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Reencuentro


Luego de una minuciosa revisión de lo que ha escrito se siente decepcionado e invadido por una desbordada angustia. Borra el archivo, se levanta de la silla y se aleja del computador. Varias imágenes cruzan por su mente en un intento de reivindicación. Ninguna lo satisface. Se acuesta y enciende el celular con el ánimo de encontrar alguna especie de señal. Revisa sus redes sociales y lee artículos en línea. Su desespero aumenta a medida que el reloj avanza. Las dos horas libres que tiene se están acabando.

Trata de tranquilizarse con la idea de que ella llegará cuando menos se espera. Pero también pone en consideración los que afirman que no siempre se debe tenerla. En ese tire y afloje, su mente se sumerge en una maraña de ideas que batallan por ocupar el territorio de las otras.

– ¡Hijo, a almorzar! – le grita la madre desde la cocina.

– ¡Ya voy! – responde irritado.

Piensa en la posibilidad de hacerlo sobre un profesor que regala clases de inglés para tener con quién hablar o en una pequeña que confunde la creciente de un río con leche achocolatada y muere arrastrada por la avalancha. Parecen buenas candidatas y esto lo tranquiliza un poco. Deambula por las escenas, los posibles personajes y su evolución, los conflictos y los desenlaces pero termina estrellándose con muros de concreto que no permiten el flujo libre de sus pensamientos.

Se levanta de la cama y se sienta de nuevo frente al portátil. Le da fastidio ver esa hoja tan pulcra, tan blanca. No la soporta. Frustrado, lo cierra con desmedida fuerza. Decide hacer una corta siesta con la esperanza de encontrarla en sus sueños. Pasada media hora, despierta con la decepción del vacío en su cabeza. Va al baño, se lava la cara y se queda varios minutos contemplándose en el espejo. Intenta buscarla en su propio rostro, en la opacidad de su mirada. Regresa a la habitación y vuelve a acostarse.

– ¿Qué pasó que no ha ido a comer? ¡Se le va a enfriar todo! – le insiste la madre.

– ¡Ahora voy que estoy ocupado, mamá!

– ¡Ocupado en qué, yo lo veo ahí acostado haciendo nada!

La mira con desdén, con cierto tipo de lástima. Le cierra la puerta en la cara y se dispone a intentarlo por segunda vez bajo el alegato de su progenitora. El celular suena cuando está a punto de presionar la primera tecla. Es un mensaje de texto. El pago de la planilla de su seguridad social no aparece registrado en el sistema. Se aleja del ejercicio para dedicarse a la perturbadora novedad. Luego de un par de horas logra solucionarla. Está, sin embargo, cada vez más lejos de ella.

Va por una pastilla para el dolor que ya invade su cabeza y nota que su mamá ha tapado la comida para que no la pisen las moscas. El medicamento hace efecto al cabo de una hora. Está desesperado, el achaque físico ha sido minúsculo. La impotencia de no hallarla duele más.

No solamente ignora el almuerzo sino que cancela las clases que tiene en la tarde. Informa a sus estudiantes que Bruno, su querido perro, tiene achaques de salud y debe llevarlo de manera urgente al veterinario. Con los de la universidad no hay problema; los de las clases particulares le reclaman por la constante cancelación de las lecciones.

Lo deja todo para concentrarse en su búsqueda. Sabe que puede hacerlo en una sola sentada y no estará tranquilo hasta conseguirlo. Recibe otros mensajes de texto, esta vez de su novia, pero desactiva el acceso a Internet de su teléfono. Ella siempre lo entiende, ya ha ocurrido lo mismo antes. Espera que en esta ocasión no sea diferente y que su paciencia no se colme.

Coloca música instrumental con el ánimo de ambientar su advenimiento. En medio de su delirio, la siente cercana. Escucha sus pasos en la sala y percibe su aroma fresca. Piensa en las ocasiones en que han compartido juntos, en lo pleno y feliz que ha sido a su lado. Por eso le duelen sus prolongadas ausencias. Pero sabe que su demora vale realmente la pena.

Observa a su alrededor y contempla la foto de su hijo. Se le arruga el corazón y concluye que no la hallará en él. Por esta ocasión, lo dejará descansar. Sigue explorando su pieza y descansa sus ojos en la biblioteca. Lee algunos títulos de Austen, Dickens, Wilde y Twain con la ilusión de ver la luz verde en el semáforo de su zozobra. Nada, todo sigue en rojo. Desempolva la guitarra e interpreta algunos arpegios. Comienza a cantarle para que apure el paso, pues ya considera justo que lo visite. Su voz es trémula, sus fuerzas se van debilitando penosamente.

Cuando está a punto de ser vencido por la desesperanza, finalmente llega. Luce llena de vida, justo como le gusta verla. Siente paz y tranquilidad de tenerla junto a él, de poder contemplarla tiernamente. No se cambia por nadie, los colores le vuelven al rostro y una sonrisa de satisfacción se le curvea en los labios. Las lágrimas que le estaban erosionando el rostro, ahora lo fertilizan.

Con el placer que le otorga su compañía todo es más fácil, todo fluye. Ella es el centro, lo demás es vana añadidura. Se pone cómodo en la silla con la seguridad de que esta es la vencida. Escribe el cuento sin mayores traumatismos y almuerza feliz bajo los rayos lunares mientras la madre lo mira con desaprobación.

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