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El buen molde

Yovana

En estos cuatro años y medio de distanciamiento a todo corazón femenino, he tenido algunas experiencias con mujeres que he conocido en aplicaciones de citas, pero ninguna como la de Yovana. La descripción de su perfil me pareció interesante y luego del emparejamiento inicial comenzamos a hablar. Vencimos todo lenguaje monosilábico y nuestras conversaciones lograron superar la barrera de preguntas y respuestas triviales de nuestras vidas. Yovana vivía en el sur de la ciudad administrando un parqueadero y operando una báscula que calculaba el peso exacto de carga de las tractomulas. Era rubia, delgada y tenía dos panales móviles en la cara con los que veía. De cariño, la llamaba “blondie”. Si bien en estas aplicaciones abundan personas con intereses ajenos a los sentimentales, encontré en ella (o así lo creía para entonces) la coincidencia de un propósito formal de noviazgo. El paso de los días marcaba la profundización del conocimiento del otro y sentíamos que la compaginación por mensajería instantánea nos permitía pasar a una siguiente etapa. Tenía una idea de cómo era físicamente por las fotos que compartíamos, pero no habíamos tenido un encuentro presencial pasadas dos semanas. Una tarde en la que el deseo y la curiosidad la vencieron, me dio su dirección. Como yo vivía en el polo norte, debí atravesar Neiva por la Avenida de Circunvalación para estar frente a su gigantesco portón cuarenta y cinco minutos después.

Me sentí sorprendido porque la mujer que me recibió era la misma de las fotos. Eran comunes las “estrelladas” cuando conocía a alguien en persona, pues los filtros que utilizaban en sus fotografías modificaban sustancialmente su apariencia. El parqueadero era amplio y desde él podía contemplar con gozo la bóveda celeste. La soledad del sector hacía que el más mínimo ruido de los insectos fuese percibido por mis desgastados oídos. Dormía en una pequeña pieza en obra negra que tenía en su interior un clóset, un televisor cúbico del siglo pasado y una cama sencilla. Yovana sacó un par de sillas y me invitó a sentarme en la parte externa de su habitación. La noche llegó y bajo la complacencia de la luz lunar conversamos por largo rato. Fue de esta manera como acaecieron las otras visitas. Generalmente, cuando se acercaban las once, hora en que no podía circular en mi motocicleta, me devolvía a casa.

Luego de aceptar que éramos de mutuo agrado, nos dimos la oportunidad de ir a diferentes lugares de la ciudad. Sin embargo, y debido a su dinámica laboral, a Yovana se le dificultaba salir porque debía permanecer en casa los siete días de la semana. Aunque ahorraba una considerable suma de dinero en arriendo y servicios, el parqueadero representaba para ella una cadena que la ataba fuertemente. Los muleros llegaban en cualquier momento para parquear sus vehículos o pesar la mercancía que llevaban. A pesar de todo esto, las citas no fueron esquivas. La primera de ellas fue en La Granja Burger sobre la Avenida la Toma. Recuerdo que al pasar por ella, me sorprendió verla desmaquillada y con un atuendo como si fuésemos a permanecer en su lugar de trabajo. Luego terminaría por confesarme que era su costumbre no arreglarse en la primera salida.

Los días pasaron y aunque mis insinuaciones sentimentales eran explícitas, ella las capoteaba magistralmente. No sé si estaba haciéndose la difícil. Como no quería jugar a ser el toro de la corrida, una noche le pregunté directamente sobre sus afectos hacia mí. No me dio ninguna respuesta verbal sino que se quitó los lentes, cerró los ojos y arrunchó sus labios con los míos. Aunque el beso no respondía totalmente mi pregunta, esto me tranquilizó un poco.

Yovana sabía sobre mi capacidad para cantar e interpretar la guitarra. Con el fin de escucharme en vivo, me pidió que llevara el instrumento un sábado. Al escucharme, se maravilló con la interpretación de tal manera que sacó su celular y grabó un video. Por otro lado, yo no estaba muy satisfecho ya que lucía nervioso y no me había aprendido las canciones de memoria. Esto hizo que al mirar la letra y los acordes en mi teléfono, perdiera la concentración y desafinara grotescamente. Adicionalmente, hubo algo que le dio una estocada casi mortal a mis nervios. Una serie de pequeños ratones salieron de la cama y del clóset, corrieron hacia la mitad de la habitación y levantando sus cabecitas me miraron fijamente mientras daba el concierto. Pero lo que importaba era su opinión y al ser positiva me llegó la tranquilidad que buscaba. Cuando terminé, me llenó de besos, tomó la guitarra y la puso en el estuche y me invitó a seguir a la pieza. Prendió el televisor y sintonizó Sábados Felices. El reloj bordeaba las 10:30 de la noche y me alistaba para despedirme pero pidió que me quedara. Llamé a mamá y la tranquilicé diciéndole que pasaría la noche con unos amigos.

