría paradigmas a diferentes culturas, amistades y nexos comerciales. Vivía en una lujosa casa a la cual llenaba de placer con costosos objetos de arte y muebles extranjeros. Tenía, en resumen, todo lo material que se puede desear.

Por otro lado, era déspota, egoísta y humillante. Su alta capacidad competitiva le hacía ver por encima del hombro a los demás. No le dolía traicionar a quien fuera con el fin de alcanzar lo que se proponía. De igual forma, lo caracterizaba una libido alta que no le permitía sentía amor por las mujeres sino que las convertía en un objeto de sus más bajos instintos. Llevaba cuatro años sin una relación formal y su soledad era el refugio de sus sentimientos que, dicho sea de paso, se iban esfumando debido a desastrosos intentos de experiencias amorosas. No tenía relación alguna con su familia. Su padre lo abandonó cuando todavía era un infante y doña Carmenza, su madre, no había vuelto a tener contacto con él desde que tuvieron una fuerte discusión sobre su inaceptable comportamiento.

Así, Diógenes Plata navegaba en un vaivén de virtudes y defectos que de una u otra manera dificultaba a Dios la decisión de admitirlo o rechazarlo en su cielo una vez falleciera. Poseía, quizás como para desempatar esta mezcla del bien y del mal, una condición frágil en su estado de salud. El dios en el que creía no le había otorgado un estatus pleno para disfrutar de su existencia y sus enfermedades eran el camino de humillación ante él para que lograra la redención. En sus años más tiernos había sufrido de asma y fueron incontables las noches en que su madre no dormía porque se dedicaba a atenderlo cuando sentía que no podía respirar. Había tenido tres episodios de convulsiones y paseó por muchas enfermedades que hicieron de su vida un fino hilo de cáñamo unido a la tierra. Tal hilo se fue engrosando a medida que surgía económicamente porque podía pagar costosos medicamentos y tratamientos. Esto lo fue haciendo olvidar paulatinamente de sus debilidades e hizo que fuese apareciendo en su ser el rampante orgullo que lo dominaba.

La historia de su decadencia comenzó una noche en que la lluvia se suicidaba sobre los tejados de la ciudad. Llamó a Pilar, una de sus numerosas amantes, para invitarla a cenar. Él tenía un afecto especial por la comida y su elevado estatus le permitía el selectivo ingreso a los más costosos restaurantes. Recogió a la mujer y se dirigieron hacia el occidente, sector famoso por la comida de mar. Chopin, Bach y Vivaldi, entre otros, entretenían los finos oídos y las múltiples luces del sitio daban la sublime sensación de estar en una especie de festín real. Como de costumbre, Diógenes Plata ordenó su muy apetecido calamar. Pilar, por su parte, complació su paladar no solamente con los insondables besos de quien la acompañaba sino con la exquisitez de una langosta roja. La velada perfecta tenía, no obstante, un lunar que los incomodaba y hacía que perdiera, para ellos, todo fulgurante brillo. A través del enorme cristal que se ubicaba en la fachada, dos niños con agua salina en los ojos contemplaban la escena del interior desde la calle. Sus estómagos se les ondeaban por debajo de sus mojados harapos y aspiraban el aire como si quisiesen robarse el oxígeno para, por lo menos, percibir el olor de los platos.

Los gestos de apatía eran evidentes en los amantes y era tal la sensación de incomodidad que llamaron al aparcacoches para solicitarle cubrir el vidrio con una cortina. Ante la indisponibilidad del elemento, se resignaron a mirar hacia otras direcciones. Terminada la cena y mientras el mesero organizaba los platos con los restos para llevarlos a la cocina, Diógenes Plata hizo una seña a los niños y gesticuló con los labios diciéndoles:

– ¡Ahí les mando, busquen en la basura!

