Aquel ocho de marzo los vendedores estaban confusos y decepcionados. Los ositos de peluche lucían cabizbajos, las rosas ennegrecidas por el ardiente sol, los chocolates derretidos y los girasoles marchitos. Pero a María José la invadía cierto aire de complacencia al contemplar la escena en los semáforos de la ciudad. Minutos más tarde, su rostro comenzó a llenársele de lágrimas. Algunas descendieron y humedecieron el lado morado de su pañoleta, otras el verde.
– Parece ser que están comenzando a entender – se dijo a sí misma.
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