Recuerdo haber visto a Andrés por primera vez en el Santa Lucía Plaza cuando acompañaba a Nicolás, mi exesposo, a sus clases de arte. Lo saludaba de manera breve, desinteresada, con una mirada fugaz. Lo hacía porque sabía que era un colega. No terminanos en la misma promoción pero ambos éramos egresados de la misma universidad.
Digo exesposo porque en medio de la desazón causada por el Covid-19 en 2020, atravesé por una profunda crisis matrimonial que desembocó en el divorcio. Vendimos la casa donde vivíamos y llegamos a un acuerdo con Nicolás para la custodia y visitas de los niños. Yo creía profundamente, como cristiana que soy, en la perennidad del matrimonio. Debo confesar que la separación me consumió en una aguda tristeza. Intenté superar mi aflicción con John, un publicista, pero no funcionó. Tuve constantes conflictos con él.
Tenía 36 años y aún no había ejercido mi profesión. Vivía en la tradicionalidad del hogar, a cargo de mis hijos y administrando la escuela de artes de Nicolás. Al separarme, me vi forzada a modificar mis ideales y comprendí, a las malas, que debía empezar a ganar dinero por mi cuenta. Repartí hojas de vida por toda Neiva hasta que obtuve un empleo en un instituto de idiomas.
Allí volví a ver a Andrés. Él me dio la inducción y la compenetración entre ambos, aunque profesional en su inicio, fue agudizándose. Solía, por ejemplo, visitarme en las noches después de su última clase. Nos sentábamos en el balcón, único lugar de mi apartamento que no ardía, donde hablábamos y sonreíamos por horas mientras contemplábamos las estrellas y escuchábamos música. Nuestros corazones comenzaron a conjugarse en el canto, el baile y la cercanía de nuestros cuerpos.
Pero mis heridas aún eran palpables. Sentía temor de sumergirme, en tan poco tiempo, en una tercera relación. Él me despertaba cierta atracción pero no estaba plenamente convencida de darle rienda suelta a mis sentimientos. Era inteligente, políglota, amante de las letras, buen conversador y bastante insistente. Me hacía invitaciones a comer y a bailar. La pasábamos muy bien. No niego que disfrutaba de su compañía y caballerosidad. Tanto así, que al cabo de cuatro meses mi cántaro se rompió. Faltaban pocos días para mi cumpleaños. Le di el “sí” mientras bailábamos en una de las discotecas del sur.
Al inicio, nuestro noviazgo estuvo plagado de momentos idílicos, casi divinos. Su atención me complacía y me daba a entender cuánto le importaba. Cuando cumplí 37, contrató el mejor mariachi y me dio una emotiva serenata que despertó la atención de toda la cuadra. A él le bastaba con regocijarse en las curvas alegres de mis labios. Me sentía tranquila por haber encontrado esa estabilidad emocional que ya no tenía con Nicolás y que nunca tuve con John.
Por otro lado, fui asimilando el carácter de Nicolás como exesposo. Mi corazón ya no se arrugaba cuando le entregaba los niños los fines de semana. Hice de Andrés mi fortaleza, pues era quien me escuchaba, aconsejaba y me fundía en un abrazo sincero en momentos de aflicción. Sentía que las cosas iban por buen camino y decidí presentarlo como mi pareja ante Samanta y Santiago, mis hijos. Él no hizo lo propio con su familia, pero no lo presioné. Sería cuestión de tiempo.
Una quisiera que la felicidad fuera un estado más constante, a largo plazo, pero tristemente su naturaleza es voluble y débil. Días después del primer mes, noté que nuestro noviazgo empezó a navegar en un vaivén de olas perversas. Sentía que Andrés perdía las cualidades de atención y romanticismo que lo caracterizaban. Comenzó, de la nada, a mudar su manera de hablarme y de tratarme. Fue un cambio drástico…en ocasiones, el silencio lo dominaba cuando nos veíamos personalmente y mostraba menos interés en mí. Me sentí preocupada. Lo pensé y llegué a la conclusión, con el ánimo de abogar por él, que se trataba de ideas erradas de mi parte o de estrés laboral, ya que había aceptado más cursos de los que debía.
Dichas convicciones se me vinieron al piso una noche que tuvimos una discusión. Nunca pensé que Andrés llegara al punto de ser grosero y agredirme físicamente. Le dije que se fuera, me encerré en la habitación y lloré amargamente. Más allá del dolor físico, no comprendía cómo alguien que se había mostrado tan dulce y sensible había modificado tan drásticamente su comportamiento. Una avalancha de cuestionamientos empezaron a taladrar mi pensamiento y las posibles explicaciones estaban llenas de incoherencias. A pesar de que lo perdoné, la relación no volvió a ser la misma. El temor y la desconfianza habitaban en mí. La ambigüedad se adueñó de él. A veces era dulce, otras gruñón. Algunos días atento, otros indiferente.
Así que hice un alto en el camino. Estaba convencida que no merecía a alguien así. En el segundo mes, lo abordé en el balcón justo después de que terminara de cenar.