Pilar emitió una estruendosa carcajada que llamó la atención de los demás comensales. Los pequeños, por su parte, obedecieron religiosamente y luego de ver su banquete siendo arrojado a la caneca, corrieron desesperadamente en su búsqueda. Tristemente para ellos, los restos de langosta y calamar se habían entremezclado con cierta cantidad de excremento de algún perro del sector. Pero esto no los detuvo. Con un cuidado superlativo retiraron la suciedad y se alejaron felices mientras calmaban su hambre salvaje.

Terminada la velada, Diógenes Plata regresó a Pilar hasta su apartamento y allí enhebraron sus cuerpos intensamente bajo la complacencia del húmedo clima. Regresó a casa, puesto que no era de su agrado quedarse en el domicilio de sus amantes, y con la satisfacción de haber calmado su hambre física y sexual, durmió profundamente. A la mañana siguiente, y mientras se lavaba los dientes, notó cierta anormalidad en su lengua. Era como si sobre ella hubiese nevado toda la noche. Se cepilló con la fuerza necesaria para limpiarse pero aquel tapete blanco permanecía adherido. Pensó que sería a causa del aceite que había lamido del cuerpo de Pilar y le restó importancia. Descendió al comedor y le pidió el desayuno, de mala gana, a Lucrecia, la empleada. Al probar el Omelette, se exacerbó y dio un grito que asustó a las paredes.

– ¡Lucrecia, esto no tiene sal!

La mujer se apresuró con el salero en la mano y derramó temblorosamente la blanca sustancia. Diógenes Plata le hizo un brusco ademán para que se retirara y sumergió el tenedor nuevamente. La tortilla continuaba sin su característico sabor. Probó el pan francés que caprichosamente le servían en triángulos y también le sabía insípido. Extrañado, se levantó de la mesa y corrió al espejo. Sacó su lengua y la mota blanca aún hacía presencia en ella. Tomó el primer bléiser y la primera corbata que encontró en el closet. Le pidió a su chofer que lo llevara al consultorio del doctor Eliseo, su incondicional amigo desde el génesis de su vida y quien se había especializado en otorrinolaringología.

Tenía el doctor una secretaria, Jessica, que era excesivamente atractiva. Su piel morena, su cabello de petróleo y su destellante sonrisa le llamaban la atención a Diógenes Plata, quien no había encontrado la oportunidad perfecta para cortejarla. Aquella mañana, lo recibió con su encantador semblante y el hombre, al ver que estaba sola, no desaprovechó para piropearla vulgarmente. El doctor Eliseo demoraría en ir a su consultorio aquel día porque se encontraba en una cirugía reconstructiva de nariz. Su asistente le había cancelado todas las citas. Al saber esto, Diógenes Plata unió cabos y comprendió que la situación jugaba a su favor. Jessica no dejaba de sentirse incómoda y capoteaba con dificultad el acoso del que era víctima. El deseo libidinoso hacia la mujer aumentaba y la aparente urgencia que tenía con su lengua pasó a un segundo plano.

De repente se levantó y cerró bruscamente la puerta. Jessica, en medio de su turbación, le preguntó qué estaba haciendo y le pidió que no le fuera a hacer nada. Él, que hacía pocas horas había estado con Pilar, parecía haber recargado rápidamente su deseo sexual y acercándosele a la mujer le dijo obscenidades mientras le manoseaba el cuerpo. Jessica intentó reaccionar pero fue reducida por la fuerza de su violador. Quiso gritar per Diógenes Plata se despojó hábilmente de su corbata y le tapó la boca. Sometiéndola a sus instintos primarios, recorrió su cuerpo de canela con sus manos sudorosas. Le pasó su lengua nevosa sin lograr babearle los poros. Le subió la minifalda del vestido rojo que se escondía bajo la bata y le invadió su intimidad. Como su miembro se le llenó de excesiva sangre, dio un brusco jalón a las bragas de la señorita, se bajó la cremallera, lo mostró erguido y sin más preámbulo le taladró la vagina. Una de sus manos presionaba la boca de la mujer para que no alarmara a sus colegas y con la otra le bordeaba vulgarmente sus generosos senos. Entró y salió tantas veces hasta que su pene vomitó dentro de ella. Al terminar, la amenazó diciéndole que acabaría con su vida si lo denunciaba ante alguna autoridad. Jessica lloraba copiosamente y le temblaban las piernas.

