Lo único que no le gustaba era cuando llovía. El recorrido era más agotador, se le dificultaba lidiar con el peso del agua en su ropa y caminar por las trochas enlodadas.
El colegio era una vieja casona con seis salones. Steven Alfonso cursaba quinto de primaria y sus compañeros eran sólo cuatro: Johan, Yeremin, Danna y Salomé. Rosa era la profesora y a los niños les gustaba su clase de matemáticas. Cuando sonaba la campana para salir al descanso, los estudiantes iban a un inmenso potrero. Jugaban a la lleva, al escondite o simplemente toreaban u ordeñaban las vacas que merodeaban el sector.
Una mañana de abril, una torrencial lluvia generó un deslizamiento que afectó la escuela. Gran cantidad de tierra derrumbó uno de los muros del salón de Steven Alfonso e invadió toda su área.
– Nos toca seguir haciendo las clases en la bodega – dijo Rosa a sus alumnos.
Limpiaron y llevaron todo al aula que estaba en obra negra y su suelo era de tierra. Era un espacio cerrado, con una pequeña ventana por la que el aire entraba apretado. Las raciones del plan de alimentación, que allí se encontraban, estaban organizadas en improvisadas alacenas e incomodaban la ubicación de los pupitres. Pero ni Steven Alfonso ni sus compañeros vieron problema alguno y continuaron allí sus lecciones.
La lluvia, por su parte, no daba tregua. Días después de lo acaecido en el colegio, la furia del agua dañó el puente peatonal sobre el río. Quedó tambaleante y nadie quería arriesgarse a usarlo. El trayecto se duplicó para Steven Alfonso.
– Prefiero bordear el río y echarme más tiempo. Me tocará madrugar más – les dijo a sus padres mientras se encogía de hombros.
Steven Alfonso llegaba sudoroso y con el singular deseo de sentarse en su silla, recostar su cabeza en el escritorio, cerrar los ojos y descansar. Sus calificaciones comenzaron a disminuir y Rosa empezó a cuestionarse sobre su metodología. Se taladraba la cabeza pensando cómo podía dar clases a niños hambrientos y exhaustos.
El puente averiado no sólo perjudicó a la comunidad escolar sino también a los campesinos que necesitaban comercializar sus cosechas en el pueblo. Esto los motivó a gestionar ante la alcaldía la construcción de uno nuevo, pero no recibieron respuesta. Decidieron entonces, con sus propios recursos, ubicar un cable metálico que atravesara el río. Fundieron un par de columnas, una a cada lado del barranco, y las unieron con el cable. A cada familia se le entregó un par de poleas, dos balsos y un freno, que era un rústico tronco de forma triangular.
El protocolo consistía en poner el balso bajo las piernas, engancharlo a la polea, que luego se ubicaba por encima del cable, y tomar el freno con las manos. Luego, sólo restaba echarse la bendición y dejar que el impulso los arrastrara. Trescientos metros abajo los saludaban el río y los vastos cultivos de palma de aceite, arroz y soya. El recorrido duraba treinta segundos que parecían dilatarse a una hora para los más temerosos. Se alcanzaba una velocidad de hasta 90 kilómetros por hora. Para disminuirla, se sujetaban ramas en las cinturas de los viajeros. A los bebés los introducían en costales, que parecían crisálidas, para transportarlos.
Al cabo de un mes, los pobladores no sólo se sentían agradecidos, sino que habían perdido todo temor a usarlo.
– Me ha gustado usar el cable – dijo Danna durante una jornada escolar. – ¿A ustedes también?
– Al principio tenía mucho miedo, – respondió Yeremin – pero ya después me fue gustando también.
– ¡Hagamos algo! – propuso Steven Alfonso – ¡Vamos a crear un club nosotros los cinco!
– ¿Y eso? ¿Un club de qué? – preguntó Salomé.
– Se va a llamar el club de las bayetillas voladoras – replicó Steven Alfonso. – Nos pondremos una bayetilla amarrada al cuello cada vez que usemos el cable.
– ¡Qué chévere, me gusta la idea! – replicó Johan mientras se comía la manzana que le habían dado del PAE.
