Cuando llegó a nuestra casa, por allá en 1993 si la memoria no me traiciona, como suele hacerlo, no sabíamos si era macho o hembra. Le decíamos Paco, Paquito, Paca, Paquita…Concluimos, luego de más de 30 años que vivió con nosotros, y con un método que de científico no tenía nada, que era hembra por una particular razón: su poca empatía cuando se le acercaban las mujeres o cuando una mujer acariciaba a un hombre de la casa. Irónicamente, como suele ser la vida, quienes más la atendían era mamá y mi hermana. Con los hombres de la casa era feliz y permanecía complacida. Papá y mi hermano la llevaban a la sala y la hacían reposar en sus hombros o vientres hasta que la devolvían a su jaula cuando su sistema digestivo hacía de las suyas y les manchaba la ropa.
Era extremadamente consentida, así como nos tiene acostumbrados mamá. No comía nada que no fuera preparado por ella, pues estaba profundamente enamorada de su sazón. Cuando pedíamos domicilios los domingos, mamá, impulsada por ese amor inconmensurable que tiene por sus hijos, le preparaba aparte. Nadie de la familia podía hacerse a su lado a comer algo sin que tuviera que compartirle. De lo contrario, tenía que aguantarse sus sonoros reclamos. Era demasiado curiosa. Cada sonido de un paquete de comida le llamaba la atención y, así no le gustara luego, teníamos que ponerle en su plato. A las 4 de la tarde, religiosamente, llamaba mientras batía sus alas para que le dieran su pan mojado en chocolate. Al arribo del crepúsculo, organizaba el papel periódico que se le ponía en la jaula y con su pico formaba una especie de techo bajo el cual descansaba girando su cabeza hacia atrás y la reposaba entre sus plumas. El papel tenía que ponérsele de una manera especial, de lo contrario no podía armar su “casita ni tampoco dormir.
Era nuestra vigilante también. Tenía una percepción extrasensorial que le permitía predecir, con una exactitud asombrosa, las veces en que alguien de la casa estaba por llegar. Mamá sabía que alguno de sus hijos se acercaba al “seno del hogar”, como suele decir, gracias a ella. Fungía como timbre con cualquiera que tocase la puerta principal. No le gustaba que la regañaran, pues alzaba su cabeza, brotaba los ojos y contestaba casi que simulando la altanería humana.
Paquita voló pocas veces (cosa que nos angustiaba) y no conoció el mundo exterior, pero desde cierta perspectiva fue libre en nuestro hogar. Podría asegurar que fue amada. Hoy, quizás en horas de la madrugada, regresó a la fuente. Sus últimos días fueron difíciles, pero llenos de una fortaleza similar a la de un roble, la que siempre tuvo. Su cuerpo se resistía a abandonar esta dimensión y su voz la escuchamos, con una dramática tenuidad, hasta el final de su tiempo. En su último día, no comió nada, no recibió el agua helada que le ofrecía papá y que tanto le gustaba, y optó por arrinconarse en una esquina de su jaula, como esperando a que viniesen por ella. Luchó hasta su último suspiro y se despidió con decoro: con sus alas abiertas, como diciendo gracias por la familia con la que tuvo la fortuna de vivir.
Todos estos años a su lado fueron memorables. Fue parte importante de nuestra existencia y extrañaremos su presencia. No es fácil despedir a quien fue testigo de la infancia, juventud y adultez de tantas personas. Nos quedarán, en el tablero acrílico de la memoria, sus resabios, su alegría al comer y las marcas que dejaba al caminar sobre nuestros cuerpos. Alegró nuestros días y contribuyó a nuestra felicidad, así como nosotros a la suya.
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