Diógenes había traspasado el umbral de sus pecados y recorría el camino de su propia perdición. Su corazón lucía apurado, pues le bombeaba sangre excesivamente. Se tomó la cabeza y le dijo al chofer que no lo llevara a la oficina, como de costumbre, sino a un hotel al sur de la ciudad. Solicitó una habitación sencilla y deseó ducharse tan pronto ingresó. Notó que su pene lucía ensangrentado y de una tonalidad más oscura que su piel. Tal escena le causó un terror creciente e instintivamente se metió bajo el agua. El líquido le lavaba la piel como un rito de purificación pero al llegar a su intimidad no sintió que estuviese siendo bañado. Lo sacaba y lo metía del chorro pero la insensibilidad persistía. Lo tomó en sus manos y un hormigueo le durmió los nervios que le llevaban las sensaciones a su cerebro.

No pudo ocultarse por mucho tiempo. Jessica, con actitud de altiva valentía, lo denunció en la tarde. Las autoridades hicieron un operativo relámpago pero al llegar a la casa del acusado hallaron a Lucrecia confusa por lo sucedido. Ante el desconocimiento de su paradero, interrogaron a Jairo, que así se llamaba el conductor, ya que según afirmó la empleada, él había sido el último en verlo. La maraña de nervios causada por las advertencias dadas por obstruir con la justicia, hizo que el hombre confesara. Cuarenta y cinco minutos después, Diógenes Plata salía esposado del hotel con la cabeza besando al pavimento. Jessica y el doctor Eliseo se encontraban afuera. La mujer no paraba de llorar y el que otrora era su amigo le cantaba un coro de insultos. Sus ojos de fuego emitían un odio magnánimo mientras le deseaba que toda su carne se pudriera en la cárcel.

Diógenes Plata fue sometido al juicio de rigor y bajo el peso de las irrefutables pruebas científicas, fue condenado a permanecer en el encierro por veinte años, sin ninguna posibilidad de rebaja. La impredecibilidad de su vida (como si no hubiese sido él el dueño de sus propias acciones) trastornó al condenado de tal manera que hubo necesidad de recurrir a los guardas para contenerlo mientras el juez profería la sentencia. Terminó siendo depositado, como una caja vieja, en una lúgubre celda donde lo rodeaban rostros poco amigables que le daban la bienvenida con puños y patadas.

Con el paso de los días, su estado de salud comenzaba a deteriorarse considerablemente. El hormigueo continuó expandiéndosele por las piernas y la movilidad de su lengua se limitaba hasta el punto de afectar su dicción. El órgano perdía su característica flexibilidad y hacía un esfuerzo mayor para emitir mensajes básicos de supervivencia. Todo este derrumbe repercutió, de igual manera, en el estado de su riqueza. El escándalo se conoció a nivel nacional y su compañía pesquera perdió valor accionario. Tuvo que despedir, entre muchos empleados, a Jairo y a Lucrecia. Si bien el conductor lo tomó con calma, la mujer entró en un desespero profundo. La pobre, que era madre cabeza de hogar y vivía en un humilde barrio, le rogó que por lo menos la liquidara como debía ser. Pero él la despreció y se limitó a decirle, en una visita que le hizo a prisión, que se largara sin más ni más.

– Don Diógenes, por lo menos déjeme llevarme algo de la casa para que lo pueda vender – le suplicó – yo podría vender uno de sus perfumes y así darle el sustento a mi familia por unos meses mientras consigo trabajo.

– A mis perfumes los deja quietos – le gritó mientras le daba un puño a la mesa – ni se le ocurra llevarse algo porque la denuncio.

