La tarde en que no sabías lo que buscabas fue extraña. Te acurrucaste, miraste en todas partes, pero tu esfuerzo fue inútil. Te rendiste y tu tiempo llegó. Meses después de tu partida, supe de qué se trataba. ¡La habías dejado oculta en una de tus cajas! Tenía tus cuidados, trasnochas y atenciones. Podía oír la apacible respiración de tus recuerdos. La saqué y la puse en el lugar más visible de tu habitación. Entonces lo entendí: La guardaste antes de que la dolencia viniera por ti, para que al encontrarla no olvidara tu legado.
Recuerdo haber visto a Andrés por primera vez en el Santa Lucía Plaza cuando acompañaba a Nicolás, mi exesposo, a sus clases de arte. Lo saludaba de manera breve, desinteresada, con una mirada fugaz. Lo hacía porque sabía que era un colega. No terminanos en la misma promoción pero ambos éramos egresados de la misma universidad. Digo exesposo porque en medio de la desazón causada por el Covid-19 en 2020, atravesé por una profunda crisis matrimonial que desembocó en el divorcio. Vendimos la casa donde vivíamos y llegamos a un acuerdo con Nicolás para la custodia y visitas de los niños. Yo creía profundamente, como cristiana que soy, en la perennidad del matrimonio. Debo confesar que la separación me consumió en una aguda tristeza. Intenté superar mi aflicción con John, un publicista, pero no funcionó. Tuve constantes conflictos con él. Tenía 36 años y aún no había ejercido mi profesión. Vivía en la tradicionalidad del hogar, a cargo de mis hijos y administrando la escuela de artes de Nic
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