– Quiero hablarte de algo que me tiene incómoda.
– Creo saber de qué se trata.
– Entonces, ¿por qué actúas así? ¿Dónde quedó el hombre que conocí?
– Es que tuve que pedirle ayuda.
– ¿Cómo así? ¿Ayuda a quién?
– No podía sólo con tantas cosas…no debí haber aceptado todas esas clases.
– Mira, yo sé que eres un hombre muy ocupado y que no tengo tanto trabajo como tú. Pero mis hijos también me dan estrés. No te dejes consumir. Dedícate tiempo a ti, a tu familia, a tus amigos y por supuesto a nosotros.
– Lo sé.
– De igual forma, eso no es excusa para que me trates como lo has venido haciendo últimamente. Estoy muy ilusionada contigo y por eso quiero que hablemos. Tú sabes por lo que pasé con Nicolás y con John. No quiero otra decepción en mi vida.
– Perdóname, sé que no ha sido justo contigo.
– Bueno, ya lo sabes, entonces trabaja en eso.
– Si tan sólo fuésemos más parecidos…
Fruncí el ceño ante tal afirmación. El cielo se iba llenando de nubes y algunas gotas empezaron a estrellarse contra el suelo. Nos entramos y nos hicimos en la sala.
– Mira, ¡sé esa persona linda de la que me enamoré! – continué.
Guardé silencio por unos segundos y luego de que se me metiera el diablo le pregunté airada:
– ¿O es que te pusiste una máscara para conquistarme, llevarme a la cama y luego desecharme?
– ¡Yo siempre he sido yo! – Me replicó con exaltación – ¡él siempre ha sido él!
En ese momento, no aguanté más y elevé el tono de mi voz.
– ¡¿Qué es lo que me estás diciendo?! ¡¿Cuál él?! Enfócate, de por Dios, aquí somos sólo tú y yo. Necesitamos resolver esto.
– No hemos sido sólo tú y yo.
Suspiré profundamente, me levanté de la silla, fui a mirar que los niños estuviesen bien, cerré la puerta de su habitación y me senté nuevamente.
– ¿Cómo así? – Le dije mientras me pasaba las manos por la cara – No me vas a decir que tienes a otra. ¿Con qué tiempo? ¿De qué me hablas?
– Él vendrá pronto. En tus manos queda perdonarme.
– Ahora te enloqueciste y te las quieres dar de misterioso. ¿Te das cuenta del estrés que te genera esa cantidad de trabajo? ¡No es para menos! Te estás quemando.
El semblante de Andrés lucía tranquilo, de cierto modo resignado. No conseguía sostenerme la mirada, sus ojos contemplaban las baldosas. El tono de su voz era suave, con cierto aire de derrota.
– ¿Quién vendrá? ¡Dime! – le insistí.
– Hemos sido tres.
Pasé de la angustia a una estruendosa carcajada. Samanta y Santiago se despertaron y emitieron leves quejidos de desaprobación. Fui hasta ellos y logré dormirlos nuevamente.
– Tú y tu imaginación, – le dije al regresar – deja eso para los cuentos que escribes.
No había terminado de hablar cuando golpearon la puerta.
– ¿Quién será a esta hora y con esta lluvia? – pregunté.
– Es él…de verdad creía que funcionaría, que él supliría mis ausencias, pero somos muy distintos.
Andrés bajó las escaleras. Al abrir, vi una figura humana empapada que subía junto a él. Vestía de negro y tenía un casco polarizado.
– ¿Qué tal Emma? – dijo la voz.
– ¿Quién es usted y por qué sabe mi nombre?
– Yo le dije a Andrés que esto era una locura. Pero no me hizo caso.
– ¿Pero quién es usted? – Insistí – ¿Qué hace este tipo aquí?
El hombre se quitó el casco lentamente y levantó la mirada. Al verlo, mi corazón palpitó desenfrenadamente. Pensé que se trataba de un espejismo, de alguna ilusión óptica, mas todo indicaba lo contrario.
– Este es Juan, mi hermano gemelo – sentenció Andrés.
Mi mente intentó atar los cabos en medio de la sobreestimulación de emociones pero fue infructuoso. Recuerdo que perdí la capacidad de hablar. Lágrimas me inundaron el rostro mientras trataba de ponerme de pie. Mis piernas empezaron a temblar y luego todo fue oscuro…
Cuando desperté, me encontraba en la Clínica Uros. Sólo había sido un desmayo, el más amargo de mi vida. Me dieron de alta en pocas horas y regresé a casa. Las noches siguientes no logré dormir bien. Días después, renuncié al instituto, no quería verlo nunca más. Él tampoco volvió a buscarme. Parece ser que aún le quedaba algo de sensatez.
Hoy trabajo en un colegio privado en el oriente de Neiva. Para serles honesta, ya no creo en ningún amor que no sea el de mis hijos. Me alejaré, de manera indefinida, de todo corazón masculino. No, la tercera no es la vencida. Dejaré hasta ahí, eso no es para mí.
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