La vulnerable mujer no tuvo otra opción que retirarse resignada. Pensaría, quizás, en demandarlo por el irregular despido. No tenía dinero para pagar un abogado pero muchos estarían interesados en el caso, dados los bienes que aún le quedaban al futuro demandado. Pero esos pensamientos no turbaron inmediatamente su corazón sino que la invadió la preocupación, más inmediata, de alimentar a sus hijos.

Diógenes Plata, con el cuerpo hirviendo, regresó a su celda y decidió que lo mejor era dormir bajo el velo de una luna que negaba a apagarse. En el ecuador de la madrugada, su sueño fue interrumpido porque no podía respirar. Intentó sonarse pero ninguna mucosidad abandonaba su nariz. Se levantó de su rígido camarote, se miró en el espejo y con la ayuda del brillo lunar notó que una inflamación le amurallaba sus senos paranasales. Tan sólo una pequeña cantidad de aire podía ser aspirada y en su proceso de expulsión se convertía en una especie gas hirviente. Después del infructuoso proceso para destaparla, se dio finalmente por vencido. Como la somnolencia lo invadía, se vio forzado a quedarse dormido con la boca abierta.

La precaria condición respiratoria de Diógenes Plata lo obligó a ser valorado por una otorrino. La doctora Isabel lo visitó y exploró los órganos afectados. Le ordenó exámenes diagnósticos, un spray nasal y le pidió que regresara transcurrido un mes.

Tal como lo ordenaba el reglamento, Diógenes Plata tenía funciones dentro del penal, pero nada le causaba más tedio que lavar los baños. Esto debido a que inexplicablemente su nariz se le destapaba cuando aseaba dicho lugar o hacía las necesidades del cuerpo. El aroma nauseabunda de la mierda y la orina lo perturbaba y sentía que estar allí era como ser torturado en un habitación de la Santa Inquisición. Una vez abandonaba el sitio, su olfato se cerraba rebeldemente como el puente de un castillo al anochecer. Por otro lado, y a manera de consuelo, sus nulos sentidos del gusto y del olfato le daban cierta “ventaja” respecto a las comidas que probaba, ya que los demás se quejaban de su calidad. A él le daba igual. Alimentarse pasó de ser un proceso placentero a uno meramente fisiológico, de básica supervivencia. Recibía pocas visitas, ya que en su presente situación no era útil para las “amistades” que había hecho en sus años de prosperidad. Lucrecia lo encaró en varias ocasiones pero al no encontrar una respuesta favorable lo demandó y lo despojó de varios de sus bienes. Quiso evitar problemas con Jairo y le pagó lo que le correspondía.

Pasado un par de semanas, recibió la visita de quien jamás pensaría una tarde alegre de abril. Doña Carmenza se encontraba en la sala esperándolo. Había tomado la decisión, antes de morirse, de reconciliarse con su hijo para, de alguna u otra manera, liberarlo de algunas de sus culpas. Al escuchar al guarda anunciándola, Diógenes Plata suspiró profundamente y un aire de rabia le transfiguró el rostro. La señora lo esperaba sentada en la banca de cemento, con los codos en la mesa y las manos sosteniéndole el mentón. Todo su cuerpo reflejaba el nerviosismo propio del momento. Habían pasado numerosos años sin haberlo visto personalmente y al notar que él se acercaba, se le derritió el corazón y las lágrimas le bañaron la cara. Diógenes Plata, sin embargo, no modificó su actitud inicial y la contemplación de su madre incrementó su descontento.

– ¿Qué hace aquí, señora? – la saludó – si bien recuerdo, usted no quería volver a verme.

Doña Carmenza, extrañada con la dificultad oral de su hijo, no paraba de llorar. Subió sus manos y se cubrió el rostro, luego se levantó e intentó acercársele para abrazarlo. Consideró en aquel momento que las palabras tendrían una capacidad limitada y optó por un acto físico de reconciliación.