Inicialmente usaban las bayetillas sin ningún tipo de decoración. Fue Salomé quien propuso que cada una llevara la inicial de sus nombres. Su “S” la pintó de amarillo y la decoró con escarcha. Yeremin dibujó su “Y” de morado, pero a Danna no le gustó porque no contrastaba con el rojo de su capa. Los niños sonreían y cerraban sus ojos al cruzar. No habitaba en sus cabezas amenaza de peligro alguna. La adrenalina los invadía y la hermandad del club se fortaleció. Su vistoso atuendo hizo que los agricultores los identificaran con mayor facilidad.
– ¡Esa es Salomé! – decía uno al mirar la “S”.
– ¡Allá va Steven Alfonso! – replicaba otro mientras contemplaba la “SA” plateada.
El club de las bayetillas se volvió popular rápidamente. En la escuela hacían presentaciones, juegos y otras actividades lúdicas. Un día, Rosa les dio la noticia que habían sido invitados a participar en el Festival del Retorno en octubre.
– Profe, ¿podemos ponernos nuestras capas con el Liqui Liqui? – preguntó Yeremin emocionado.
– Yo creería que sí – respondió la maestra.
Prepararon el baile y la profesora gestionó la consecución de los trajes. Ensayaban en el salón temporal, cuyo piso se convertía en una tormenta de arena debido al zapateo característico del joropo. Los bailarines tosían y estornudaban, pero nada de eso importaba. El grupo practicaba su coreografía con entusiasmo.
Durante las vacaciones del mes de junio, el club decidió hacer una excursión al pueblo. Era puente festivo y tenían tiempo suficiente para el esparcimiento. Como de costumbre, cruzarían el cable y Steven Alfonso, quien era el líder, se aventaría primero. Hacía calor y el viento, que generalmente era fuerte, estaba apaciguado. Steven Alfonso siguió el protocolo que ya tenía memorizado: colocó el balso bajo sus piernas, verificó la polea y la puso sobre el cable, se enrolló la bayetilla en el cuello y con su mano derecha agarró el freno. Decidió que la rama, en esta ocasión, no era necesaria.
– Ya saben, – les dijo – se intercalan niñas con niños. ¡Nos vemos al otro lado!
Steven Alfonso verificó todo por segunda vez, se hizo la cruz en su cuerpo y se abalanzó. La capa se extendía generosamente y por un momento los miembros del club vieron cómo su líder abría el brazo izquierdo para sentir el aire estrellándose en él.
Salomé se estaba preparando para continuar cuando se escuchó el eco de un grito que emanaba desde la mitad del precipicio. Todos contemplaron cómo Steven Alfonso perdía vuelo y se precipitaba hacia el río. Luego la gravedad hizo lo suyo. Nadie supo qué decir, ni cómo reaccionar. Permanecían inmóviles y silenciosos. Luego de volver en sí, gritaron tan fuerte que el eco rebotó en las montañas. Descendieron apresuradamente. Una “SA” ensangrentada resplandecía al sol y cubría el pecho de su dueño. Los rostros de los miembros del club se erosionaron enseguida.
Algunos labradores que habían escuchado los lamentos acudieron al lugar. Consideraron que si bordeaban el río se perdería tiempo valioso. Subieron a Steven Alfonso a la cima nuevamente, lo metieron en una crisálida y atravesando el barranco, lo llevaron al puesto de salud. En el fondo todos sabían que era un acto protocolario, pues el niño no daba señales de vida. Pasada una hora, el parte médico lo confirmó: Debido a la multitud de traumas, el club de las bayetillas se había quedado sin Supermancito, como le decían de cariño.
A partir de entonces, la conciencia del peligro se apoderó de las mentes y aunque era necesario seguir usando el cable, la gente lo hacía con extrema precaución. Luego de analizar las causas, se concluyó que la polea de Steven Alfonso se había roto durante el trayecto. Los niños lucían acongojados y en los descansos no querían jugar. La profesora Rosa no solamente lamentó lo sucedido, sino que expresó su preocupación porque con cuatro estudiantes la Secretaría de Educación le cerraría el curso. Aunque la aflicción se apoderó de los miembros del club, hicieron su mejor presentación para rendir homenaje a Steven Alfonso en el Festival del Retorno. Terminaron cubiertos de un prolongado aplauso luego de su presentación.
Pocas semanas después, la Alcaldía construyó un moderno puente peatonal. El cable permaneció ahí y sólo los más osados lo siguieron usando. Desde entonces, las bayetillas no vuelan; ahora adornan la tumba del líder. Los cuatro niños continúan sus clases mientras siguen esperando la restauración de su escuela.
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