Después de seis años volví a ver a Mariana. Tomé la decisión de escribirle luego de darme cuenta que había fisgoneado mi perfil de Facebook la madrugada de un lunes. Vi la notificación de un “me gusta” en uno de mis memes y supuse que sin intención reaccionó, pues desde hace algunos meses la había eliminado de mis contactos.
– Me muero de ganas por verte – le escribí por el chat de Messenger.
Me dejó en visto. El sábado en la tarde me contestó:
– Te espero esta noche a las 7 en la esquina del parque P*, cerca de mi casa.
También la dejé en visto, como queriendo (estúpidamente) mantener el suspenso hasta última hora. Afortunadamente no tenía planes para ese fin de semana.
El parque P* estaba bellamente decorado para la temporada decembrina, en especial el CAI de la Policía. Eran las 7:10 p.m. y no había rastro de ella. Consideré que había sido descortés de mi parte no haberle respondido a su solicitud o que quizás no había podido escaparse. Llegué a la conclusión que no vendría. En el momento en que encendía mi auto, vi que se acercaba por la acera de su pequeña calle. En esta ocasión no estaba vestida de mar. Lucía una blusa negra con encajes que le adornaban los brazos y los senos. En la parte inferior vestía un ancho pantalón blanco que de cierta forma dejaba libres sus piernas y calzaba unas zapatillas negras que brillaban igual que su mirada. Le hice seña y sonrió al verme.
– ¡Señora vicerrectora! – le dije saludándola.
– Dejémoslo en Mariana – me contestó con su ya conocida sonrisa de “no digas estupideces” mientras me ponía su mejilla derecha.
– Cuánto tiempo…
– Bastante
– ¿Fue difícil?
– No, sólo dije que iba a un evento de la universidad. Pero no tengo mucho tiempo, debo estar en casa a medianoche.
Conduje hacia el noroccidente de la ciudad, vía a Palermo. En el trayecto hablamos de temas neutros como nuestros trabajos, compañeros de estudio e hijos. Hace algún tiempo había encontrado por Internet un mirador en el cual se hablaba francés y pensé que nada sería más memorable que un reencuentro bajo el rocío de aquella lengua. La carretera estaba en pésimas condiciones, aún después de tantos años.
Al llegar a nuestro destino, lo primero que hicimos fue contemplar las destellantes luces de Neiva esparciéndose por el valle. Tomamos algunas fotos de la vista.
– A veces me hacen falta estos momentos – comentó – ser directivo no es nada fácil…
Como había reservado diciendo que iba con mi pareja, la mesa la decoraron con pétalos de rosas, globos en forma de corazón, y una botella de Castlemaure en el centro. Después de saludarnos, el mesero sirvió las copas y nos entregó la carta. Mariana miraba los nombres y descripciones de los platos fingiendo seguridad de que aún recordaba el francés.
– Me avisas si deseas ayuda con el menú.
– Ya te digo.
Le expliqué dos o tres cosas, no lo recuerdo bien. Luego llamé al mesero y ordené.
– Garçon !
– Oui monsieur ?
– Une Quiche Lorraine, un Cassoulet pour mademoiselle, du Bœuf Bourguignon pour moi et deux Passianos, s’il vous plaît.
– C’est noté.
Mientras nos traían la comida hubo un silencio incómodo. Los dos sabíamos por qué estábamos allí (o al menos eso creía), después de tantos años sin vernos. Ninguno se atrevía a hablar de lo fundamental.
– ¿Y cómo vas con Juan? – le pregunté para entrar en materia.
– Bien, ya sabes, él es un gran hombre y un excelente papá.
Su respuesta liberó mi tentación de preguntarle por qué había aceptado mi invitación.
– Nada, una salida de colegas que hace tiempo no se veían, ¿no?
– Pues sí… – le repliqué con un tono de voz trémulo.
