Cuando entré, me habló su silencio agonizante:
– Lamento que me veas en esta condición pero ruego que te quedes. ¡Necesito contarte sobre estos ruidos que perforan mis oídos!
Escuché atento la historia de su mal. Finalmente, como a manera de sentencia, dijo:
– ¡Antes de irme, plasmaré en mis hojas el recuerdo alegre de la calma!
Me despidió pidiéndome que me encargara de sus libros. Al cabo de una semana, el virus hizo metástasis en todas sus mesas y murió. Terminó convertida en una plaza de mercado.
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