Aquel tercer domingo de agosto Cristopher no se cambiaba por nadie. Despertó a sus padres, se vistió y desayunó. Desempolvó la cometa y se fueron a la finca. Hacía un brisa generosa que evitó la necesidad de correr para elevarla. Tanto así que el cáñamo no resistió. Con la vista empañada, Cristopher veía cómo se alejaba por el cielo. Lo que el niño no sabía era que la cometa respiraba. Al sentirse libre después de años de atadura e indiferencia, agradeció al viento y con su compañía flotó feliz hasta morir desintegrada por el sol.
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