El mesero trajo la entrada y comimos bajo la caricia del viento. Seguidamente, hicieron su arribo los platos principales y los postres. Diversas canciones de Édith Piaf, Gilbert Bécaud y Charles Aznavour estimulaban nuestros oídos placenteramente. Terminamos de comer y aún quedaba media botella de vino. Mariana contemplaba calladamente y con mirada perdida el horizonte iluminado. Yo me perdí en ella. Aquella mujer que en algún momento de mi pretérita vida pude acariciar, abrazar y besar…los años habían sido tan generosos con ella pero mis sentimientos eran encontrados. Era exitosa laboralmente, tenía una linda familia y aún era la intelectual mujer de la que algún día me había enamorado. De repente, volvió en sí y nuestros ojos se encontraron.
– ¿Qué? – dijo sonriendo tímidamente.
– Nada, aquí evocando un poco el pasado.
– Mmm dejemos el pasado allá tranquilo donde está.
– ¿Por qué?
– Porque si lo evocamos, todo se puede desequilibrar. Y yo estoy bien así. Es más, no sé qué hago aquí…
Le desobedecí y moviendo mi silla me acerqué. La abracé y aunque intentó liberarse de mis brazos, terminó aceptándolos luego de un profundo suspiro. En ese momento se originó un silencio que hablaba no sólo en francés sino en todas las lenguas del mundo.
– ¿Qué haces? – me preguntó después de unos minutos.
– Quería volver a sentirte…
Mis manos fueron descendiendo hasta llegar al encuentro con los vellos de sus brazos. Sonó "Ne me quitte pas" y se la canté al oído. Mariana cerró los ojos y la brisa le moldeó armónicamente su cabello de oro negro. Luego sentí el impulso irreversible de besarle las mejillas y el cuello hasta que llegó ese mágico instante en que ambos rostros giraron simultáneamente para lograr el encuentro. Sus labios hicieron contacto con los míos y el corazón, una vez más, se me mudó a la boca. Sólo ella podía lograr ese efecto en mí. La excitación propia del momento hizo que mis manos bordearan los encajes de su blusa por la frontera de sus pechos hasta bajar a su cintura. Logré desconectarla: no existía ni su esposo, ni sus hijas, ni la universidad. Sólo éramos ella y yo. Subí mis manos y las deslicé por su pelo y por su espalda. Cuando mis inquietos dedos se disponían a explorar las piernas que bajo el pantalón de nieve se hallaban, me detuvo. La racionalidad la atacó y volvió a conectarse con su mundo.
– No puedo más, dejemos ahí, por favor…
Intenté seguir besándola pero no hubo reciprocidad sino rechazo. Ahora, era como si estuviera con la misma Mariana que nunca me aceptó como hombre.
– Pide la cuenta, ¿te ayudo? – dijo apresurada.
– Yo invito…garçon, l’addition, s’il vous plaît.
Pagué y Mariana corrió apresuradamente hacia el carro. Su respiración era entrecortada y sus ojos parecían una falla geológica durante un terremoto. Se sintió sucia.
– Llévame a casa, ya casi son las 12.
En el trayecto de vuelta no hubo palabra alguna ni cruce de miradas. Nos enfocamos, como zombis, en la prolongación de la vía. Puse algo de música para calmar la hinchazón del herido ambiente. Llegamos a Neiva y me detuve en la iluminada esquina del Parque P*.
– Gracias por todo – dijo mientras buscaba la manija de la puerta.
– Me dio gusto volver a verte – le contesté.
En ese instante, Mariana levantó la mirada y taladró sus ojos aguados en mí.
– A mí también, pero lo nuestro nunca fue, es ni será. Cuídate. Buena noche.
Me dio un beso apresurado en la mejilla y se fue alejando para aquel hogar donde la esperaban Juan y su descendencia. Yo me quedé en el carro pensativo, contemplando el alumbrado, hasta que la soledad me interrumpió:
– Ya disfrutó de sus quince minutos de fama, ahora vámonos.
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