– ¡No se me acerque! – Le dijo mientras la empujaba de vuelta a la banca – ¡No tengo la menor intención de escucharla!

Y dicho esto, llamó al guardia y le pidió que lo regresara a su celda. La anciana quedó allí con un brote de tristeza mientras el hijo se llevaba el odio en el pecho. Acostado en su cama rememoró el particular momento y con el fin de sentirse mejor, halló razones infundadas para incrementar el desprecio hacia su madre. Aquellos espíritus negros lo fueron dominando hasta quedarse dormido bajo la incómoda estridulación de un grillo.

No percibió aquel sonido desagradable cuando despertó la mañana siguiente. Notaba que todo estaba en relativa calma y que había dormido un profundo sueño. Vio a su compañero de celda que lo llamaba para ir a desayunar pero no lograba oír lo que decía. Fue cuando sintió que un pitido interminable moraba en sus oídos. Era como si dos trompetistas vagabundos hubieran estado buscando dónde refugiarse toda la noche hasta encontrar en sus tímpanos el más cómodo hogar. Ante la insoportable situación, corrió al espejo y percibió que de sus orejas descendían como cascadas un espeso líquido amarillo. Su compañero le dijo que tenía un fétido olor. Como el afectado no le comprendía, le pidió que le hablara en lenguaje de señas. El reo ondeó la mano derecha mientras se tapaba la nariz con la izquierda. Un terrible derrumbe, como aquellos en la vía al Llano, había bloqueado de cerumen sus oídos.

Transcurrido el mes, Diógenes Plata recibió a la doctora Isabel y le entregó los resultados de los exámenes. Diógenes Plata le pidió que le escribiera todo lo que le iba a decir en una hoja de papel. La comunicación entre ambos transcurrió de esa manera.

– Según los resultados, sus pupilas gustativas están en perfecto estado. ¿Se ha aplicado el spray nasal? – anotó la doctora.

– ¡Como cosa rara – ironizó el paciente – esos hijueputas exámenes no sirven para nada! ¡Nunca sale nada anormal! Ese remedio para la nariz no me ha servido. Sigo respirando por la boca. También se me taparon los oídos y por eso le pedí que me escribiera.

La galena le formuló glicerina carbonatada para debilitar la obstrucción y Diógenes Plata se la aplicó religiosamente todas las noches. Cinco días después, regresó para que le hicieran el lavado. Su alegría fue mayúscula cuando finalmente sus conductos auriculares recibían gozosos la totalidad de ondas de sonido.

– Muchas gracias, doctora – balbuceó – una dolencia me…

No pudo terminar de agradecerle a la médica porque percibió el indeseable regreso de los trompetistas vagabundos. La profesional le revisó los oídos y no entendía cómo los bloques de cerumen se le habían formado nuevamente en cuestión de segundos. Tomó un papel, escribió un corto mensaje y se lo mostró al condenado:

“Su cura no le compete a la ciencia”.

Diógenes Plata no podía acreditar que la doctora Isabel escribiera tal cosa pero, con el paso del tiempo, terminó por creerle. Todos los esfuerzos médicos venideros fueron infructuosos. El resto de su pena fue un largo y doloroso sendero en el que sus sentidos se inhibieron totalmente. La lengua se le endureció hasta el punto que fue imposible toda comunicación verbal y una mañana de su décimo quinto año de condena, terminó por desprendérsele. La escupió en el piso y percibió que su albura se había transformado en un negro carbonizado. Ahora era un políglota inútil. En un intento de resiliencia, perfeccionó sus estudios en lenguaje de señas con un profesor que le llevaron debido a que sus oídos nunca se le destaparon. Para aquel entonces, la insensibilidad en su piel se le había propagado por todo el cuerpo y tuvo que recurrir a una silla de ruedas porque no sentía las piernas. Condenado a tener la boca abierta perennemente para que le entrase el aire, Diógenes Plata contemplaba la perpetuación de su karma en el ocaso de su existencia.

