Luego de varios años trabajando en radioastronomía, la vida me recompensó con una señal extraterrestre. Debo confesar que me tomó mucho tiempo decodificar el mensaje. Me encerré en el juicioso estudio de la astrolingüística hasta que logré traducirlo. Se trataba de un ser llamado Xomtup, proveniente del planeta que la raza humana llama Teegarden b; el cual está a una distancia de un poco más de 12 años luz de nuestra Tierra. En la primera parte, escuché un discurso alusivo a un pacto de no agresión entre las civilizaciones de la galaxia. Seguidamente, habló de su mundo, de la maravilla del agua como elemento que nos unía, de la brevedad del año y de su pueblo. Sin embargo, lo que siguió me sorprendió. Según él, desde hacía algunas décadas venía haciendo observaciones a la Tierra mediante potentes aparatos telescópicos. Y digo así porque narró con lujo de detalles la rutina de un niño terrestre: los juegos en la calle, los deportes que practicaba, las sonrisas prolongadas con sus amigos, los chapuzones en la alberca, las clases en la escuela y las salidas con su familia. Pude notar que tenía conocimiento de la psicología de nuestra especie, pues terminó diciendo – ¡Qué bien se vive allí! Até cabos, hice cuentas y aunque me resistí a creerlo, terminé por aceptarlo. Xomtup había observado mi niñez; aquella etapa de felicidad en la que era ajeno, o quizás indiferente, a todo tipo de tristeza. Lloré. Si algún día el alienígena enviase un segundo reporte, será para describir mis actuales sufrimientos. – ¿Qué te pasó? – preguntará. Pero no seré el receptor. Para cuando sus ondas lleguen de nuevo, ya habré partido hacia lo desconocido.
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