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Interespecie

 

Inicialmente me resistía a creerlo pero toda esta transformación física era apenas coherente con la vida que había vivido. Los cambios empezaron a notarse hace un mes. Una mañana desperté para ir a trabajar y al entrar al baño noté que un largo pelo se desprendía de la parte izquierda de mi rostro. Sin darle mayor importancia me lo quité con la rasuradora. Al sol siguiente tenía dos, uno a cada lado de mi cara. Otras características fueron manifestándose de igual manera. Mis ojos, tan oscuros como dos ópalos, se aclarecieron como un par de esmeraldas. Los escasos vellos que en mi piel tenía me fueron abandonando y dieron paso a un espeso pelaje negro. Para aquel entonces, ya no podía salir a la calle por temor a ser visto, discriminado o apedreado. Las rasuradas, que inicialmente fueron la solución, fueron inútiles luego. Gastaba mucho dinero en máquinas pero la abundancia del pelaje era abrumadora. Todo esto me condujo a un estado inicial de angustia que luego se fue transformando en resignación y aceptación. ¿A qué se debían todos estos cambios en mi apariencia?

Si bien recuerdo, cuando la gente hablaba del tema pensaba que era palabrería barata. Me burlaba, me parecía ridículo. Concluía que todo era producto de una sociedad en decadencia y confusión. Sin embargo, ante la contundente evidencia, decidí buscar respuestas. Hice una introspección de mi vida y después de largos análisis y cuestionamientos experimenté una turbación en mi consciencia. El cuerpo con el que había nacido no era correlativo con mi ser. Rebobiné mis pensamientos hasta donde me fue permitido por el límite de la memoria y aterricé en los primeros años de mi vida. En ellos, fueron recurrentes un par de vivientes escenas que empezaron a darle explicación al enigma de mis cambios.

La casa de mis padres, aquella en la que aún vivo, tenía un par de accesos por los cuales se llegaba fácilmente al tejado. Mi madre solía molestarse porque disfrutaba jugar en el techo. Si bien su angustia lograba desconcentrarme, la emoción del peligro y los obstáculos que debía superar para avanzar eran razones que hallé más fuertes para permanecer allí. Desde la cumbre de mi hogar veía a los niños jugando en la calle. Ellos allá y yo en la enajenación de mi casa. Cuando mi familia era vencida por el sueño, trepaba por el baño, el cual tenía una puerta con un claro que me permitía hacer pie para llegar a las tejas. Me acostaba bocarriba y por horas me perdía en la inmensidad de la red estelar del firmamento. Eran momentos en que, a pesar de ser un infante, mi mente lograba desconectarse del mundo que habitaba y hacía que me extraviara en reflexiones que no eran propias de mi edad. Pensaba, por ejemplo, en el amor y creía que existía una especie de ecuación matemática para encontrar a esa persona especial. Pensaba en las mujeres y por alguna extraña razón concluía que no tenían saliva. De alguna forma, el cielo nocturno me desprendía del niño común: juguetón, amistoso, sociable y obediente. Mi madre, quien tenía un sueño liviano, me escuchó caminar sobre su habitación en un par de ocasiones. Fueron dos castigos de los que nunca me arrepentí. Ella gozaba de una vasta energía pero lograba escapármele en muchas ocasiones. Mi agilidad para esquivar su correa era admirable pero su manipulación psicológica era superior – “no corra porque le doy más duro”. Terminaba por convencerme y dejaba que el cuero marcara y enrojeciera mis nalgas.

El avión de mi segunda remembranza aterrizó en mi infancia emprendedora. Había en la cuadra numerosos árboles de Pomarrosa y por un tiempo quisimos, mi hermano y un par de vecinos, vender su fruto a las demás personas del barrio. Como aquellos que caían al suelo estaban dañados o picoteados por los pájaros, lo ideal era escalar el árbol y tomar los más frescos. Mi hermano y los vecinos sentían temor porque, además de su limitada condición física, no querían romperse la cabeza por dárselas de monos. Así fue que dentro de la organización, yo era el recolector. Escalaba los troncos con tan lozano placer que luego de hacer mi trabajo, ponía las pomarrosas en una bolsa grande y con una cuerda la hacía descender al suelo donde era recogida por los demás socios. Yo me quedaba en las ramas. A menudo me preguntaban por mi demora para descender, pero me hacía el de oídos sordos y no les respondía. Me gustaba pasar de una rama a otra y cada dificultad se convertía en una obsesión que luego de tomar las medidas necesarias lograba superar. Gocé, en conclusión, de una niñez muy activa y ágil con mi cuerpo.

