El arribo de la caravana aquella noche del 31 de octubre fue intenso. Los disfrazados que degustaban con amigos y familiares en los comercios nocturnos corrían y gritaban desesperados. Unos rogaban; otros sufrieron heridas, producto de los enfrentamientos. Todo fue en vano; terminaron llevándose a muchas. Luego de su paso, el ambiente se inundó con un llanto generalizado. Lo último que le escucharon a los verdugos antes de perderse en la oscuridad era que ya no cabían más motos en las grúas.
Recuerdo haber visto a Andrés por primera vez en el Santa Lucía Plaza cuando acompañaba a Nicolás, mi exesposo, a sus clases de arte. Lo saludaba de manera breve, desinteresada, con una mirada fugaz. Lo hacía porque sabía que era un colega. No terminanos en la misma promoción pero ambos éramos egresados de la misma universidad. Digo exesposo porque en medio de la desazón causada por el Covid-19 en 2020, atravesé por una profunda crisis matrimonial que desembocó en el divorcio. Vendimos la casa donde vivíamos y llegamos a un acuerdo con Nicolás para la custodia y visitas de los niños. Yo creía profundamente, como cristiana que soy, en la perennidad del matrimonio. Debo confesar que la separación me consumió en una aguda tristeza. Intenté superar mi aflicción con John, un publicista, pero no funcionó. Tuve constantes conflictos con él. Tenía 36 años y aún no había ejercido mi profesión. Vivía en la tradicionalidad del hogar, a cargo de mis hijos y administrando la escuela de artes de Nic
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