Estás cansada, abrumada y lamentas la distancia existente con él. No es necesario que lo digas, puedo percibirlo en tu trémula voz. Me escribes, en ocasiones con la más ridícula de las excusas, porque soy ese portal en el que logras esfumarte. Aquel que tan pronto plasma sus manos en tu nívea y húmeda espalda hace desaparecer a la esposa, madre y empresaria que eres. Me endulzas con tus ojos melosos y tu cabello de sol ilumina tu habitación. Y así termino liberándote, placenteramente, de tu caótico mundo.
Recuerdo haber visto a Andrés por primera vez en el Santa Lucía Plaza cuando acompañaba a Nicolás, mi exesposo, a sus clases de arte. Lo saludaba de manera breve, desinteresada, con una mirada fugaz. Lo hacía porque sabía que era un colega. No terminanos en la misma promoción pero ambos éramos egresados de la misma universidad. Digo exesposo porque en medio de la desazón causada por el Covid-19 en 2020, atravesé por una profunda crisis matrimonial que desembocó en el divorcio. Vendimos la casa donde vivíamos y llegamos a un acuerdo con Nicolás para la custodia y visitas de los niños. Yo creía profundamente, como cristiana que soy, en la perennidad del matrimonio. Debo confesar que la separación me consumió en una aguda tristeza. Intenté superar mi aflicción con John, un publicista, pero no funcionó. Tuve constantes conflictos con él. Tenía 36 años y aún no había ejercido mi profesión. Vivía en la tradicionalidad del hogar, a cargo de mis hijos y administrando la escuela de artes de Nic
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