Pero no quise detenerme allí. Era menester continuar indagando para entender quién era ese nuevo yo. Mi viaje al pasado me hizo arribar a una tranquila adolescencia. Contrario a todo tipo de rebeldía y cuestionamientos propios de la edad, mi juventud se caracterizó por el aislamiento hacia la mayoría de seres humanos. Fui perdiendo las habilidades físicas de mi infancia y mis relaciones interpersonales entraron en completo detrimento, pues carecían de toda virtud. Mientras mis compañeros de colegio tenían sus primeras novias, organizaban fiestas, bailaban y tomaban alcohol; yo la pasaba en la caverna de mi habitación escuchando música hasta altas horas de la noche. En ocasiones me quedaba dormido y era despertado a la mañana siguiente por un débil “Walkman” que sonaba tembloroso debido a la baja carga de sus baterías. Noté, de igual forma, que amaba la noche porque me inspiraba a crear, a imaginar mi existencia de una manera distinta y a idealizar mi yo. Ella me acompañaba con su manto oscuro mientras leía o escribía. Por otro lado, y como era el intelectual del salón, la mayoría se me acercaba para que les compartiera respuestas de las tareas y evaluaciones. Inicialmente, suministraba la información gratuitamente pero luego empecé a cobrar. Con ese dinero comía en los descansos y lo que me daban mis padres lo invertía en libros.

En mi adolescencia aparecieron los primeros impulsos de ese incomprensible sentimiento que llaman amor. Me agradaban un par de chicas pero no tenía el valor ni el método para acercarme a ellas. Le gustaba a Maryuri, quien me escribió una carta en séptimo grado pero ante la carencia de reciprocidad sentimental de mi parte, cometí la imprudencia y grosería de romperle el papel en su cara. Desde esos momentos y esas anécdotas, descubrí un patrón que se ha prologando hasta mis días actuales: No tengo esa capacidad para hacerme agradar porque soy alguien muy distinto a lo que la sociedad espera de mí. Esto generó en mí una desmotivación profunda porque en el fondo sí quería compartir con alguien de mi sexo opuesto. No obstante, hacia los años finales de mi juventud percibí que mi inteligencia emocional era débil y que posiblemente debía recorrer el sendero de mi vida en soledad.

Sumado al descubrimiento previo de mi vida solitaria, me uní férreamente a la idea de la independencia. Para la época ya era un joven universitario y en el salón de clase era común la formación de grupos de trabajo, las “roscas” que llamábamos. Era admirable para mí la facilidad con la que mis compañeros se agrupaban. Pero a mí me costaba mucho trabajo y terminaba solo, esperando a que alguien me eligiera. Pero esto no lograba intimidarme, ya que consideraba que podía ser exitoso en mis clases sin la ayuda de nadie. Con el transcurrir del tiempo, algunos pocos compañeros se fueron adhiriendo. Notaban que era un buen estudiante, que mis calificaciones eran sobresalientes y quizás, más allá de la lástima que me tenían, concluí que querían sacar provecho de mí. Todos eran hombres. Más allá de la academia, mi vida social en los primeros años del alma máter era casi nula. Transitaba solamente entre dos mundos: el de mi universidad y el de mi casa. Empecé también a fortalecer mi rutina de estudio, lectura y escritura; cosas que a la mayoría les parecía aburrido. El amor no fue ajeno pero tampoco excesivamente favorable. Mi primer beso lo di a lo que muchos llamarían una “tardía edad”. Tenía veinte años, finalizaba mi licenciatura. Fue especial porque besé a Mariana, mi primer amor. Recuerdo ese momento con mucha emoción porque aquella noche, cuando conjugamos nuestros labios, sentí que el corazón me subía por la garganta y reposó en mi boca haciendo palpitar mis labios. Nunca he vuelto a sentir algo así. Pero al final sólo había una persona enamorada…y adivinaron bien, era yo.

