Las últimas dos navidades de Hannah Lucía habían sido difíciles. Su padre Felipe, un reconocido arqueólogo de la región, había sido secuestrado por un grupo al margen de la ley. A pesar de que contaba con la compañía de Daniela, su mamá, la niña no había vuelto a celebrar el nacimiento de Jesús con esa pretérita alegría que la caracterizaba.
Felipe era un gran profesional y trabajaba para la petrolera de la ciudad. Aquel desafortunado día, salió a un trabajo de campo cuando fue abordado por hombres armados que cercenaron su libertad. Algunos de sus colegas fueron liberados días después y narraron lo sucedido.
Desde entonces, la línea de vida de Hannah Lucía no terminaba de tocar fondo. Desmejoró su desempeño en la escuela, se aisló de sus compañeros de clase y aseguró con llave el sótano de su dolor para que nadie, ni siquiera su madre, pudiese entrar. Se volvió apática y amargada.
Daniela hacía cuanto podía para asfaltar el orificio de la ausencia. Compartían tiempo juntas, la complacía en cosas que le agradaban y le suministraba todo lo material que ella necesitaba. Sin embargo, notaba en la mirada de su hija esa desazón que se extendía como un agresivo cáncer.
En el año presente, la Navidad parecía ser otra más de insulsa colección. Hannah Lucía trataba de capotear su aflicción con la remembranza de su padre fundiéndose en sus brazos y las caminatas que hacían por el parque mientras probaban los juguetes obsequiados.
En la noche del 24, la niña se puso un vestido negro. Al ser vista por su mamá, quien por el contrario vestía de un blanco resplandeciente, le preguntó:
– ¿Por qué de negro?
– Tú lo sabes. No es lo mismo sin papá desde que no está con nosotras.
– Quizás debas cambiarte luego…
Hannah Lucía frunció el ceño pero no se desgastó haciendo análisis infructuosos. Un par de horas luego hizo su arribo Papá Noel. La niña suspiró profundamente y garabateó un gesto de marcada indiferencia en su rostro.
– ¿Papá Noel?
– Viene a traerte algo – le respondió Daniela – pensé que te agradaría algo diferente…
Hannah Lucía emitió un leve quejido de desaprobación. Papá Noel la saludó efusivamente, le entregó los presentes, se sentó y no paraba de mirarla. Hannah Lucía recibió los regalos y sin siquiera mirarlos los puso bajo el pino. Enseguida tomó el celular y abrió Candy Crush. Al término del primer nivel, escuchó un sollozo. Miró a Papá Noel y se dio cuenta que estaba llorando.
– ¡Qué mal Papá Noel eres! – le replicó insensiblemente.
Papá Noel bajó la mirada. Como si se tratase de una especie de contagio, a Daniela empezaron a inundársele los ojos también.
– ¿Por qué lloran? – interrogó irritada la niña.
– El regalo más importante está aquí sentado a mi lado – contestó la madre.
Hannah Lucía no comprendía la escena. Papá Noel no aguantó más, se quitó sus empañados lentes dorados y su frondosa barba.
– Feliz Navidad, hija...
A Hannah Lucía se le quería salir el corazón. Se paralizó, no supo qué hacer. Segundos después volvió en sí y gritando “papi”, lo abrazó tan fuerte que al arqueólogo se le dificultaba respirar. Su traje rojo se empapó de lágrimas. El hombre le extendió el brazo a la esposa para que se uniera.
– Te he extrañado tanto – dijo la pequeña con voz ondulatoria.
Vivieron una noche mágica. Transcurridos los días, la familia llegó a la Casa de Nariño. Hannah Lucía no podía ocultar su emoción al ver al presidente. Corrió hacia él y no paraba de decirle “gracias” mientras le encerraba la pierna izquierda con sus brazos.
– El camino de la paz – dijo el mandatario a todos los presentes – es el camino de la libertad. Ha sido liberado este ciudadano quien con su presencia hizo retornar la felicidad a su hogar en la víspera de Navidad.
--
Comentarios
Publicar un comentario