A pesar de toda su desgracia, logró completar las dos décadas de encierro. Inicialmente, no le causó emoción alguna la idea de la libertad debido a que no podría disfrutarla bajo la complacencia de sus sentidos. Sin embargo, quiso por lo menos valerse del último que le quedaba. El deseo de ver algo más que las mismas cuatro paredes, canchas sucias, baños untados de mierda y reos miserables le hizo regresar un ánimo extraño. Anheló ver a otra gente, a autos y árboles llenos de pájaros. Veinte años habían sido suficientes para reflexionar sobre la naturaleza de sus faltas, de su avaricia, egoísmo y excesivo orgullo. Estaba de acuerdo con el castigo recibido, no solamente por la privación de su libertad sino por la limitación de su percepción. Meses atrás, se había reconciliado con doña Carmenza y ella sería quien lo esperara y se encargara de él una vez libre.

En el día final de su ignominia, Diógenes Plata tenía una sonrisa esperanzadora. Se sentía limpio, en paz consigo mismo y con quienes había humillado en su pretérita vida. Garabateó una firma confusa en su ficha de salida y un dragoneante lo acompañó hasta la puerta. Allí se encontraba su madre con una silla que había comprado, puesto que la que tenía su hijo pertenecía a la cárcel. El guardia abrió la puerta y por primera vez después de dos décadas, Diógenes Plata pudo contemplar lo que antes le era trivial y ahora extraordinario: transeúntes caminando apurados al trabajo, automóviles con conductores estresados que tocaban sus bocinas (y que afortunadamente Diógenes Plata no podía escuchar), pájaros merodeando de rama en rama y una madre con ojos vidriosos que lo aguardaba ansiosa.

Doña Carmenza le hizo un gesto de saludo con la mano la cual fue difícilmente correspondida por él. La cercanía al portón le aceleró el corazón al ex condenado y le permitió visualizar la alegría de su madre. Tan pronto el dragoneante pasó por la línea que divide la cárcel de la calle, Diógenes Plata se angustió inesperadamente y dio una especie de salto hacia atrás.

– Pero qué… – se dijo a sí mismo mientras se llevaba las manos a los ojos.

Hizo un movimiento brusco y el guarda interpretó que al ex convicto se le había quedado alguna pertenencia en la celda. Al devolverlo hacia el penal, Diógenes Plata recuperó su vista. Pensó que lo sucedido había sido parte de una ilusión e hizo un movimiento hacia adelante para salir de nuevo. Se soltó bruscamente del dragoneante y dejó que la silla rodara hasta la puerta. Sin embargo, experimentó la misma sensación cuando ya estaba en el exterior. Entonces, afligido y resignado, lo entendió: podía hacer uso de sus ojos sólo dentro del perímetro del penal. Doña Carmenza, que no comprendía el comportamiento de su hijo, frunció el ceño, le habló inútilmente y lo ayudó a pasarse a su nueva silla de ruedas. Durante el trayecto a casa, el nuevo hombre libre sollozó y consideró la posibilidad de regresar a prisión para por lo menos poder ver.

Por el resto de su existencia, el otrora próspero Diógenes Plata vivió como un vegetal. Atrás quedó la fortuna acumulada, la prosperidad de sus negocios, las mujeres que eran objeto de su placer y todos sus logros. A pesar de su condena y arrepentimiento, no le fue dada una segunda oportunidad. Nunca recuperó sus sentidos y su consciencia terminó encerrada en un cuerpo hermético en el que moró junto a su rabia, egoísmo, orgullo y odio hacia sí mismo y hacia la especie humana. En el recuento de sus virtudes y miserias por la tierra, la balanza terminó por inclinarse a favor de su lado oscuro. Toda señal de cambio y mejoría no bastaron y terminó enterrado en la ignominia hasta su último suspiro. Su dios decidiría, finalmente, si todo este penoso deterioro por el que pasó le alcanzaría para comprar el tiquete de entrada a su paraíso.

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