La licenciatura en idiomas me ayudó enormemente a aprender a maullar para comunicarme mejor con mi prójimo y con las personas. Recuerdo que tenía un desempeño sobresaliente en la lengua francesa, un idioma que los demás detestaban por su compleja gramática, ortografía y pronunciación. En cierta ocasión fui el centro de la envidia cuando una profesora afirmó que el salón estaba dividido en dos: Mis compañeros y yo. El francés me inspiró a escribir las primeras cartas de amor a Mariana y desde entonces es mi idioma favorito, el que más amo enseñar. Adquirí un nivel avanzado de inglés y por mi cuenta aproveché la magia de mis noches solitarias para aprender portugués y alemán. Sin embargo, no dejaba de pensar en la ironía de mi empleo: ¿Cómo alguien que no goza de estar en contacto con otras personas es profesor? Hubo días en que no quería ver ni hablar con nadie, pero “tenía clase”. Entonces,  me disfrazaba de payaso porque “el show debía continuar”. Sin embargo, me apasionaban las lenguas porque cada una de ellas me permitía penetrar en el pensamiento variable de esa ajena especie humana. Quizás, gracias a ellas logré la mediana capacidad de comunicarme y expresarme mejor ante los demás. No he dejado de estudiarlas, a pesar de que ya no las necesito tanto como antes.

En los primeros años de mi adultez, fui cultivando mi intelecto y ayudado por las clases recibidas en la universidad, me obsesioné con el análisis psicológico de las personas. En ocasiones esto abrumaba a los demás y a mí mismo, pues el exceso de pensamiento bloqueaba mis acciones que, a fin de cuentas, eran las que contaban en las pocas relaciones que tuve. Mi primera novia se llamó Ana María, una enfermera que conocí en Internet, y mi primera relación sexual fue a los 23 años. Con Ana María tuve un noviazgo de montaña rusa y de él surgió mi descendencia, Emilio. Si bien lo nuestro se extendió por nueve años y a pesar de los muchos momentos felices, éramos aprendices y cometimos muchos errores que terminaron por lacerarnos gravemente.

Mis primeros días de separación fueron difíciles porque ya no estaba acostumbrado a estar solo. Busqué desesperadamente mujeres con las cuales compartir los fines de semana, pero, debido a mi obsesivo psicoanálisis, terminaba encontrándole “peros” a todas. A otras les incomodaba mi penetrante mirada mientras hablaban y mis comportamientos poco convencionales. En esa dinámica navegué desde entonces. No consolidé una relación sentimental por más de media década. Y así se quedará porque toda esperanza de experimentar el afecto humano se desvaneció ante la coyuntura de mi nueva apariencia. ¿Quién querrá estar con el animal que soy ahora? ¿Se limitarán mis futuras mujeres a acariciarme el pelaje y a darme leche?

He desarrollado nuevos hábitos, aquellos propios de mi nuevo estado. A menudo, cuando voy por las cumbres de las casas y edificios escucho cosas. La gente se la pasa asociándome con el demonio y la mala suerte. Si bien mi relación con el Dios del Cristianismo era estrecha en mi infancia y adolescencia, mi agnosticismo actual no me convierte en ninguna especie de diablo. Respeto profundamente las creencias ajenas y no pienso influenciar en nadie para que las cambie. Espero, de igual manera, que nadie influya en mí para que cambie las mías. ¿Y la mala suerte? Yo no doy mala suerte, la mala suerte me da a mí. ¿No les parece lógico que después de leer mi testimonio lleguen a la conclusión que la mala suerte me abriga? Yo no sé de dónde carajos vendrá, lo cierto es que yo no la doy, a mí me llega. También afirman que siempre caigo de pie. Nada más falso. No me alcanzarían las siete vidas que dicen que tengo si les contara todas las veces que he caído de corazón. He caído de cabeza y de nalgas también. Así que no han sido tan cómodas como lo piensan. Al contrario, la gran mayoría han sido muy dolorosas. Eso de las siete vidas sí no lo sé, yo sólo estoy enfocado en esta, en darle sentido, al porqué estoy aquí o cuál es mi misión.

Por ahora estoy sobre un tejado mientras concluyo esta meditación. Desciendo mi mirada a la calle y me sumerjo en la contemplación de los humanos siendo felices mientras se toman de la mano, comen, beben, danzan, ríen y se abrazan. Luego acaricio con mi corrugada lengua mi pelaje y una cola que empezó a extenderse hace algunos días. Me cuesta pero debo aceptar mi verdadera condición: esa que desde mi génesis negué. Pienso en lo que haré el resto de la noche: deambularé solo, donde sea invisible, donde nadie me vea, como casi siempre estoy. Conseguiré algo de comida. Rememoraré a mi hijo, a quien tampoco tengo porque mora lejos de mí. También pensaré en el amor ausente que para mí quizás habite en otra galaxia. Y así, me iré desprendiendo poco a poco de la especie que creía que me había sido asignada al nacer.

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