Momentos antes de dar a luz, entró en un vaivén de emociones. Recordó los males de los que había sido víctima y no le parecía justo que le hubiera pasado eso a alguien tan buena. Hizo memoria de sus aguas oscuras, de los químicos que recorrían sus venas, del humo que inundaba su aire, de los plásticos que flotaban en las piscinas de su casa, de sus mártires y de muchas otras dolencias. Esto la entristeció y su excesivo llanto inundó los campos. El panorama lucía desolador, pero no se le pasó por la cabeza la posibilidad de abortar. Sabía que era resiliente y aguardaba con fortaleza el momento de parir. Era consciente de que si ella y su descendencia fallecían, se crearía un devastador efecto dominó.
Logró superar sus dificultades gracias a su poder que, aunque inmenso, la mantenía humilde. Consideraba su fruto y los que había parido, actos de expiación. Además, no todo le era adverso; algunos le profesaban su profunda veneración. En la otra orilla de sus remembranzas, agradeció a quienes la cuidaban, limpiaban, alimentaban y le daban semillas, árboles y flores para que su vida fuera abundante. Esto hizo que inclinara su balanza hacia el bien y entendiera la naturaleza de su esencia. El amor manifestado en su espíritu de servicio era superior a las acciones de sus enemigos.
Cuando finalizó sus reflexiones, sintió que rompió su fuente y el fruto abandonó el interior marrón de su matriz. Al contemplarlo, lloró copiosamente mientras lo bendecía, pues pronto dejaría de estar a su lado.
Jacinto, quien pasaba por el lugar y percibió el quebrantamiento del suelo humedecido, gritó emocionado:
– ¡Mija, traiga el machete, el azadón y la pala, hágame el favor!
La mujer se colocó el sombrero, tomó las herramientas y fue a su encuentro. Cuando su esposo terminó, no lo podía creer. Eran enormes.
– ¡Qué bendición! –le dijo exaltada – ¡Hacía tiempo no veía unas yucas tan lindas y grandotas!
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