Una hora más tarde, Yovana fue vencida por el sueño. Yo permanecí viendo el programa de humor pero la deseable compañía de la mujer que tenía al lado fue dominando mis libidinosos pensamientos. Bajo el camuflaje de la voz de Humberto “el Gato” Rodríguez, recorrí el campo níveo de su cuerpo. Ella parecía estar profundamente dormida, aunque en realidad dudé que fuera así. Luego de acariciarle con mi boca varios de sus poros, bajé mi mano hasta su intimidad, masajeé su clítoris e introduje un par de dedos en su húmeda vagina. Me parecía increíble que no reaccionara, ella continuaba durmiendo como si nada la perturbara. Era como si estuviese masturbando a un cadáver. En ese momento interpreté que ella no tenía interés en la búsqueda y obtención de ningún placer sexual. Me resigné a apagar el televisor y a cerrar mis ojos para descansar.

En el ecuador de la madrugada, Yovana me despertó con una caricia en el pene. Decía sentirse inexplicablemente excitada y no entendía, según ella, esa reacción en su cuerpo. Ahondamos nuestra pasión con insondables besos pero, muy adentro, me invadía cierta preocupación. Siempre he sido cuidadoso con mis relaciones sexuales y en vista de que mis planes no eran pasar la noche con ella, no tenía preservativos a la mano. Claro está, entonces para qué me puse a calentarla...Lo sé, fui un imbécil e incoherente. No había aprendido. Ya me había ganado el regaño de otra mujer en una situación similar. No obstante, su reacción fue distinta. Estaba tan excitada que al comunicarle mi situación simplemente me ignoró y continuó besándome. Un arrebato de racionalidad me hizo parar y le repetí lo sucedido. Ella volteó los ojos mirando al techo, se levantó, abrió un cajón de su mesita de noche y después de escrudiñar por algunos segundos, sacó un condón. Me lo lanzó al pecho de manera brusca. Indudablemente estaba molesta. De todas formas, me sentí como un muñeco mientras lo hacíamos, pues me manejó a su antojo y dirigió la mayoría de las poses. Tuvo una iniciativa tremenda, fue la directora del encuentro e incluso me ordenó no acabar hasta que ella lo hiciera.

Aquel primer encuentro se multiplicó en varias ocasiones. Sin embargo, ella me decía que ya era hora de que le empezara a perder el respeto con más ganas. A mí me seguía causando una marcada curiosidad ver su gesto de desaprobación cuando me ponía el preservativo. Me insinuaba constantemente que quería sentirlo sin el látex de por medio. Tuvimos incluso una discusión sobre el particular. Este comportamiento me llenó de desconfianza hasta el punto de pensar que tenía intenciones de transmitirme alguna enfermedad sexual. Confieso que sentí miedo. De igual manera, los ratoncitos que atestiguaban nuestros encuentros empezaron a incomodarme y sentí temor de ser mordido por uno de ellos mientras dormía. Estas dos razones me subyugaron hasta tomar la decisión de no continuar la relación (si acaso hubo una) con Yovana. Ella insistía en que permaneciera a su lado e incluso me propuso mantener contacto informal limitado al placer sexual, pero no acepté.

Perdí todo contacto por un año hasta que en cierta ocasión su imagen volvió mientras miraba mis recuerdos de Facebook. Al ver su reacción en uno de ellos, abrí su perfil. En esta oportunidad, junto a ella reposaba en sus brazos una bebé de ojos claros. Le escribí y luego de superar la extrañeza por mi repentina aparición y el comercial preámbulo, le pregunté por quien la acompañaba en la foto. Me contestó que era su hija y que se sentía la mujer más feliz junto a ella. No quise indagar más porque luego de hablar por un par de horas me invitó a que las visitara. Días después fui al parqueadero. Le compré pañales a la bebé y nos pusimos al día con las novedades más pertinentes. Sentí la natural curiosidad por saber más sobre el estado actual de sus sentimientos.

– ¿Y el papá de la niña? ¿Estás en una relación? – le pregunté.

– No, sólo somos Marian y yo.

– ¿Cómo así? ¿Tan rápido se separaron?

– Ni siquiera fue mi novio – sonrió.

– No entiendo...

– Él vive en España y afortunadamente responde por su hija.

La miré con ojos acrecentados y emití una sonrisa entre nerviosa y confusa. Yovana prosiguió.

– Él quería lo mismo que yo: tener un hijo sin que de por medio hubiese ningún vínculo amoroso. Así que para unas vacaciones en que estuvo en Colombia, hicimos a la nena. Si algún día decide no ayudarme más, yo podré sola.

Mi corazón empezó a latir rápidamente como si dentro de él se estuviera gestando una violenta huelga. Quise continuar la conversación pero me sentí impedido por la estupefacción. Cerré el tema con un seco “entiendo” y continuamos hablando de otros asuntos. Al regresar a casa reflexioné sobre la particular historia y concluí que su afán para que hiciéramos el amor sin ningún tipo de protección era porque tenía el ferviente deseo de ser madre sin importarle la opinión de quien le donara el esperma.

– Así es – me confesó una semana después – tú eras un buen molde, pero no quisiste continuar lo nuestro.


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