Cuando Verónica descubrió la verdad sobre Alexander ya era demasiado tarde. Poco le afectó verlo abrazado de su esposa y de sus dos hijas en la catedral de la ciudad. Inhaló profundamente, emitió un leve quejido y tomó rumbo hacia la casa de sus padres.
Se acostó y mirando al techo quiso olvidar lo que había acabado de ver. Lo quería tanto que sentía, por primera vez, que se estaba enamorando. Rememoró las salidas que habían hecho, los recorridos en bicicleta y la exquisita efusividad de su intimidad. Verónica sobrepuso aquellos instantes alegres y mitigó su dolor ante la evidencia de la traición.
Alexander había iniciado a salir con ella hacía tres años. Era un hombre práctico, poco expresivo. Al salir de la misa, inventó una excusa superficial y se alejó de su familia para llamarla. La esposa le creyó que tenía una reunión urgente en el trabajo. Se despidió de sus hijas y condujo hasta la casa de Verónica. Fue una larga velada…
Un mes después, Verónica extrañó la aparición de su menstruación. Siguiendo su instinto, compró una prueba de embarazo y sus sentimientos se perturbaron al ver las dos líneas rojas. Por varios días cargó en solitario con el peso de su nuevo estado hasta que una mañana despertó decidida a contarle.
– Estoy embarazada.
A Alexander lo abandonaron los colores de la cara y quedó en silencio por varios minutos. Su pensamiento se extraviaba en los movimientos de la calle.
– Usted no puede tener ese hijo – le replicó.
– ¿Por qué no?
Alexander no pronunció palabra alguna.
– ¿Porque se afecta su armoniosa familia?
Al escuchar tal interrogante, el hombre la perforó con una mirada de hielo.
– Lo sé todo, Alexander. Hace unos meses lo vi con su mujer y sus hijas en la iglesia. ¿Usted no era soltero supuestamente?
– Aborte – le dijo el hombre con un marcado tono militar.
Verónica no le contestó. Su cuerpo comenzó a temblar y su cara parecía un volcán a punto de hacer erupción. Sin decir nada, abandonó furiosa el restaurante donde lo había citado.
Verónica experimentó una profunda rabia y decepción que terminaron por afectar su desempeño laboral y sus estudios de maestría. Empezó a contemplar la vida terriblemente borrosa, como alguien con astigmatismo, porque simplemente no sabía qué hacer. Su odio hacia él logró hacerlo descender del pedestal en el ámbito sexual que le proporcionaba. Si bien guardaba una tenue esperanza, Alexander no volvió a comunicarse para preguntar sobre su estado de gestación.
La agudización de su incertidumbre la fue arrastrando por el pozo de la desazón hasta que llegó a la conclusión de que estaba de acuerdo con él. Fue a la droguería y compró las pastillas. Se las tragó rápidamente para evitar ser tentada por el arrepentimiento.
A la semana siguiente asistió a la cita con el ginecólogo y estaba preparada para ser informada sobre la muerte del feto. Su sorpresa fue mayúscula cuando el médico le sonrió después de finalizada la ecografía.
– ¡Felicidades, es una niña!
Verónica sintió que se le detenía el corazón. Salió del consultorio con el rostro alterado. Luego de asimilarlo, interpretó lo sucedido como una especie de señal. Inició así una larga etapa de perdón y reconciliación consigo misma y con quien sería su descendencia. Solía encerrarse en su habitación, apagaba la luz y se acostaba en la cama para llorar por horas mientras contemplaba su vientre.
– Perdóname – le decía a su hija.
El embarazo fue difícil, no por las típicas molestias físicas sino por la terrible soledad física y emocional. No tuvo un consejo amigo, ni padres que la apoyaran, ni una mano útil que la apaciguara.
Cuando Sara nació, Verónica tuvo dificultades para asimilar su rol de madre. La crianza le impuso un reto considerable. Aunque experimentaba momentos de alegría con su hija, también se quejaba de las agotadoras jornadas a su lado. Extrañaba dormir más horas, tumbarse en la cama a escuchar rock, salir a comer...extrañaba su tiempo. Sara le mostró que más allá del carácter romántico de la maternidad, existía el caos. De vez en cuando se sentía impulsada por la necesidad de demandar al padre ausente, de restablecerle los derechos a su hija, pero en ese tire y afloje terminaba inclinando la balanza hacia el total alejamiento.
Alexander, por su parte, había dado por terminada su relación clandestina desde aquella fatídica cita y continuó su vida familiar. Pidió perdón y se entregó más a Dios, su devoción aumentó y asistía sagradamente al templo todos los domingos. Aunque era consciente de la existencia de Sara, esto no le carcomía ningún área de su consciencia.
– Con lo vagabunda que era, ni será mío ese bebé – se decía a sí mismo.
Y así apaciguaba las dudas respecto a su paternidad extramatrimonial.
Un par de años más tarde, la pequeña Sara, quien ya caminaba, recorría junto a su madre la plaza principal. A las afueras de la catedral, se encontraba un numeroso grupo de personas que protestaban contra la despenalización del aborto. Los manifestantes vestían camisas blancas y portaban velones. Las arengas que emitían desde los megáfonos se percibían a varias cuadras.
Al escucharlos, Verónica no sabía si enojarse o reírse. Era una burla extraña, llena de frustraciones. Sin embargo, sintió que finalmente había encontrado la oportunidad perfecta para encontrar cierta redención y liberarse de todo lo que había sufrido hasta entonces.
– ¡Todos son provida hasta que embarazan a la moza! – les gritó.
Alexander y su mujer giraron sus cabezas mientras abrían los ojos como dos galaxias en expansión.
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