Las ráfagas de las escopetas no paraban de zumbarle los oídos a Blanquita. Llevaba horas huyendo de quienes querían asesinarla y aunque su excesivo peso le impedía moverse ágilmente, sabía que el refugio estaba cerca. Eso la llenaba de esperanza. Podía escuchar, a la distancia, las maldiciones y órdenes de los hombres que la perseguían. Finalmente, vio materializada la recompensa de su esfuerzo:
– “Bienvenidos a la República de la India” – rezaba el letrero. Blanquita cruzó la frontera con un alegre mugido; tal como si un atleta hubiese ganado una maratón.
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