Es común iniciar este tipo de notas dirigiéndose a alguien pero ni siquiera tengo un destinatario. Siempre me sentí ajeno a este mundo, a sus costumbres y al comportamiento de los demás. En mis 30 años, tuve esa sensación de estar rodeado de muchas personas llenas de vacío. Gente que sólo te buscaban para pedirte un favor, una explicación, venderte cosas o para sacar algún tipo de provecho.
Esto hizo que me refugiara en el complejo estado de la soledad. En ocasiones lo disfrutaba pues ahondaba en el conocimiento de mi ser: me encerraba a leer, a escribir y a trabajar en mis investigaciones micológicas. También sentía que me rendía mucho la plata y que no la estaba gastando en gente que no valía ni un minuto de mi trabajo. Pero llegaba el fin de semana y quería salir, compartir, estar con alguien. La frustración me dominaba y terminaba transformando esa tristeza en una mezcla de odio y envidia hacia todos aquellos que veía felices. Caminaba solo por las calles de Pereira y sentía que se me hervía el corazón cuando veía a las parejas besándose, abrazadas o compartiendo un helado. Hacía planes solitarios como sentarme en un restaurante pero percibía que los grupos circundantes me miraban como al insecto de Kafka. ¿Qué irónico, no? Tenía dinero para salir y viajar pero no con quien valiera la pena compartirlo. Esto afectaba mi estabilidad y hacía que rápidamente me devolviera a casa y me ocultara en el velo de mis libros y reportes.
Tuve la oportunidad de sentir eso que llaman amor. O por lo menos así lo creí durante muchos años. Me casé con una doctora, tuve una hija con ella. Pero en ese vaivén que es la vida, mi matrimonio acabó y ella terminó dejándome no solamente sin trabajo en una prestigiosa universidad, sino también sin nuestro apartamento, todos mis bienes materiales y alejándome de mi descendencia. Aunque veía a mi pequeña en videollamadas los domingos, no era la misma sensación. Me ignoraba, se concentraba en otras cosas y le decía “papá” al señor que vivía con mi ex. Quizás mi exmujer “la estaba trabajando”.
Generalmente hablando, el amor fue desgraciadamente esquivo para mí. Intenté un par de relaciones después de separarme. La primera consiguió trabajo en otra ciudad, la segunda se mudó a Bogotá para empezar sus estudios de ingeniería biomédica. Nadie luchó por nada, fueron noviazgos fugaces, de verano, de apenas semanas. Llegué a “enamorarme”, vía WhatsApp, de una micóloga brasileña. No sé por qué fui tan masoquista. Nos separaban más de seis mil kilómetros. Fue algo intenso pero en el fondo sabíamos que eso no iba para ningún Pereira. El único que estaba en esta ciudad era yo. No tuve relaciones sexuales durante cinco años. Las mujeres a quienes les hacía esta confesión no me creían, se burlaban. Apenas natural para esta sociedad machista. No me esforcé para que me creyeran, sólo quería ser fiel a la verdad, a mi sucia verdad, y encontrar algo de comprensión.
Tuve dos “amigas” en las que traté de refugiar mis miserias. La primera se alejó de mí cuando inició un noviazgo con un entrenador con quien, según ella, nunca tendría nada. Recuerdo las largas conversaciones que sosteníamos en las que me manifestaba lo mucho que lo detestaba porque la había engañado. Así que desde que desde entonces se alejó y se olvidó de mí. Definitivamente, hay sentimientos que no saben de coherencia…la otra demostró un poco más de interés pero era mala para escucharme y pésima consejera. También comenzó su relación y se enfocó en su pareja. Con esto, confirmé el ciclo que se repetía una y otra vez: a nadie le importaba. Consecuentemente, si no podía hacer parte de la sociedad, ¿para qué estar en ella? Esta especie es social, interactúa para progresar y encontrar la felicidad. Esta no es una sociedad individual, así todos queramos dárnoslas de berracos diciendo que no necesitamos de nadie. Los individualistas estamos condenados al olvido, a la segregación, a cierto exilio producto de los estándares sociales.
Pero estas desgracias tuvieron ciertos beneficios. Logré la que considero mi mejor producción literaria basándome en esas desventuras y decepciones amorosas. Si leyeran mis cuentos y poemas se darían cuenta que están llenos de oscuridad y de tristeza. Eso los hace verdaderamente bellos. Un alto porcentaje de mis escritos es un reflejo de mi vida; yo estoy y estaré inmerso en esas letras por siempre.
Ante este abandono, mi casta visión de la religión y de sus dioses se derrumbó. ¿Cuál dios? ¿Cuál de los más de ocho mil dioses que venera la especie humana? Mi pensamiento científico terminó invadiendo el espiritual y eliminé esa visión romántica, pura y santa del matrimonio. Lo empecé a ver como un ritual innecesario. Mi percepción sobre las deidades me hizo llegar a la conclusión, que hasta esta noche final tendré, de que son construcciones mentales que los humanos han ido perfeccionando con su propio proceso de evolución. Cuando me vaya de aquí, no esperaré llegar a ningún cielo ni a ningún infierno. Sólo sé que mi estado de consciencia se apagará y la materia de mi cuerpo se conjugará con el universo. Sólo quedarán mis legados.
Y cuando hablo de legados, me refiero a mis libros, mis investigaciones, mis cuentos y poemas. Deseo que la totalidad de mi biblioteca sea donada a la UTP al igual que las investigaciones de micología. Dejo en manos de la doctora Jessica Freitas, cuya formación científica siempre me sedujo, los avances que he hecho sobre la vacuna para el Covid-19 con base en los estudios de los hongos. Si les parece que mi producción literaria es digna de ser divulgada, tienen autorización para editarla y publicarla. Estas son las únicas huellas que dejaré en este planeta, puesto que ni siquiera mis propios pies se marcaron en la arena. Con lo poco material que tuve hagan lo que se les dé la gana.
No quiero inspirar lástima. No me considero una víctima. He sido un hombre con condiciones adversas que no supe lidiar ni superar. No pediré perdón por lo que voy a hacer porque me voy sin deberle nada a nadie. Lo haré de manera tranquila y consciente. No quiero rituales religiosos de ninguna índole, ni flores, ni llanto. Deseo que incineren mi cuerpo y esparzan sus cenizas en el Otún. Aunque pensándolo bien, ¿quién llorará por mí? ¿Una familia ausente? ¿Una hija lejana? ¿Un amor imposible? Vine solo y solo me iré.
Quise que fuese algo rápido, sin mucho dolor más del que ya he sentido. De las opciones que miré en Internet me agradó la de la bala en la cabeza. Me pareció práctica, sencilla e instantánea. Para cuando lean esta nota, habré ido al viaducto, escalado la baranda de seguridad, taladrado mi cráneo y mi inerte cuerpo se habrá esparcido como mierda en el río.
Hasta nunca más.
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